lunes, 1 de agosto de 2016

Francisco en Auschwitz. Silencio, recuerdo y purezas.


Un domingo, el 28 de mayo de 2006, un Papa alemán, Benedicto XVI, visitó Auschwitz - Birkenau (antes lo hizo el polaco Juan Pablo II). Y Ratzinger habló. Pronunció un discurso curiosamente basado en el silencio necesario: “En un lugar como éste se queda uno sin palabras; en el fondo sólo se puede guardar un silencio de estupor, un silencio que es un grito interior dirigido a Dios:  ¿Por qué, Señor, callaste? ¿Por qué toleraste todo esto? A lo largo de su discurso, volvió a repetir esa pregunta sin respuesta: “Nosotros no podemos escrutar el secreto de Dios”

A finales de julio de este año, el papa actual, Francisco, visitó el mismo escenario. No habló. Sólo escribió en el libro de visitas: “Señor, ten piedad de tu pueblo. Señor, perdón por tanta crueldad”.

El silencio atraviesa las dos visitas. En la de Ratzinger, nombrado en la pregunta sin respuesta, en la de Francisco como silencio puro. Nada que decir. Sólo estar. Y, siendo Papa, rezar.

Es tiempo para callar. Hubo otro para hablar, cuando el nazismo emergía, cuando proclamaba sus valores. No había engaño en la cosmovisión ofertada por los nazis. Tan clara era que el 14 de marzo de 1937, el Papa Pío XI, que antes firmó un concordato con el III Reich, denunciaba su incumplimiento en una encíclica llamativa ya por su título escrito en alemán, “Mit brennender Sorge”.   En ella alertaba contra un provocador neo-paganismo, citaba al profeta Isaías y defendía “los tesoros de saludables enseñanzas encerrados en el Antiguo Testamento”. Aunque defendía a los católicos, todo el contexto de su redacción abarcaba a los judíos. Murió poco después, unos meses antes de la invasión de Polonia. Su encíclica, leída en todos los púlpitos de Alemania, fue prácticamente ignorada tras una réplica en el periódico nazi Völkischer Beobachter. 

Después llegó Pío XII, cuya actuación ha sido y sigue siendo discutida. John Cornwell publicó un libro sobre él con el llamativo título de “El Papa de Hitler”. El tiempo dirá.

Pero los silencios cómplices fueron generalizados. Goldhagen habló de “Los verdugos voluntarios de Hitler”. Las iglesias católica y protestantes, salvo notables excepciones, callaron. La cuestión no iba con sus fieles. Para tantos alemanes, el mal era el otro. Por eso, el poema de Martin Niemöller tiene tanta fuerza, porque uno se cree que nunca será “el otro”, el que ha de ser perseguido.

Se hacen a veces comparaciones cuantitativas sobre muertos debidos a Hitler, Stalin y otros dictadores (la bomba atómica de un país democrático tampoco fue una tontería). Pero lo cuantitativo no debe cegar ante lo cualitativo, que marca de un modo especial a la Alemania nazi, en donde toda la maquinaria del Estado se puso al servicio del mal. Era el Estado el que mataba mediante el trabajo organizado, burocratizado, de ciudadanos, muchos de los cuales eran buenos esposos y padres y que no albergaban siquiera odio personal hacia las víctimas. No sorprende que Arendt se refiriese a la banalidad del mal con ocasión del juicio a Eichmann en Jerusalén. 

Pío XI fue profético. Vio lo que ocurría, aunque sólo fuera de un modo parcial. A Dios se le puede matar, como predicó Nietzsche, y la religión puede ser perseguida, asfixiada, pero en ausencia de Dios, con una religión monoteísta callada, no es probable que surja un humanismo agnóstico o ateo. El vacío se llena por el Mito. O, como ocurrió en Alemania, el Mito se anticipa y desplaza la creencia tradicional. En cierto modo, el propio poder de la religión católica deriva de su asunción de lo mítico vivificador (en contraste con el gris protestante). Pero un mito puede también asociarse a lo peor, canalizando la pulsión de muerte. Y el gran mito nazi revestido de una liturgia de fuerte atractivo estético para la juventud, se centraba esencialmente en una cosa: la pureza; la pureza de la raza aria, pero pureza al fin y al cabo. En el afán de lograrla, todo fue permitido, desde la segregación del diagnosticado como diferente (un diagnóstico no siempre fácil), incluyendo su eliminación, hasta la Lebensborn. En el afán de apoyar el mito, no se reparó en resucitar milenarismos (el Reich de los mil años) ni en buscar el gran origen en el Tibet o el Santo Grial. 

Lo ocurrido con el nazismo es una muestra ejemplar del poder del mito. No sólo los jóvenes incultos sucumbieron a su magnetismo, integrándose en las Hitlerjugend. Sabios como Heidegger y Jung se dejaron querer. 

En la culta Alemania se adoró la pureza racial. Las consecuencias son sobradamente conocidas. Seguimos admirando al puro, pero Jesús nos enseñó que sólo Dios es bueno. Robespierre fue un buen ejemplo de pureza. Que Dios nos libre de los puros.

Hay una amplísima bibliografía relativa a lo ocurrido en Alemania, con eternas discusiones sobre cómo fueron posibles el ascenso de Hitler y la Shoah. Pero lo inquietante es que no se trata tanto de un problema para el estudioso de la Historia cuanto de una advertencia brutal de lo que puede repetirse y de que la cultura no inmuniza necesariamente frente a la fuerza del mito, que toca lo más profundo, lo más inconsciente.

El silencio de Francisco ha sido elocuente. Su petición escrita de perdón a Dios también lo es. Sabe que sin Él, lo demoníaco, lo demasiado humano, puede llenar el gran vacío. El propio Heidegger, años después de tan descomunal tragedia, dijo en su entrevista en Der Spiegel: “sólo un dios puede aún salvarnos (“Nur noch ein Gott kann uns retten”).





4 comentarios:

  1. Excelente artículo.
    La impotencia ante el mal se percibe antes que el propio mal y sus consecuencias. Y es más económico ignorar el mal, que alcanzar los medios para poder percibirlo y combatirlo. Nadie quiere saber nada de los extraños que deambulan sin patria y con la muerte marcada en la frente. Ayer caminaban por las afueras de las cudades desde las faricas a los Läger. Hoy los vemos a nuestro lado. Vienen por el sur, en pateras. Primo Levi recordaba esa banalidad del mal:
    “Nos oyen hablar (los civiles) en muchas lenguas diferentes que no comprenden y que suenan a sus oídos grotescas como voces de animales; nos ven innoblemente sometidos, sin pelo, sin honor y sin nombre, golpeados a diario, más abyectos cada día, y nunca descubren en nuestros ojos una chispa de rebeldía, de paz ni de fe. Nos saben ladrones e indignos de confianza, enfangados, andrajosos y hambrientos y, confundiendo el efecto con la causa, nos juzgan dignos de nuestra abyección. ¿Quién podría distinguir nuestras caras? Para ellos somos Kazett, neutro singular”. (Posiblemente de Konzentrationslager, KZ)

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    1. Muchas gracias, Sergio.
      En lo que recoges de Primo Levi hay algo que es muy claro e impactante: los otros se hacen iguales entre sí desde la perspectiva "correcta". Son "Kazett", o negros o gitanos o judíos. Y ese plural sostiene el "todos iguales, todos indignos".
      Ya pasó y no lo recordamos. Hay quien cree que grandes científicos, filósofos o novelistas exiliados de la Alemania nazi fueron bien acogidos siempre por su valía en algún campo, pero nada más lejos de la realidad (quizá la gran excepción fuera la de físicos captados para el proyecto Manhattan). También entonces los judíos eran eso, judíos, todos iguales; por algo los expulsarían.
      Como tan bien expresas, "es más económico ignorar el mal".
      Un abrazo,
      Javier

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  2. Sobre la actitud del Vaticano (Pío XII) ante el nazismo es muy interesante la película Amén, de Costa Gavras, muestra cómo los que podían haber hecho algo, callaron, y los que intentaron hacer algo sin poder, fracasaron; eso es un mensaje terrible aunque no le resta valor a los que lo intentan, ni debería justificar nunca a los que son cómplices con su silencio. En la película la violencia queda implícita, algo muy característico de ese director que ya en aquella otra película sobre el golpe de estado de Pinochet y la “complacencia” de EEUU, evita las escenas de torturas para darle protagonismo al fondo de la cuestión.
    Iba a comentar mi visión sobre la postura de Heidegger pero el comentario anterior me recordó el libro de Cyrulnik, Morirse de vergüenza. El miedo a la mirada del otro, donde habla de la dificultad de Primo Levi para hablar sobre sus vivencias; no comparto su perspectiva en algunos aspectos pero sí creo que es muy importante señalar que habitualmente, ante cualquier experiencia traumática, se estigmatiza a los que la sufrieron, así doblemente dañados.
    Marisa

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    1. Sí. Vi dos veces esa película, "Amén". Impresionante. También "Desaparecido". No había reparado en lo que dices y que me parece muy importante: que la violencia quede implícita; eso, paradójicamente, la revela con mayor fuerza.
      La estigmatización es terrible. Tomo nota de ese libro que indicas.
      Como ves, de Heidegger dije que se dejó querer. Me parece absurdo ir más allá y tratar de incidir en el grado de sintonía que pudiera tener con el régimen. Es muy fácil hacerlo sentado cómodamente ante un ordenador y con tal distancia temporal. Pero habría que estar allí, en su lugar, para saber qué haría uno. Nadie puede hacer biografía - ficción de sí mismo. Y parece más difícil aun entender que otros pueden confundirse por muy lúcidos que sean. A toro pasado, todo parece muy sencillo.
      Muchas gracias, nuevamente, por tus sabias aportaciones.
      Un abrazo,
      Javier

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