viernes, 24 de agosto de 2018

MEDICINA. Acompañar en el hospital.





Hay términos que no parecen precisar definición. El Diccionario de la RAE recoge ocho acepciones, nada menos, para "acompañar". Y hay dos que parecen relevantes: "Estar o ir en compañía de una u otras personas" y Participar en los sentimientos de alguien”.


Si buscamos el término “compañía”, acabamos en una circularidad. No está claro (en realidad, no puede estarlo) qué significa acompañar cuando nos referimos a la enfermedad. En tal caso, la compañía no es propiamente activa; sólo hay pasividad, un pathos que se asocia al sufrimiento de otro y que supone una expresión de un hacer lo que se pueda, aunque no se pueda hacer nada más que estar ahí, cerca, incluso callado.


En el acompañamiento, ser se identifica con estar. No se trata de ser, sino de estar, aunque esto dependa de cómo uno es. Se trata de estar próximo, al lado, como intermediario, de “cuerpo presente” podría decirse, de un cuerpo vivo que atiende a las señales de otro cuerpo debilitado por su situación clínica.


Un hospital es un lugar en el que se da una extraña mezcla de compañías que, curiosamente, comparten algo, la mirada al cuerpo de otro. El médico responsable del paciente mira un cuerpo sometido a un tiempo distinto, el de la enfermedad, modificable muchas veces por un tratamiento farmacológico o quirúrgico. Atiende a su semiología manifiesta y también a la oculta (imágenes, analíticas...). En eso se confía. El personal de enfermería detalla las “constantes”, término curioso para aludir a variables medibles, y proporciona esas analgesias tan importantes como tantos otros cuidados. El término “auxiliar” designa a personas cuya función (ayuda al aseo, limpieza de habitaciones, atención a llamadas, etc.) es mucho más importante de lo que parece dar a entender. 


Y, en medio de esas compañías profesionales y en el contexto de un horario extraño de comidas y medidas, es factible la compañía de la persona por familiares y amigos. Se le preguntará cómo está, qué dicen los médicos, se le ayudará a animarse… Y a veces, uno de esos acompañantes es médico y tendrá una disociación de mirada, una caída en un dualismo por el que, por un lado, atiende al alma del paciente intentando apoyarla, “animarla” (¿cómo animar el anima, el alma?), y por otro observa el cuerpo como seno de una semiología rica en alarmas, que pueden producirse en cualquier momento, del peor modo. 


Cuando el médico se hace acompañante, no puede ser médico, pero tampoco dejar de serlo, entrando en una situación complicada, extraña. La deseable tendencia a “descansar” en la adecuada atención clínica de otros no excluirá esa pasión impaciente por saber lo que se desea, por asegurarse de que las cosas irán bien, de que el cuerpo enfermo dejará de serlo, de que lo que se imagina improbable y terrible acabará cediendo a lo probable y llevadero. El pensamiento mágico temeroso ignora al reverendo Bayes.


La vida lo irá determinando en cada caso, pero todo médico joven debiera saber de las bondades y maldades de la necesaria compañía. Todo médico joven debiera saber lo que supone acabar siendo reducido, aunque sea por poco tiempo, a cuerpo enfermo. Es más, quizá fuera conveniente una estancia hospitalaria para quien, por sus buenas notas, cree tener vocación por la Medicina. Muchos serían disuadidos de iniciar sus estudios. En la película “The Doctor”, se jugaba con esta inversión de papeles. Es discutible que sirva en realidad para poco más que para percibir las cosas de otro modo y con una inmunidad lúdica.


Nunca se acompaña sólo a un paciente. Se está, porque acompañar es estar, con otros, el compañero de habitación, pacientes que acuden a espacios comunes (cada vez más raros), espacios que pueden tener una vista magnífica y, a la vez, carcelaria, con ventanas bloqueadas para evitar suicidios, algo que siempre puede ocurrir en un hospital. Y se está así en presencia de otras realidades que se suponían, pero no se sabían; la insuficiencia funcional de alguien, la soledad de otro, tristezas, tragedias, esperas desesperadas y esperas resignadas que quizá sean peores. A veces, algunas notas de humor.


¿Quién es médico en un hospital? En general, alguien que lleva una bata y que, con frecuencia, la adorna con un fonendoscopio muchas veces inútil. Desde ese rol aparente puede acoger y quizá sostener esperanzas de otros que hasta hace poco fueron desconocidos, de otros que no son ni serán sus pacientes pero que también están ahí. El rol permanece, aunque la posición sea otra.


Se ve al otro en su indefensión. Un otro callado, quizá temeroso, a veces querulante. Todo lo bueno y lo malo de cada cual aflora en la enfermedad. Habrá quien vea como una bendición del cielo ser atendido por otros, a la vez que persistirán casos de familias de visión onfalocéntrica que creen que su paciente es el único importante para todo el mundo hospitalario, para todo el mundo en general, y que para eso le pagan a todo ese mundo, para atender hasta los últimos caprichos de un imbécil, porque se puede estar enfermo y seguir siendo imbécil.


Acompañar excita, atemoriza y agota, pero es tan necesario como la medicación. Ya hay felices intentos de facilitar el acompañamiento en lugares como las UCIs. Sigue habiendo serias carencias de apoyar a cuidadores en el caso de enfermedades crónicas, de esas en las que se asume tan falsamente que el paciente donde mejor está es en su casa, aun cuando en ella esté en realidad mucho peor en las necesidades asistenciales básicas, algunas tan esenciales como apaciguar la sed cuando se han olvidado hasta los reflejos que permiten beber.


La compañía supone asumir el temor ante la pérdida de quien se acompaña y, a la vez, aunque en mucho menor grado, ante la pérdida de sí, de uno mismo. La muerte se muestra también en bellos paisajes visibles desde una habitación o una sala de hospital. Se percibe como el gran contrapunto de la vida. Universal, siempre al acecho.


No se saldrá del hospital más reforzado, sólo un poco más sabio porque se saldrá más humilde. Y, sobre todo, más agradecido a tantos que todos los días dedican su trabajo a una tarea que, por profesionalizada, se llega a hacer ingrata, considerándose erróneamente obligación lo que no podría acontecer sin una mínima dosis de amor.


En nuestro país somos afortunados por disponer de un sistema público sanitario en el que abunda gente excelente, cuidadosa, amorosa. Bien podría decirse que no sabemos lo que tenemos, por más deficiencias que el sistema pueda sufrir por parte de gestores iluminados o vaivenes políticos.




viernes, 17 de agosto de 2018

El santo abandono





"Y hallaréis descanso para vuestras almas" Mt.11,29.



“Oculto en el corazón de las cosas, Tú haces nacer los brotes de las semillas, las flores de las yemas, y los frutos maduros de las flores”. Tagore



“Mon Père, Je m'abandonne à toi, fais de moi ce qu'il te plaira”. Charles de Foucauld.



El Gran Misterio atrae la mirada y suscita el deseo inefable. 

Subyacente al hermano sol, a la hermana luna, a la madre tierra, lo Innombrable puede mostrarse en la belleza y en el desamparo.


La dignidad de la posición atea, la repetición hesicasta, el silencio budista, el animismo inicial, la pluralidad hinduista, la admiración perenne, la cristalización mítica en sus variedades y sabiduría, la aspiración mística, todo esfuerzo humano por saber-se, por saber ser, remiten a lo esencial, al Ser en que nos nutrimos, movemos y existimos.


La Historia ha recorrido todas las miradas posibles, todas las ignorancias y alabanzas a lo misterioso constituyente, todo el amor y toda la maldad que son inherentes a un amplio abanico de creencias.


Un axis mundi parece orientarnos indicándonos que lo único que podemos saber remite a la distancia, a la carencia, a la falta, al gran estupor que nos inunda. El saber revela paradójicamente su ausencia. A medida que avanzamos, más ignorancia vamos contemplando, mayor se hace la sombra. Lo Real se aleja cuando nos aproximamos a la pretensión de comprenderlo. 


El galope de los caballos canta a la vida como lo hacen la elegancia del cisne, la carrera del guepardo, la lentitud de un caracol o la majestuosa presencia del roble. Plantas que albergan el rocío, humildes lagartos de paisajes desérticos… Todas las criaturas remiten al franciscano “laudato si”. Sin hablar, sólo viviendo. Todas. Todo el tiempo. Antes, ahora y después. Bacterias, trilobites, anfibios, avispas y enredaderas, hermosas flores y virus letales. En su aparente integración en el agua de mar, veloces, los delfines parecen mostrar una sonrisa, la de la vida, una sonrisa infantil, inocente, que nos evoca el juego alegre, esencial, del río vital que precisa la muerte. Con su pintura, Franz Marc evocó en su breve vida esa inocencia animal, inmortalizándola.


El rugido del león nos estremece como la agridulce música del violín. Una gaviota planea, un gorrión roba una miga de pan, una flor dura un día y, a la vez, permanece así un instante eterno, desde siempre y para siempre. No hay tiempos para lo eterno. 


El mar sugiere el viaje cuyo destino se hace irrelevante. Nos lo recordó Kavafis en un bello poema en el que Ítaca es sólo una referencia que nos atrae, pero, al final, no será eso lo importante; sólo el viaje y el modo en que recibamos sus contingencias.


Los fotones solares excitan electrones en los cloroplastos y las reducciones de síntesis molecular prosiguen a esa carrera. También sucederá, de otro modo, con los electrones que fluyen en las mitocondrias. En construcción incesante y mediante la destrucción de parciales complejidades surge el bello orden que respeta necesariamente la segunda ley y sostiene la vida. Flujos electrónicos nos mueven y conmueven y apuntan a la pregunta esencial ¿Somos eso?, ¿Todo eso? ¿Sólo eso? Y ocurre que sí y mucho más, porque podemos darnos cuenta del mundo y de nosotros. Tanta belleza no es en vano. El caos y el cosmos se entrelazan amorosamente. Como sugería François Cheng, podemos hacer que el mundo sea dicho por nosotros. Nada menos. Podemos hablar, ser vehículo de la palabra del Universo. 


Más fuerte que la muerte es el amor. Más fuerte que la muerte es la vida. Desde tal asunción cabe la posibilidad del abandono en el Ser, el duro, difícilísimo y santo abandono, cuando la fragilidad se muestra, cuando el cansancio nos inunda. Somos como los gorriones y las flores campestres. A veces no nos lo creemos, pero, sin un cuidado esencial, amoroso, misterioso, del Ser, no existiríamos. 


El abandono, la buena rendición a lo Real cuando no hay otra posibilidad, apacigua el alma.