jueves, 21 de diciembre de 2017

Sobre mi libro “Estética de la Ciencia”

 "Beauty is truth, truth beauty,—that is all
                Ye know on earth, and all ye need to know."
(John Keats)



Hace escasamente un mes autoedité un libro sobre “Estética de la Ciencia”. Utilicé para ello los recursos que brinda Amazon y que parecen excelentes para una tarea así.


Lo presento aquí, en este blog en el que he tenido la agradable experiencia de ser leído y recibir comentarios que me han enriquecido notablemente a mí y a todos los lectores de ellos. 
Vivimos en un mundo electrónico (también de plástico) y la comunicación virtual no sólo es mala al impedir tantas veces que las personas se relacionen; también tiene la virtud de conocer a gente interesante y establecer vínculos de amistad que en la era pre-electrónica eran inviables. Dada la agradable experiencia que he tenido con este vehículo de intercambio de ideas que es el blog, me permito también presentar aquí este segundo libro, ahora que cae la noche más larga del año en este solsticio de invierno.


El libro en cuestión obedece a un resultado inacabado de un proyecto que en su día, hace años, fue ambicioso, pues hablar de la relación entre conocimiento científico y belleza no es tarea que uno pueda abordar con un mínimo de rigor acorde con la amplitud requerida. Pero, a pesar de inacabado y muy probablemente inacabable, creo que consigo, en el que ya considero “librito” por su brevedad, transmitir mi modo de ver la Ciencia.

En síntesis intento mostrar en ese texto aspectos diferentes pero complementarios.  

Pretendo una reflexión sobre la mirada de la Ciencia, lo que nos proporcionan los resultados del método científico, que no sólo suponen, ni mucho menos, un avance epistémico y pragmático, sino que desvelan la belleza de lo que muestran.
A muchos órdenes de magnitud en el espacio y en el tiempo se extiende la perspectiva científica, a la vez que lo hace en el ámbito de lo complejo. La belleza no es algo objetivo, medible, pero sí accesible, como pueda serlo la de una obra de arte, aunque de un modo muy distinto. Es diferente porque los modelos de la Naturaleza que proporciona la Ciencia son necesariamente miméticos y podría decirse que apuntan hacia lo Real, aunque sea inalcanzable. Esa imitación realista se diferencia del arte, que no está constreñido a ella, pero el mundo que muestra la Ciencia es sencillamente asombroso a todos los niveles de contemplación.

La Ciencia muestra formas hermosísimas en el ámbito molecular del que se nutre la vida, pero también en el mundo sintético; rotaxanos, catenanos, nudos borromeos, son ejemplos de auténtica belleza. Se trata de una belleza que va más allá de los sólidos platónicos y que sólo puede imaginarse donde no es obtenible la imagen microscópica ni la de los grandes telescopios, en las ecuaciones ricas en simplicidad, simetría, orden;ecuaciones que facilitan tanto como perturban la imaginación de lo que no es observable.

Pero el propio método científico puede ser valorado a su vez desde el punto de vista estético. Hay experimentos que son elegantes en medio de una maraña de trabajo que puede ser muy burdo. Hasta la propia comunicación que permite la objetividad intersubjetiva de la Ciencia puede o no ser hermosa, algo que se traduce en algunas publicaciones científicas.

Si el mundo físico-químico abiótico es extraordinariamente bello, el mundo de la vida supone el misterio, por más que nos resulte cotidiano.

En este librito dedico también un capítulo al contraste de la mirada científica con la mirada médica, bien distinta. 

Y trato de analizar si propiamente tiene sentido hablar de la belleza del mundo desde la perspectiva científica en el contexto de una adecuación darwiniana, atreviéndome a sugerir un principio antrópico, pero no epistémico, sino estético.

Lo que nos da la Ciencia es una imagen del mundo y de nosotros (en parte; evitemos los abusos cientificistas tan en boga). Una imagen que sólo puede irse construyendo con modelos visuales y con teorías que, en último caso, aspiran a ser formuladas matemáticamente, en una tendencia que hace que algunos científicos se declaren claramente platónicos. Los criterios estéticos influyen fuertemente en esta investigación teórica, principalmente en Física (Dirac fue un buen ejemplo) y en Matemáticas (Hardy decía que no hay lugar para las matemáticas feas).

Finalmente, tras analizar la estética de las teorías científicas, concluyo, sin concluir en realidad, con un breve epílogo en el que rescato al poético François Cheng (“parece como si el Universo esperase al hombre para ser dicho”).

Hay algo que quedará para otra ocasión y es una reflexión sobre la relación entre conocimiento e ignorancia. El conocimiento científico avanza de un modo que algunos califican de exponencial pero, a la vez, parece crecer también la magnitud de lo aun no explorado. El velo de Maya se restaura constantemente. Podría decirse que, en cierto modo, el valor epistémico del conocimiento científico no sólo reside en lo que resuelve sino en la ignorancia que nos hace ver sobre eso que llamamos Real, una ignorancia que apunta a lo bello por descubrir.

También mucho quedaría por abordar en un intento más serio de aproximarse a la Estética de la Ciencia, pero también es bueno que la ignorancia del autor pueda sugerir más de lo que dice.


El libro está disponible en Amazon en dos formatos, electrónico (para Kindle) y convencional (de pastas blandas). 

viernes, 15 de diciembre de 2017

Aceptar la muerte. Asumir la vida.



Corren tiempos inhumanos, o trashumanos si se prefiere, en los que se persiguen las distopías  científicas que varias lumbreras presienten tras esa singularidad tecnológica que pondrá fin a la muerte. 

Se augura así la gran apostasía. Jacques Lacan decía que la muerte pertenece al ámbito de la fe, que hacemos bien en creer que moriremos pues ¿cómo podríamos soportar la vida sin esa creencia? (“La mort… est du domaine de la foi. Vous avez bien raison de croire que vous allez mourir, bien sûr. Ça vous soutient ! Si vous n’y croyez pas, est-ce que vous pourriez supporter la vie que vous avez?”).


Borges describió el horror que supondría la inmortalidad. Sin la fe en la muerte no podríamos realmente vivir. Ser inmortal supondría estar inmortalmente aburrido. La inmortalidad imaginada no alcanzaría, sin embargo, la eternidad, porque ésta implicaría un planeta o, en general, un cosmos de duración infinita y con condiciones para seguir soportando la vida, lo que no es realista.


La eternidad sólo es concebible, aunque inimaginable, fuera del marco espacio-temporal. Las distintas religiones han deliberado sobre esto de modo diverso. Para el cristianismo, la resurrección supone el acceso a la realidad de Dios o, como se decía más antes, a la visión beatífica, algo que parece muy distinto a la inmortalidad concebible.


La vida, la que de verdad nos es accesible, vivible, es la limitada por la muerte.


Efectivamente, es la muerte la que, de hecho, permite la vida. Muchas muertes celulares son precisas para que se forme un embrión. Los órganos de nuestro cuerpo son, en mayor o menor grado, renovados constantemente. Muchos organismos han de morir para alimentar a otros.


Una selección ciega juega el juego de la contingencia; variaciones ambientales operan sobre variaciones vitales, informativas, genéticas, epigenéticas… Azar y necesidad, decía Monod, pero es difícil percibir cualquier signo de determinación por legalidad física que no sea restrictiva, negativa, en el juego de la vida, que es también el de la muerte.


También en el orden cultural la muerte es necesaria. Sin la sucesión de generaciones, la cultura se agotaría, moriría, por falta de creatividad y exceso de aburrimiento, de un aburrimiento que ya no busca su cese sino que se abandona a sí mismo. La tesis transhumanista conduciría, en el caso de que fuera realizable, a un mundo de viejos fosilizados y con un miedo atroz a cualquier contingencia letal ajena a las posibilidades médicas ¿Cómo aceptar la muerte accidental si ya no existe la debida a causas naturales?

Se dice a veces que la Medicina salva vidas, pero en realidad la Medicina sólo puede retrasar muertes, que no es lo mismo, no siendo poco. La Hygeia de Klimt, dando la espalda al río de la vida, que alberga la muerte, rechaza la omnipotencia de los médicos. Vida y muerte, muerte y vida. Inseparables. Pasteur luchó contra la muerte y el libro que dedicó Erik Orsenna a su biografía tiene por título “La vie, la mort, la vie”, sugiriendo una sucesión en la que ni la vida se concibe sin la muerte ni la muerte sin la vida. 


A veces, la creencia lacaniana se sostiene en evidencias, como las muertes de los otros (siempre es otro el que muere). También en intuiciones facilitadas por los ritos de paso, que son de vida porque son de muerte. Ritos de aceptación del recién nacido, de ingreso en la adolescencia, de matrimonio, etc. Algo nace a la vez que algo queda ya desterrado, anulado, muerto, aunque se recuerde. El rito remite a lo sagrado, a ese misterio de relación entre la vida y la muerte inherente a la renovación. El grano de trigo ha de morir.


Se descree de la muerte porque se ve en los otros, pero cuando el otro es próximo, cuando se entra en situación de duelo, la perspectiva de la muerte cambia, adquiriendo un carácter de proximidad que hace resurgir la creencia de que moriremos. Irvin Yalom, que se ve próximo a la muerte (y que no espera ninguna vida más allá, pues se declara ateo), ha hecho de la muerte piedra de toque de la psicoterapia existencialista que lleva ejerciendo muchos años. En ella ha visto cómo muchos casos de duelo no sólo suponen el sufrimiento de pérdida sino que principalmente remiten a esa angustia ante la muerte propia. En uno de sus libros, “Mirar al sol”, recuerda la expresión de La Rochefoucauld, “Le soleil ni la mort se peuvent regarder en face”. También en este libro hay recogida una impresionante expresión de Milan Kundera, “lo que nos aterra de la muerte no es perder el futuro, sino el pasado”


Terror del pasado, de la posibilidad perdida, más que ante la pérdida de la posibilidad. El evangelio de Marcos, el más antiguo, ya lo había advertido en palabras de Jesús, “Pues ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida?” (Mc.8,36), un interrogante que se ha desvirtuado totalmente en el contexto religioso de mirar a la salvación de almas para el cielo, a pesar de la advertencia bíblica en contra (“¿Qué hacéis mirando al cielo?” Hechos 1,11). 


Es sin terror al pasado que grandes hombres como Freud se han acercado también sin temor a la muerte. En una entrevista, finalizaba diciendo que amaba a sus flores: "Flowers,"  he  added  smilingly,  “fortunately  have  neither  character  nor  complexities. I love my flowers. And I am not unhappy – at least not more unhappy than others." 


Pero, si el pasado puede reconocerse como horrible, basta poco tiempo para salvarse, para salvar una vida con lo que quede de ella, porque el milagro de la vida no reside en su duración ni en proporciones de dedicaciones temporales a las distintas tareas y placeres, sino en lo bueno que de ella se obtenga, que a ella se otorgue, en el tiempo de eudaimonía. 


Dickens nos mostró en su cuento de Navidad la posibilidad del gran paso de la conversión radical, esa que Mr. Scrooge realzaba porque “su propio corazón reía y con eso le bastaba”.


Hay un rito de paso que, como los previos, no a todos les es concedido. Se trata de la jubilación, término que parece proceder de "iubilatio", pero en muchos casos la jubilación no resulta especialmente jubilosa y no sólo por darse a una edad en la que se es más propicio a enfermedades ni tampoco por las carencias económicas que pueden acompañarla o por tener que retomar roles pasados como el de actuar como padre de nietos. 


Para quien es posible pararse y mirar, ocurre que el último rito de paso no parece agradable porque muestra un horizonte de muerte. Ante él, hay quien no mira al sol que recordó Yalom y se empeña en seguir una inercia pretendidamente protectora de acumulación de dinero y honores, hay quien opta por neutralizar cualquier preocupación con una ocupación excesiva que no deje tiempo para nada, ni siquiera para pensar. Pero ese horizonte de muerte guarda analogía con los de las muertes rituales biográficas previas, haciendo factible una reconciliación con el pasado y una entrada en la vida que quizá no se produjo antes. Y es que siempre es posible renacer, aunque se sea viejo, algo que Nicodemo no entendía de la enseñanza de ese joven judío que él admiraba y que se llamaba Jesús.

viernes, 8 de diciembre de 2017

CIENCIA. La buena y aburrida repetición frente a la impaciencia del entusiasmo




En 2009 se otorgó el Premio Nobel de Medicina conjuntamente a Elizabeth H. Blackburn, Carol W. Greider y Jack W. Szostak por el "descubrimiento de cómo los cromosomas están protegidos por telómeros y la enzima telomerasa". Esa actividad telomerasa tiene un papel muy relevante en la reproducción celular, estando implicada tanto en procesos de envejecimiento como en el desarrollo del cáncer.  

Un premio Nobel puede permitirse cambiar radicalmente su campo de investigación. Abundan los ejemplos, como Francis Crick o Susumo Tonegawa. Y Jack W. Szostak se centra ahora en estudiar el origen de la vida. Algo tan enigmático ocurrió y no es observable, pero sí es factible realizar experimentos que permitan inferir un modelo plausible de cómo aconteció.  

1953 fue un año importante para la Ciencia (también para mí por una razón personal). Quizá el mayor hito acaecido entonces fue una carta publicada por Nature en la que Watson y Crick mostraban su célebre modelo estructural del ADN. También fue en ese año cuando, en el laboratorio de Urey se realizó un experimento conducido por Stanley Miller y publicado en Science, mostrando que, en condiciones ambientales que pretendían simular la atmósfera primitiva (una mezcla de agua, metano, amoníaco e hidrógeno), por medio de altas temperaturas y campos eléctricos intensos se obtenían moléculas bioquímicamente importantes como los aminoácidos. Ha de tenerse en cuenta que entonces, a pesar de la importancia que cobraba el ADN, había un sentimiento bastante generalizado de que eran las proteínas quienes portaban la información genética, por lo que la aparición abiótica de sus constituyentes, los aminoácidos, facilitaba la perspectiva materialista iniciada por el ruso Oparin sobre el origen de la vida en la Tierra. Otros experimentos posteriores, entre ellos los realizados por el español Joan Oró, revelaron que también podían sintetizarse así, abióticamente, las bases de ácidos nucleicos. 

Si fueron necesarios los experimentos de Pasteur para negar la generación espontánea de vida en su época, y en general, son necesarios otros experimentos que permitan imaginar un modelo de generación espontánea de ella “ab initio”. Y a eso se dedicaron Szostak y su equipo, siguiendo las ideas sostenidas por Miller y las sugerencias realizadas por Carl Woese y, principalmente, Walter Gilbert, de que el material genético primigenio no fue el ADN sino el ARN (se hablaba de un mundo de ARN).  

Szostak y su grupo realizaron en su laboratorio unos experimentos que sugerían la posibilidad de una reproducción molecular basada en el ARN y facilitada por un polipéptido sencillo. Desde ese apoyo experimental, la contemplación del origen de la vida parecía ser factible, aunque hubiera que refinar mucho el modelo, incluyendo el cambio posterior del ARN por ADN como material genético y demás complicaciones que vendrían después. Sus experimentos sostenían un modelo aparentemente aceptable del origen de una autorreplicación asociada a la vida; algo muy relevante que se publicó en Nature Chemistry en 2016; tan relevante que llegó a recogerse en el excelente libro de Mukherjee sobre el gen. 

Pero ocurre que la Ciencia requiere la reproducibilidad, algo que tiende a olvidarse en exceso últimamente. Tras la publicación, una de las integrantes del equipo, Tivoli Olsen, quiso repetir los experimentos (a saber por qué) y se encontró con que los resultados se habían interpretado mal; dicho de otro modo, no había nada de lo que se pretendía haber encontrado. No era fraude sino prisa.

Un entusiasmo inicial nubló la vista e indujo a publicar como relevante un artefacto, con la consiguiente retractación posterior del artículo (“We have been unable to reproduce observations suggesting that arginine-rich peptides allow the non-enzymatic copying of an RNA template in the presence of its complementary strand. We now understand that the data reported in the published article are the result of false positives”)

El chismorreo que abunda en Facebook afecta también a los científicos, incluyendo este tipo de cosas, existiendo al menos una página dedicada a retractaciones científicas; se trata de “Retraction Watch”  Uno de esos cotilleos, el inducido por la retractación de tan célebre artículo, fue divulgado incluso por Nature Briefing.

Ha de reconocérsele a Szostak la honestidad de retractarse de una publicación después de que alguien de su equipo viera las imperfecciones del trabajo. Pero, a pesar de eso, hay una lección importante en este caso, que no es único. Se trata del riesgo de la impaciencia. Si un premio Nobel no es capaz de amortiguar su entusiasmo ante lo aparente, poca paciencia podemos esperar de muchos investigadores que tienen como meta publicar en vez de buscar la verdad.

Estamos ante un caso en que se nos muestra a dónde pueden llevar las prisas y el entusiasmo por ser el primero en publicar un hallazgo especialmente interesante. 

El método científico requiere algo que cada día escasea más, la reproducibilidad, que se logra con la repetición. Es habitual que, en Física de partículas, se dé esa repetición disminuyendo así progresivamente la probabilidad de que algo, una relación entre variables, la aparición de una nueva partícula, etc., pueda deberse al azar. Repeticiones y más repeticiones van conduciendo el valor de esa significación estadística, la célebre “p”, a niveles que pueden llegar a la billonésima. En el campo de la experimentación biológica y médica hay, por el contrario, la tendencia a conformarse con una “p” relativamente bastante alta para concluir sobre una relación entre variables (p < 0.05). 

Otro elemento es importante y es la paciencia. Lo asombroso, aunque se espere, puede apresurar a publicar algo que no llega a ser evidente. En este caso, parece haber sido esa impaciencia la que motivó el innecesario descuido de alguien que había sido galardonado con el premio Nobel, alguien que, por otra parte, no es la primera vez que se retracta de un artículo.

El panorama de la investigación científica tiene algo de inquietante porque no asistimos a la buena repetición, la que soporta una evidencia, sino a la frecuente repetición de lo peor como comportamiento que busca el prestigio antes que la verdad. Es dudoso que sea sólo la honestidad la que ha conducido tantas veces a retractarse de publicaciones que en su día fueron impactantes. Los investigadores no son insensibles a envidias y otras miserias humanas.

Este ejemplo, como tantos otros, incluyendo casos célebres de puro fraude, incitan a reconsiderar la educación de los jóvenes, se dediquen o no a la investigación científica. Se trata de mostrarles la bondad del método científico cuando es claramente respetado. Y se trata de imbuirles de la ética que le es exigible tanto a quien se dedica a la ciencia como a quien la financia, la interpreta y la aplica. 

Mientras se siga alentando la competitividad y el afán de prioridad, crecerá en la misma proporción la ciencia basura. Es muy probable que quien aspire a ser científico logre serlo mucho mejor siendo educado en la lectura de los clásicos que en un laboratorio, aunque ambas actividades sean perfectamente compatibles.