martes, 14 de noviembre de 2017

La popularidad distópica.


Hubo un tiempo en que los vendedores de lo que fuera asumían el lema “el cliente siempre tiene razón”. Algo lejano pero que retorna del peor modo, por dos motivos. Uno deriva de asumir que todo es vendible, desde pares de zapatos hasta la salud y casi uno mismo. Otro descansa en la facilidad de hacer registro contable indeleble de la opinión del cliente universal.

Asistimos a una provisión de servicios que, en tanto no sea posible realizar con máquinas, se efectúa a través de individuos indiferenciados en aspecto, vestimenta y modales, sea en tiendas de ropa, de teléfonos o talleres de mantenimiento de coches. Pero también en los hospitales es frecuente que el protocolo de actuaciones haga intercambiables a los médicos que las prestan.

En una sociedad mercantil impera el criterio de la calidad, pero no ya entendida como un buen hacer, sino como algo reconocible como tal por agentes externos ajenos a lo que juzgan. Los servicios ofertados llevarán un marchamo ISO y se tendrá en cuenta la satisfacción del cliente.

La industrialización progresiva hace que las personas que trabajan en un sector determinado sean fácilmente intercambiables, pues basta con que sigan un protocolo establecido. Ya se pretenden lejanos los tiempos en que se precisaba un mecánico de coches experimentado o un médico con buen “ojo clínico”. Basta con los protocolos, los diagnósticos electrónicos y sustituciones de piezas y la intermediación con el cliente (término que se ha universalizado para englobar incluso a pacientes). De ese modo, dicho cliente, aunque se relacione con personas, lo hace más bien con una empresa en la que tales personas son individuos intercambiables y que será la que requiera de él una encuesta de satisfacción, criterio supremo de la calidad del producto que se compra (sea un teléfono o un trabajo). 

Todo es ya susceptible de comparación por un sistema de votos deificado. Incluso alguien puede “venderse”, como dicen los modernos, en las redes sociales, haciendo que sus selfies u otras ocurrencias colgadas en YouTube alcancen altas cotas de popularidad, lo que los puede convertir en “influencers”.

No es malo poder echar un vistazo a internet y tener en cuenta opiniones de otros a la hora de elegir un hotel o un restaurante. Pero hay algo de perverso en este criterio de pretendida calidad. Es habitual que, tras la reparación de un coche o después de resolver una duda sobre un teléfono, se nos pregunte si estamos poco, mucho o sumamente satisfechos con el servicio. Si nuestra puntuación no es la máxima, y no somos los únicos en mostrarla, las potenciales consecuencias perjudiciales no serán para un proceso a revisar sino para personas concretas que podrán perder su trabajo. Así las cosas, uno pasa de ser sujeto trabajador a individuo obediente de pautas y susceptible de ser examinado por sus sonrisas aun cuando no sea responsable de un trabajo que no sólo depende de él. Las estrellas han pasado de Michelin a todos los sectores del mercado. Y no caben justificaciones tras una caída en el estrellato correspondiente.

Lo humano es considerado como un gran mercado que incluye valores posicionales incluso a la hora de encontrar pareja (las habituales que se dan entre futbolistas y modelos son ejemplares). En ese mercado la singularidad cede ante lo individual que, a su vez, pasa a reificarse. De ese modo, la autenticidad de cada cual tiende a descender progresivamente en aras de una pretendida adaptación social.

Uno de los episodios de la serie “Black Mirror”, “Caída en picado”, mostraba cómo la imagen pública era evaluada constantemente por los demás mediante puntuaciones otorgadas desde sus teléfonos móviles. No estamos lejos de esa distopía.



No hay comentarios:

Publicar un comentario