sábado, 31 de marzo de 2018

PSICOANÁLISIS. Sobre el libro "Banalizaciones contemporáneas: lenguaje sufrimiento, enfermedad y muerte".


Lierni Irizar es psicoanalista. Recientemente ha aparecido su nuevo libro, “Banalizaciones contemporáneas: lenguaje, sufrimiento, enfermedad y muerte”.

Se trata de una obra muy recomendable porque incide de un modo lúcido en la banalización de lo humano, en la que corremos el riesgo de instalarnos gracias a una deriva tecno-cientificista que, yendo más allá de legítimos fines epistémico y aplicativo, deviene en promesa salvífica.


¿Por qué alguien escribe un libro como éste? La autora lo indica con meridiana claridad al inicio: “Este libro es mi forma de decir no”. Y, tras la lectura del texto, confirmamos que, efectivamente, eso se ha pretendido y a eso se nos convoca, a decir “no” a una deshumanización, a una enajenación equivalente a un cómodo sueño facilitado por la promesa técnica.


El libro está prologado nada menos que por Gustavo Dessal, psicoanalista y escritor, quien nos introduce sabiamente en lo que supone una obra que, siguiendo a Freud y Lacan, toma en serio la existencia, singularizada y determinada por la vulnerabilidad y la falta.


La autora toma apoyo inicial en la “banalización del mal” planteada por Arendt como discurso lógico. Realza el valor del diálogo socrático pero nos lo muestra insuficiente al no reconocerse en él algo que alcanzará a ser mostrado por Freud, “que el sujeto está dividido, que hay aspectos inconscientes que nos piensan”. Y, de ese modo, la verdad que se puede descubrir en un análisis no es la universal, socrática, sino la particular y subjetiva. 


A partir de ahí, nos introduce muy bien en lo que implica el psicoanálisis, aclarando los términos de imaginario, simbólico y real, para contrastar lo que puede ofrecer esa perspectiva clínica con lo que nos promete la tecno-ciencia, que pretende sustituir las palabras por la imagen, en una  obsesión métrica que aspira a la uniformización, a la integración del diferente, no a su acogida, algo que Lierni muestra claramente con algunos ejemplos de sufrimiento añadido “por el bien del otro”. 


No sorprende que esa obsesión por la imagen haya inducido los dos grandes macro-proyectos de investigación cerebral, el “BRAIN” y el “Human Brain Project”, asumiendo que permitirán sustituir el sacrosanto DSM por algo mucho más alienante, el modelo RDoC, basado en hipotéticos futuros biomarcadores, que permitan encasillarnos y adiestrarnos si se precisa.

El discurso habitual, pragmático, en que nos movemos hoy, surge del modelo capitalista, por lo que no extraña que se reitere hasta la saciedad la perspectiva del sujeto como empresario de sí mismo, como culpable de todo lo que le ocurra (ser despedido, sufrir una enfermedad, no cumplir la obligación felicitaria…). Ya estamos habituados a que nuestros hospitales, que debieran ser reducto de lo más humano, por carencial, se perciban como empresas, regidas por un amo terrible llamado norma. Lo dice “LA  NORMA”, oímos de forma cotidiana, para hablar del bien y del mal, para defender el encorsetamiento del protocolo que no precisa la escucha, para asumir ciegamente lo que digan sociedades autodenominadas científicas aunque desconozcan que es eso a lo que se llama ciencia. 


El ideal es ya algorítmico y, en su nombre, se habla de una "medicina personalizada", "de precisión", que es precisamente la más despersonalizada que imaginarse pueda uno, ya que confunde a los pacientes con sus marcadores, concibiendo una persona como un organismo portador de información genética - neuronal. Se trata de buscar bio-marcadores y de desarrollar “apps” que permitan llegar a prescindir del encuentro clínico, algo que ya está en marcha.


Al trabajar yo en un hospital, recojo algo que me parece especialmente oportuno en el libro de Lierni. Dice que “el hospital es en algún modo una ciudad dentro de otra, un lugar en el que la vida está en suspenso. Es como entrar en otro mundo, otra temporalidad, otro espacio y otro ambiente, otro aire, otra atmósfera”. Hace años se hablaba, de hecho, de “ciudades sanitarias”. El hospital no es muy hospitalario sino paradójicamente inhóspito. 


Oliver Sacks, fallecido hace poco tiempo, es tenido en cuenta en el texto por haber realzado algo tan olvidado hoy como el encuentro clínico, caso por caso, narración a narración. Algo que, no por ignorado, deja de ser fundamental.


Es natural que un libro producido desde la experiencia clínica psicoanalítica cite a grandes psicoanalistas. Pero es bien sabido que la literatura precede al psicoanálisis. Lierni Irízar lo tiene bien en cuenta al contar con Unamuno, Kundera, Mankel, Philip Roth, Saramago, o el gran Zweig entre otros.


El capítulo final, sobre el final mismo, sobre la muerte, nos sitúa brillantemente ante algo que sólo vemos en otros desde nuestra fantasía de inmortalidad, que no soporta el sabernos mortales. Una  fantasía que, gracias al exceso técnico, llega a tornar en delirio transhumanista con aspiración de una extraña y nada deseable inmortalidad. 


La autora, que se ha limitado a citar previamente esos delirios, incluye en su discurso final a un gran historiador de lo que ha sido la muerte en Occidente, Philippe Ariès.


Estamos, pues, ante un texto que merece ser leído y retenido, porque resistirse a la banalización de las grandes carencias, de la gran castración final que la naturaleza nos impone, implica asumir la tragedia, la belleza y la bondad de ser, a pesar de todo, humanos, y aceptar que eso es algo que vale la pena y que supone la necesidad ética de "decir no" a muchas cosas.



viernes, 23 de marzo de 2018

PSICOANÁLISIS. ¿Qué es eso?


“¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé.” San Agustín. "Confesiones".

LA IMPORTANCIA DE REFERIRNOS A ALGO DICIENDO LO QUÉ NO ES. 

 
Parece que todos sabemos lo que es el tiempo, pero no es así en absoluto.


En general, tenemos dificultades con lo que significa ese término, “saber”. 


¿Qué es un electrón? Parece una pregunta sencilla pero la respuesta no parece intuitivamente alcanzable; sólo cabe caracterizarlo por unas cuantas propiedades medibles y predecir su comportamiento en determinadas condiciones. El realismo científico es descartado por muchos investigadores.


Nuestra intuición, nuestro deseo de saber apunta a un Real que se nos escapa por mucho que la Ciencia se le acerque y parezca hacerlo de un modo incluso asintótico. 


Ocurre con los elementos más básicos de la materia. Ocurre también con el intento de definir la vida. Admitimos la isotropía de la legalidad física pero no hay nada similar en el orden biológico. No cabe plantear desde el conocimiento local, planetario, una definición universal de vida que permita reconocerla si es claramente distinta a la terrestre. Podemos acertar mejor al decir lo que no es que si tratamos de lograr un enunciado afirmativo.


Algo cotidiano es la muerte de los otros, algo que también nos acabará llegando. Incluso tenemos problemas con definirla, cuando creíamos que la cosa estaba clara. Un artículo reciente publicado en The New Yorker incidía en zonas grises que pueden darse con el diagnóstico habitual de “muerte cerebral”


Las dificultades del saber se hacen mayores cuando nos aproximamos a lo que nos hace humanos, a lo que podríamos llamar nuestra alma, término desfigurado por connotaciones religiosas. El problema de la consciencia en sentido fuerte, el de la subjetividad, expresado del modo más simple como el problema de los qualia, no parece abordable científicamente y resiste la posibilidad de un sistema de inteligencia artificial consciente de sí mismo. También aquí podemos acudir a la vía negativa; la consciencia no es sólo ver, no es sólo sentir, no es un mero sumatorio de módulos neuronales; no es, no es… Incluso hay quien plantea filosóficamente si la consciencia precisa la materia o, por el contrario, la precede, en lo que parece una exageración del principio antrópico fuerte


Hay un área en la que ya no cabe hablar siquiera de saber o de aspirar a ello mediante la filosofía, sino de creencia, de eso en lo que nos instalamos más o menos. Es el ámbito mítico - religioso. Ateísmo, animismo, politeísmo, monolatría, monoteísmo... y un término, Dios, que no dice mucho. Los mandamientos que Moisés recogió en sus tablas incluyen uno que parece sensato para cualquier debate entre creyentes y ateos: no hablar de Dios. «No tomarás en falso el nombre del Señor tu Dios» (Ex 20, 7). Hablar de Dios es, en cierto modo, negarlo. Sólo cabe la metáfora. Joseph Campbell se refirió a las “máscaras de Dios”. Esa inaccesibilidad al Misterio (que no neutraliza el ateísmo) sostiene en el caso de creyentes una teología apofática, negativa. Dios no es nada imaginable, nada accesible a la racionalidad, a la consciencia, nada que se pueda decir. Para el Maestro Eckhart, Dios y la Nada se confunden. Campbell recoge un proverbio hindú según el que sólo un dios puede adorar a un dios. 


Es desde lo que no es, desde la carencia, que podemos vislumbrar, que podemos apuntar hacia algo del ser de una partícula, de un organismo vivo, de la consciencia o de Dios mismo. Es desde la reflexión sobre la ignorancia que podemos hablar de algo aparente en medio de ella.

EL PSICOANÁLISIS

 
No sabemos por una razón importante; el avance epistémico supone siempre una inmersión en un grado mayor de ignorancia. Y no sabemos especialmente de lo que más próximo nos es, de nosotros mismos. A cada cual le afectan su biología y su biografía, y ésta especialmente de un modo del que no es fácil darse cuenta, de una forma inconsciente.
Freud realzó el valor de esa determinación de lo desconocido y familiar, incluso en el peor de los modos, con la pulsión de muerte. Con él apareció el Psicoanálisis. Y creció, se desarrolló y sigue vigente. 


¿Qué hacer cuando duele el alma, cuando nos traicionamos a nosotros mismos, cuando la pulsión de muerte nos lleva a lo peor? Podemos medicarnos, meditar, hacer yoga, pintar, acudir a un “coach”, rezar, hacer mucho deporte para producir esas endorfinas que dicen que son magníficas… Podemos “caer” (curioso término) en la dependencia del alcohol, de los ansiolíticos, de drogas diversas, de la adicción al trabajo incluso. Y podemos recurrir a un psicoanalista, aunque no sea algo avalado por la Ciencia porque … ¿Qué es un psicoanálisis? No estamos ante algo reproducible, marca esencial del método científico; no podemos hacer uso de la Bioestadística cuando sólo hay relaciones singulares, únicas, de una en una, y compararlo con una intervención farmacológica o cognitivo-conductual. 


Por eso, no sorprende que los círculos “escépticos” (hay mucha “creencia escéptica” también) designen a esta práctica como pseudo-ciencia. Pero que algo no sea ciencia no lo convierte en pseudo-ciencia. La propia Medicina bebe de la Ciencia pero difícilmente se la puede calificar de Ciencia, precisamente por la singularidad de cada encuentro clínico.

A la vez, ocurre que el psicoanálisis es una práctica que, aunque empírica, requiere sostenerse en una teoría. Freud y Lacan son dos claros ejemplos de ese intento por decir lo que parece no decible. Y ese intento lleva a retorcer el lenguaje para tratar de expresarse en el ámbito de lo que lo inconsciente supone, creándose un discurso que puede parecer esotérico o incluso absurdo a quienes nos es ajeno. 


Siempre hay una tendencia humana religiosa y, si el cientificismo es ciencia transformada en religión, también hay psicoanalistas que podrían calificarse de “biblicistas” porque no cesan de citar sin parar a sus grandes referentes facilitando la creación de un hermetismo aparente con reminiscencias de fundamentalismo.

No hay un "manual" de psicoanálisis aunque abunden los textos producidos por grandes psicoanalistas. Pero no estamos ante algo que se pueda “aprender” sólo estudiando, aunque el estudio favorezca entender mejor lo que ocurre en la situación clínica.


¿Qué es el psicoanálisis? Entre los “escépticos” y los “biblicistas” hay un amplio espectro, similar al que se establece entre ateos y creyentes radicales. A fin de cuentas, no hablamos de Matemáticas. Quizá por eso sea conveniente una aproximación apofática, atender a lo que no es para entender lo que es. Por eso recojo aquí un texto publicado por una psicoanalista, Beatriz García Martínez, sobre lo que NO es un psicoanálisis. Creo que desde esa negación, puede enfocarse mejor y entender que un psicoanálisis supone un encuentro clínico singular en el que uno puede aventurarse, arriesgarse, desde una ignorancia que acude a un supuesto saber.

lunes, 19 de marzo de 2018

Stephen Hawking. Cuando lo más oscuro aporta luz.



En mi anterior entrada me refería a la diferencia entre vivir y sobrevivir. Stephen Hawking, con un diagnóstico ya antiguo de ELA y recientemente fallecido, ha sido ejemplo de lo que supone ser un viviente más que un superviviente, aunque a lo largo de su vida haya sobrevivido a diversos episodios que la pusieron en riesgo. 


En su libro autobiográfico “Breve historia de mi vida”, dice algo muy importante, “Cuando uno se enfrenta a la posibilidad de una muerte temprana se da cuenta de que la vida vale la pena y de que quieres hacer muchas cosas”. Ese enfrentamiento puede propiciarlo un diagnóstico, pero parece siempre necesario, aunque no se den circunstancias dramáticas. Saber que la muerte aguarda y que lo hace siempre, colorea la vida, incita a vivirla. 


Vivió muchos más años de los que esperaban quienes lo diagnosticaron, un ejemplo más que pone en tela de juicio el valor de muchos pronósticos médicos, válidos sólo en el orden estadístico. ¿Hasta qué punto influye aceptar un sentido vital? La creatividad amorosa puede infundir vida.
 

Hawking aprovechó la vida que le fue concedida, a pesar de todas sus limitaciones e hizo buen uso de los avances técnicos de su era, como esa silla que otros maldecirían. Se casó dos veces, tuvo tres hijos, viajó, vio. Condenado al silencio tras intervenciones necesarias y casi próximo al terrible síndrome del cautiverio, pudo hablar, dar conferencias y escribir artículos y libros, alguno de los cuales fue un best-seller, mediante un sistema electrónico. Inmóvil, pudo abandonar su silla para disfrutar de un momento de ingravidez. Vivió propiamente más que muchos sanos que "duran" más que él.

Sus colegas estuvieron de acuerdo o no con sus teorías más osadas; no fueron condescendientes sino críticos, pues se relacionaban con alguien vivo, con un físico más y de mente privilegiada. La enfermedad estaba ahí, siempre, pero era ignorada, neutralizada, por la pasión de avanzar en la teoría científica.


Criticable y criticado, valioso y valorado, probablemente vanidoso, vivió y dejó la huella de su saber sobre la física de los agujeros negros y del universo en su conjunto, facilitando la visión que tenemos ahora. Grande con otros muchos (y también gracias a otros que le precedieron), se movió en el campo teórico, el que facilita el avance pero necesita tiempo de comprobación de predicciones, sin la cual no es alcanzable un premio Nobel. Pero no le faltaron reconocimientos y no fue menor el haber sido designado para ocupar la cátedra desde la que enseñó el mismísimo Newton (el mejor científico de la Historia según Asimov).


Su figura se hizo popular por esa mezcla de mente brillante en un cuerpo llevado al extremo de la fragilidad. Otros físicos brillantes (Witten, Penrose…) son mucho menos conocidos por el gran público pero eso no merma un ápice el extraordinario valor de Hawking por dar a conocer su pensamiento sobre la realidad, aunque hacer divulgación sobre ello resulte muy difícil.


Fue científico teórico. Siempre abundarán los ignorantes y los pragmáticos que se pregunten "para qué sirve" lo que hizo, como si ayudar a situarnos en el cosmos, facilitando que entendamos mejor nuestros orígenes, fuera poca cosa.
 

Y fue humano, nacido y criado en un contexto particular, como cada cual, y con sus creencias y la renuncia a ellas si alguna vez las tuvo cuando leía relatos bíblicos. Desafió la gran pregunta sobre el Ser con una respuesta cientificista, haciendo de la Física razón necesaria y suficiente para explicar lo Real, algo claramente discutible. Se declaró ateo y eso no es consecuencia directa del saber de la Física. De un modo similar, Francis Collins tampoco podría justificar su creencia en Dios desde la Biología, aunque lo haya intentado. Uno cree o no cree desde su biografía misma y, en ella, la Ciencia puede facilitar en algunos casos una opción, pero que es siempre personal y no pocas veces decidida por motivaciones inconscientes. Ser un gran científico no inmuniza de los elementos de irracionalidad que contribuyen a instalarnos en creencias diversas. 

Hawking fue consecuente con su ateísmo, como también lo hicieron antes Sagan y Asimov. No tembló ante la enfermedad ni la muerte. No cambió su actitud. Fue coherente. Muchos creyentes cristianos no conciben esa postura y, de hecho, estos días apareció una columna en un diario español (no recogeré el enlace por parecerme un texto deleznable) cuyo firmante atacaba el ateísmo de Hawking desde un pretendido argumento filosófico. Es cierto que Hawking fue un científico y su filosofía parece ausente o muy simple en contraste con su conocimiento científico, pero su opción atea es respetable y entristece verla atacada desde un aparente odio y con unos argumentos que tienen muy poco de filosóficos y mucho de catecismo tridentino. La propia Iglesia ha evolucionado desde Trento y especialmente desde el Concilio Vaticano II. Hawking fue miembro de la Pontificia Academia de las Ciencias. El papa Pablo VI le otorgó la medalla Pío IX por su trabajo científico. Fue recibido por otros tres papas, Francisco entre ellos. Pero es sabido que abundan los cristianos que son más papistas que cualquier papa y que parecen pretender ser más cristianos que el propio Cristo.


Con Hawking se va un gran científico, y en este caso, lo más negro concebible (los agujeros negros, aunque él sostuvo que no lo son tanto) proporciona luz sobre nuestro universo.


Y se va también con él un ejemplo de superación ante el que palidecen tantas preocupaciones vulgares propias de una hipocondrización generalizada. 


Él supo lo que quería hacer con su vida y lo logró a pesar de los pesares. Tal vez eso sea lo único importante, tratar de responder la pregunta ¿qué quieres?, algo que se aparta de las preguntas kantianas, algo que puede suponer una conversión en el sentido más riguroso y ajeno a creencias, aunque éstas sean importantes y vengan después o sean desterradas por la respuesta que cada uno intenta darse.




martes, 13 de marzo de 2018

MEDICINA. Vida y supervivencias.



Todos tenemos una concepción intuitiva de lo que supone estar vivos, pero, en cuanto tratamos de analizarlo, las cosas se complican; basta con echar una mirada a la Historia de la Filosofía y complementarla con la perspectiva de la Biología para reconocer que no es sencillo ni de aplicación universal decir qué entendemos por vivir. A la vez, la Historia muestra que a lo largo del tiempo las formas y duraciones de vida han sido muy diferentes y, desde esa perspectiva, podemos considerarnos en general bastante afortunados por vivir ahora y no, por ejemplo, en la Edad Media.

Parece que se vive más propiamente cuanto menos se piensa en ello, algo que asociamos fácilmente a la juventud y quizá por eso se la añore, aun cuando el hecho de ser joven pueda ir acompañado de serios problemas existenciales. Desde esa perspectiva nostálgica podría llegarse a la exageración pensando inútilmente en la vida de los bebés e incluso la de los fetos flotando en su mar amniótico. Parece que el gran humorista Quino imaginó la bondad de vivir al revés, empezando como viejos en un asilo y acabando en un orgasmo "después" de la fecundación.

En cierto modo, la vida supone la inconsciencia y, por eso, el hecho de hablar, de reflexionar, nos aleja de la vida más propia por no pensada, la animal, en la que estamos enraizados a pesar de la cultura que el lenguaje permite.

El hecho de vivir propiamente nos hace ignorar la multitud de contingencias que pueden afectarnos. En condiciones normales (si de algo así puede hablarse) nos consideramos vivientes, pero hay un término que se relaciona con la vida de un modo muy variable, la supervivencia.
 
Vivir es y no es sobrevivir. El once de marzo de 2004 ocurrió un brutal atentado masivo en nuestro país, cuya consecuencia fueron casi doscientos muertos y dos mil heridos. En casos así, a los afectados que siguen viviendo se les llama supervivientes. Algo inesperado, que no debiera haber ocurrido, sucede y se lleva por delante la vida de otros (hay quien tiene sentimientos de culpa por sobrevivir). Las consecuencias son tan variables como las personas afectadas, a pesar de lo cual en casos así siempre hay una legión de psicólogos enfocada a evitar los efectos de algo que se considera universalmente traumático.


Se sobrevive o no en general a situaciones que se dan en un brevísimo intervalo de tiempo: un atentado, una caída, un accidente de circulación, un terremoto, un tsunami... Siempre situaciones caracterizadas por su carácter de contingencia impredecible.


Pero ocurre que la contingencia se asocia también a la enfermedad (se habla, por ejemplo, de “accidente cerebrovascular”, un accidente de circulación pero en el propio organismo) y, quizá por eso, el término “supervivencia” invade la bibliografía médica, especialmente la referida al cáncer. Tras una apendicitis resuelta quirúrgicamente, uno sigue viviendo, pero, tras un diagnóstico de cáncer, se aspira a sobrevivir, que es algo diferente. En este caso, el acontecimiento traumático es también breve en el tiempo, se da con el diagnóstico y quizá alguna explicación complementaria sobre lo que implica. 
 

Tal vez la única posibilidad de lucha personal contra el cáncer, de la que tanto se habla que llega casi a responsabilizarse al paciente de lo que le suceda, resida en elegir (si fuera posible tal cosa) entre el papel de viviente o el de superviviente. Uno puede seguir propiamente vivo a pesar de haber recibido un diagnóstico infausto, o pasar a concebirse como candidato a una supervivencia que se le confirmaría tras un período de años, durante los que tratamientos y controles harían su función. 
 

Es bueno tener datos numéricos informativos. En ese sentido, las medidas de centralización son útiles y así será mejor un citostático que otro si permite obtener una mediana de supervivencia mayor. Pero la mediana sólo nos proporciona un valor posicional representativo, el cincuenta por ciento de los pacientes morirán antes de ese tiempo y los demás después. El abuso de la estadística facilita el olvido de lo singular, que influye fuertemente en medidas de dispersión mucho menos consideradas. 

De ser una herramienta de gran interés, la Bioestadística se ha convertido en muchas ocasiones en la perversión de la mirada médica pretendidamente científica. Por eso, resulta muy interesante leer una breve reflexión del gran paleontólogo Stephen Gould sobre las limitaciones de una información estadística referida al caso singular. Se trata de “The median isn't the message”. Habiéndosele diagnosticado un mesotelioma, supo que la mediana de la supervivencia era de tan solo ocho meses. Pero Gould se fijó en la dispersión de la distribución estadística, que mostraba un sesgo llamativo hacia la derecha, de mucha mayor extensión temporal que el izquierdo. Prevalecía así ante su mirada la variación frente a la tendencia central. La perspectiva del conjunto, en vez de la fijación exclusiva en un valor representativo, le facilitó a Gould, poseedor de una “personalidad sanguínea”, que reforzase su visión optimista. No es descartable que esa actitud favoreciera que siguiera vivo y activo veinte años más tras su diagnóstico. Los mecanismos psiconeuroinmunológicos hacen milagros. Finalmente, otro tipo de cáncer acabó con su vida, pero ya fue mucho más tarde, tras completar su obra magna “The Structure of Evolutionary Theory”


Es obvio que uno no puede elegir su forma de ser y pasar de la noche a la mañana a hacerse optimista, especialmente cuando las cosas se ven negras; a muchas personas un diagnóstico como el que recibió Gould los hundiría en depresión. La creencia tampoco facilita o perturba las cosas. Gould era agnóstico. 
 
Pero, sea como sea, en Medicina no hay leyes, sólo un determinismo restrictivo impuesto por la legalidad física. La estadística es informativa, tiene una utilidad metodológica evidente, y la epidemiología tiene una gran importancia, pero el sujeto enfermo siempre es único. Por ello, sería bueno concebir la Medicina de otro modo al que lleva siendo habitual en los últimos años. Sería deseable que la mirada se dirigiera a facilitar el hecho de vivir más que a obsesionarse por el sobrevivir. 

Aunque no sean incompatibles ni mucho menos, no es lo mismo vivir que durar. Las actuaciones diagnósticas y terapéuticas no tienen por qué cambiar, sólo el modo de concebir la vida misma y facilitar su entendimiento por el paciente. No importa tanto el tiempo que se viva sino cómo se viva. A fin de cuentas, ya nos dijo Cicerón que “lo que se siente después de la muerte o ha de desearse o no es nada”. Antes de que llegue, parece mejor aprovechar la vida (a pesar de los peores avatares de una seria enfermedad) que aspirar a la supervivencia, algo que, sin embargo, no dejará de resultar difícil.

Hay, lamentablemente, otros modos de supervivencia en los que uno mismo tiene pocas posibilidades de llamarles de otra forma. Son los debidos a condiciones socioeconómicas injustas, inhumanas muchas veces, en las que el progreso general queda al margen, queda para otros. Se trata de todos los que pueden identificar sobrevivir con malvivir, de  quienes perciben pensiones miserables, de quienes tienen la responsabilidad del cuidado de crónicos, de tantos y tantos para quienes la muerte ciceroniana parece definitivamente deseable.

viernes, 2 de marzo de 2018

ANTIDEPRESIVOS. Los grandes números frente al dolor subjetivo.



“Pero el dolor mayor es ese dolor árido y agudo que aparece después de que todas las lágrimas se han consumido, el dolor que cierra todos los espacios que permiten el acceso al mundo y viceversa. Así es como se presenta la depresión severa”. 
(Andrew Solomon. “El demonio de la depresión. Un atlas de la enfermedad”).

Describir a posteriori lo que a uno le sucedió cuando estuvo en depresión parece un intento catártico y, a la vez, puede ser muy ilustrativo para quien no sabe lo que eso supone. Lo fenomenológico ha impregnado la Psiquiatría desde hace años y siempre precede a cualquier intento de explicación. Solomon ha escrito un extenso libro en el que, sin pudor, ha revelado todos los intentos terapéuticos, farmacológicos o alternativos, todos los estigmas y fracasos vitales que la depresión mayor puede suponer.

A veces, de un modo que parece asombroso, del pozo más oscuro uno no se conforma con salir a la superficie en la curación, y “gracias” a los medicamentos que de allí lo sacaron, va más allá, a las nubes de irrealidad que conforman la manía o la hipomanía, percibiendo que ha sido elegido por los dioses, tocado por el fuego divino, creativo, omnipotente. “Touched with Fire” es el célebre libro de una paciente que se hizo psiquiatra, Kay Redfield Jamison. A veces también, las fuerzas que se empiezan a recobrar en un tratamiento antidepresivo resultan fatales cuando propician el suicidio.

Los colores de la vida desaparecen en la depresión; sólo hay tinieblas, sólo el color asociado a la muerte, al luto, el negro. Luto por uno mismo. Churchill se refería a su “perro negro” cuando atravesaba episodios depresivos. Otros lo hicieron antes. En el contexto de la vieja medicina humoral, la depresión, la de verdad, era melancolía, μελαγχολία, bilis negra.

No hay nada que decir, no hay nada que hacer, nada que escuchar. Ni siquiera hay llanto. El tiempo se detiene, pero no para vivir el presente, sino para instalarse en una muerte en vida que no contempla pasados mejores ni percibe esperanzas futuras.

En 1956, Nathan Kline trató a pacientes deprimidos con iproniazida, un medicamento que parecía producir euforia en algunos enfermos con tuberculosis, para la que estaba indicado. Era lo que ahora se llama un IMAO. Un año antes, Roland Kuhn probó un medicamento proporcionado por Geigy y relacionado molecularmente con la clorpromazina, que había revolucionado el tratamiento de la esquizofrenia. Kuhn observó que tenía efectos antidepresivos; era la imipramina, el primer tricíclico. Después vinieron las importantes investigaciones de Julius Axelrod, y la farmacología sustentó, y parece seguir haciéndolo hasta el exceso, la hipótesis amínica de la depresión, llegándose al extremo de confundir lo anímico con lo amínico.

Al menos, algo había más allá que esperar o usar electroshocks. Unos medicamentos podían facilitar la salida del pozo de la depresión. Los efectos secundarios eran notables, especialmente con los IMAO, y había que esperar un tiempo de bastantes días para notar algún efecto terapéutico, cuando se notaba. Pero había al menos una posibilidad farmacológica de luchar contra ese “perro negro”. 


Esos medicamentos y muchos más que se fueron obteniendo después se llamaron y se siguen llamando antidepresivos. No siempre resultaban eficaces y tenían frecuentes efectos secundarios que hacían que muchos pacientes los abandonaran, pero, de repente, surgió un aparente milagro; apareció el Prozac, la fluoxetina y, a partir de él, un montón de antidepresivos más que eran mucho mejor tolerados. El Prozac inundó el mercado y hubo quien le llamó la “píldora de la felicidad”.

Al final, no fue tan maravilloso en su eficacia pero, en un primer mundo difícil (el tercero no está para muchas depresiones), el mercado de los antidepresivos de nueva generación creció prodigiosamente.

¿Cómo evaluar la eficacia de un antidepresivo? Parecería que la respuesta es similar a la que se da en otros campos de la Farmacología: realizar un ensayo clínico doble ciego, en el que se contrasta si un medicamento es superior a un placebo. Pero, en el caso de la depresión, como en el del dolor, hay un problema añadido y es que, a diferencia de un parámetro bioquímico, como la glucemia, o biofísico, como la tensión arterial, la depresión no es cuantificable. El punto final es necesariamente cualitativo; alguien mejora algo, poco, mucho, gana o pierde peso, se expresa o no... Ha de recurrirse a escalas ordinales, como la de Hamilton. Claro que no es lo mismo una puntuación ordinal que resume manifestaciones muy diferentes de un cuadro clínico, que una medida cuantitativa. A la vez, como en cualquier ensayo clínico, el tamaño muestral suele ser escaso, porque el número de pacientes con el que efectuarlo lo es al requerir cierto grado de homogeneidad. Otro elemento de interferencia, que no se da en el caso del dolor, es el prolongado tiempo de respuesta que precisa la acción de un antidepresivo, cuando ocurre, y que varía individualmente. Y, por si fuera poco, uno no es deprimido como se es diabético. No se es deprimido, se está deprimido, que es distinto porque la depresión suele acabar cediendo tarde o temprano en muchos casos por sí sola, aunque lleve tiempo. Finalmente, la significación estadística que arroja un ensayo clínico con resultado positivo sólo sirve si se acompaña también de una significación clínica, algo que no suele ser muy claro con los antidepresivos.

No sorprende, por todo ello, que los ensayos clínicos con antidepresivos arrojen entre sí resultados dispares. En realidad, no sólo ocurre con estos fármacos; las divergencias entre publicaciones son frecuentes. Eso ha inducido desde hace años a un trabajo de revisiones sistemáticas y a un análisis conjunto de múltiples ensayos, lo que se conoce como meta-análisis. En febrero de 2008, la revista PLOS Medicine publicó un meta-análisis  de 47 ensayos clínicos sometidos a la FDA para la aprobación de cuatro antidepresivos de nueva generación, fluoxetina, venlafaxina, nefazodona y paroxetina. Los resultados mostraron que prácticamente sólo hubo “una pequeña y clínicamente insignificante diferencia” entre fármacos y placebo en pacientes con depresión muy severa, atribuyéndose tal diferencia en estos casos a una respuesta disminuida al placebo más que una mejor respuesta al antidepresivo.

Frente a cierta idea de que los antidepresivos no valen para nada, sostenida en meta-análisis como el anterior, los medios de comunicación se hacían eco estos días de un gran meta-análisis que concluía que “los antidepresivos funcionan”. Dicho estudio se publicó en la prestigiosa revista The Lancet.  En él se evaluaron 21 antidepresivos mediante revisiones sistemáticas y meta-análisis en red. Los autores utilizaron 522 ensayos clínicos realizados entre 1979 y 2016, comprendiendo 116,477 participantes (29.425 de ellos tratados con placebo). Evaluaron tanto la eficacia como la tolerancia al tratamiento. En términos de eficacia, todos los antidepresivos fueron superiores al placebo, con “odds ratios” comprendidas entre 2,13 (amitriptilina) y 1.37 (reboxetina).

¿Qué podemos concluir? Los propios autores de este último estudio señalan la necesidad de tomar con precaución los resultados, dada la corta duración de los ensayos usados, y recalcan el hecho obvio de que se han fijado sólo en efectos de conjunto sin detenerse en variables clínicas y demográficas de potencial influencia en los resultados.

Hay además algo en lo que conviene fijarse. Estamos ante una forma relativamente novedosa de meta-análisis; lo es en red, implicando comparaciones tanto directas como indirectas y siendo controvertido su uso a la hora de tomar decisiones clínicas.

Sintetizando lo anterior, podemos concluir que los antidepresivos son más adecuados que el placebo para el tratamiento de la depresión, desde una perspectiva estadística, siendo la superioridad clínica relativamente escasa.

Un cientificismo creciente está optando en los últimos años por enfoques “Big Data”, entre los que podría incluirse el meta-análisis en red. Se trata de análisis de “fuerza bruta” que implican necesariamente convertir al sujeto en individuo muestral, algo muy útil en el ámbito de la epidemiología pero que puede ser muy negativo si se aplica a la mirada singular. Tal opción puede responder a preguntas muy simples pero de consecuencias poco eficaces. Los antidepresivos llevan ya usándose muchos años y no parece necesario reforzar con análisis masivos lo que los clínicos saben por su propia experiencia. Por otro lado, es dudosa la bondad de mezclar ensayos heterogéneos en multitud de variables, como todas las que pueden influir en la depresión (biológicas y biográficas) para responder a una pregunta dicotómica que tiene poco sentido al unificar un grupo heterogéneo de fármacos.

Un estudio como el recogido en The Lancet refuerza lo que suponíamos, que los antidepresivos pueden mejorar a un porcentaje de pacientes, pero poco más puede concluirse de comparaciones indirectas entre los distintos antidepresivos.

Un buen ensayo clínico puede ser más informativo que cualquier meta-análisis si éste no tiene en cuenta todos los factores que influyen en la multitud de ensayos analizados. ¿Habrá un retorno a la amitriptilina a raíz de este estudio, por su comparativa mayor eficacia o, por el contrario, reinará la fluoxetina por su mejor tolerancia?

Es sólo en el ámbito de la relación clínica en el que pueden utilizarse con mejor o peor acierto uno o varios fármacos antidepresivos, cuyo mecanismo de acción dista, por cierto, de ser claramente conocido, y cuya respuesta depende de aspectos singulares. Es en la clínica cuando los grandes números, que tanto fascinan ahora, caen ante el saber teórico y empírico del médico en su encuentro con el dolor subjetivo, algo que nunca llega a ser propiamente medible por muchas escalas que se usen.

La fascinación por los grandes números, por las aproximaciones “Big Data”, y la difusión en grandes titulares de prensa de resultados simplistas, conducen, si decae el sentido común, a una robotización del ser humano en esta nueva oleada neomecanicista a la que asistimos.