sábado, 20 de agosto de 2016

Los nombres de los niños de la guerra




Los hombres de Leónidas lucharon en las Termópilas contra los persas. En condiciones numéricas desiguales, pero militares contra militares. Una decisión de un presidente americano bastó para que, lanzada desde un avión, una bomba atómica destruyera una ciudad. Un civil mata a miles de civiles y le llama guerra.

Los objetivos militares hace tiempo que dejaron de serlo en exclusividad cuando se está en guerra. Se habla de efectos colaterales en el mejor de los casos. Una decisión política, un levantamiento, intereses comerciales, lo que sea, y un foco de destrucción se inicia y retroalimenta. Se mata por el bien de la ciudad, de la raza, de la religión o de Dios mismo (“Deus vult !”, gritaba el papa Urbano II para lanzar la cruzada). Destrucción total, con toda la tecnología disponible al servició de la muerte; ése es el único objetivo práctico.

Según canta un bolero, “dicen que la distancia es el olvido”. Triste realidad. La guerra en Siria o en cualquier otro lugar algo distante del nuestro es de otros y sólo la crudeza de algunas imágenes en los telediarios puede sobresaltarnos un poco antes de las noticias de deportes, del tiempo o de las tribulaciones del corazón de famosos.

El sobresalto, sin  embargo, a veces se hace mayor e incluso “viral”, como se dice ahora de algo que se comunica como una epidemia por las redes sociales. Sucede cuando se ofrece la imagen de un niño muerto, como Aylan, o de un superviviente que lo lleva siendo desde que nació, Omran.

Niños de la guerra, uno muerto, otro bajo sus efectos. La historia se repite; padres que envían a sus hijos al exilio para protegerlos. La vida de los niños siempre fue más valiosa que el corazón desgarrado de los padres que quisieron salvarlos enviándolos de España a Rusia en nuestra guerra civil. Esa separación no cesó de producirse en posteriores conflictos europeos. Persiste en este mundo brutal.

Pero hay algo que va más allá de la propia imagen, terrible, espantosa, de esos niños, y que da cuenta de la conmoción que nos puede producir. Es su nombre. Saber que tienen un nombre, oírlo, supone chocar con la realidad de que no sólo hay cientos o miles de muertos, incluyendo mujeres y niños, una cifra que dice poco, sino que esos muertos, todos ellos, tantos, lo son de uno en uno, con su nombre, sus seres queridos, sus proyectos truncados.

Si Aylan, acariciado como cadáver por un mar mucho más bondadoso que los hombres, suscitó una indignación general, Omran con su mirada nos llena de vergüenza. A todos.

Podría decirse que su situación es mejor, que está vivo a diferencia de Aylan, pero eso es irrelevante ante lo que transmite. Y es que Omrán no es propiamente un niño vivo sino un niño que sólo ha sobrevivido desde que nació, que es algo muy distinto. No es lo mismo vivir que sobrevivir, como sabe cualquier paciente con una enfermedad grave. Y nacer para sobrevivir es muy diferente a hacerlo para vivir.

Alguien le puso ese nombre, expresando así un deseo de vida, una singularidad irrepetible como lo es cada ser humano. Alguien lo habrá querido, abrazado. Es posible que haya habido alguna noche menos bestial en su vida en la que un cuento o una canción facilitara su sueño y sus sueños infantiles.

Ahora se le ve en una imagen que nos interroga aunque él no lo pretenda en absoluto. ¿Por qué exhibir su rostro cuando todos los de niños de nuestro país son velados en los medios de comunicación? Pero, si chocamos con su mirada (me he negado a ver el video), esos ojos sugieren la pregunta ¿Cómo lo permites, tú, que, sin embargo, te permites verme? Y ese “tú” soy yo, somos cada uno de nosotros que, por acción u omisión, dejamos hacer. 

La organización “Médicos del mundo” lo acaba de denunciar en palabras de su presidente: “En las últimas semanas se han sucedido los bombardeos a hospitales en zonas en conflicto, donde son la última y única esperanza para una mínima asistencia médica, con pérdida de vidas y de recursos materiales esenciales. Cada día vemos como se traspasan impunemente todas las líneas rojas. Simplemente, la humanidad no se lo puede permitir”.  


Heidegger no tenía razón cuando dijo que “sólo un dios puede salvarnos”. En absoluto. Somos nosotros los únicos que podemos hacerlo, y nuestra gran culpa colectiva, adánica, reside en consentir tanto mal, en ser tantas veces el mal mismo.

8 comentarios:

  1. Respuestas
    1. Sí. Un horror que puede darse, ya ocurrió, en cualquier lado. La cultura, la civilización, no inmunizan; más bien al contrario, consiguen acrecentar técnicamente el mal.

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  2. Esto (y tantas otras cosas) hace crecer mi respeto a los animales
    Un abrazo, y mis felicitaciones por tu blog

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  3. De las canciones de mi infancia recuerdo especialmente algunas de G Brassens que mi hermano mayor cantaba con la guitarra; me gusta esa filosofía que transmiten, ese gesto profundo y ligero ante la muerte, como El testamento, o ante el tiempo, como Saturno. Y hay una que, sin embargo, tiene un mensaje en un tono mucho más grave y que me entristecía, como al leer esto. (Se titula Plegaria: Por el niño que muere/en brazos de su madre/ mientras los otros juegan/felices en la calle/Por el pájaro herido que no sabe por qué/su ala se abate…)
    Un abrazo

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  4. Muchas gracias, Marisa, por darnos a conocer, a quienes la desconocíamos, esa canción, "Plegaria", cantada por G. Brassens, y por recordarla a quienes ya sabían de ella. Es muy hermosa.
    No sobra el contagio por la tristeza ante el horror, ante lo absurdo. Es preciso para poder hacer algo, aunque sólo sea, a veces, rezar, porque esa canción es, en sentido realista, poético, una auténtica plegaria ya que no pide nada. Se limita a saludar a María, como el "Salve Regina", tal vez con la misma pretensión: atraer su mirada.

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  5. A mí lo que me hizo llorar como una niña de cuatro años es que ese niño de cuatro años no llorara. Jamás oí un silencio más atronador. En mi cómodo mundo libre, un niño de cuatro años llora por cualquier cosa. Como debe ser. Que ese niño creyera, silencioso y serio como un adulto resignado, que "eso" que le estaba pasando es lo "normal", porque nunca vio un mundo sin violencia, era más de lo que pude resistir, y le cedí mi llanto.

    Algún día pagaremos todo esto... Todos. Ya lo estamos pagando.

    Un abrazo, don Javier. Excelente artículo, como siempre.

    .

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  6. Gracias, Ana, por compartir esta manifestación de dolor, ese llanto, común a muchos de nosotros.
    Yo decía en este post que todos somos culpables, pero obviamente no de igual modo. Lo somos como colectivo, como civilización o, quién sabe, quizá como especie.
    A escala individual, la cosa es diferente. Y la pregunta surge: ¿qué puedo yo hacer? Sabemos que hay héroes que tratan de ayudar incluso jugándose la vida y perdiéndola, como el pediatra que murió en el bombardeo de su hospital de Alepo.
    La acción política local no parece relevante. La contribución económica a ONGs siempre será insuficiente o sencillamente inútil ante bloqueos y robos gubernamentales.
    Otros rezan y no parece que sean escuchados. O sí. Marisa nos aportó su reflexión recordando una hermosa plegaria cantada por G. Brassens que, como las mejores oraciones, sólo tratan de recabar la mirada divina, materna, con esperanza indefinida en ella.
    Pero no todos tomamos la decisón heroica y probablemente inútil de ir allá, no todos concebimos una oración que no exija un mínimo de salvación aquí y ahora, en esta tierra inundada de sangre.
    Y por eso, para muchos de nosotros, la respuesta inmediata y la única posible es la que tú has tenido. Sólo podemos llorar y recordarlo; recordar que todo el mal es posible, que no cesa de repetirse, que siempre son los inocentes quienes han de sufrir la estupidez cruel de la repetición perenne.
    Los ojos secos de ese niño hacen que se humedezcan los nuestros. Su mirada nos conmueve hasta el tuétano y revela el horror en estado puro que sólo la bestia humana puede generar.
    Quizá la pregunta que hice esté mal planteada. Quizá la cuestión pertinente sea: ¿Qué haría yo si estuviera allí? Ésta me parece más inquietante.

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