viernes, 28 de septiembre de 2018

La música del Cosmos




Vivimos en el enigma, el de todos, el de cada uno, que la Ciencia no resolverá, porque sólo podrá describirlo y establecer relaciones causales incompletas. La Ciencia no nos dirá propiamente nada sobre el “qué” esencial.

Con cierta frecuencia surge la pregunta ya clásica de por qué hay algo y no más bien nada. Hay quien remite la respuesta a Dios; hay quien la resuelve en ecuaciones. Sea como sea, en ambos casos se viene a decir lo que está escrito en el evangelio de San Juan, “En el principio existía la Palabra” (Jn.1,1). Como soplo divino o como expresión matemática de la legalidad física, el Logos será percibido a través del Mito, por más que se insista en la posibilidad contraria. 

Hay otra pregunta, ¿Qué? ¿Qué es? ¿Qué soy? Puede surgir cuando menos se espera, en la alegría o en el abatimiento, como angustia o como sosiego. Puede brotar incluso sin formularse, como respuesta sin palabras, estética y extática. Stefan Zweig se refirió a un gran momento, un momento de varios días, en el que, yéndole mal las cosas, tras leer un texto de Charles Jennes, Händel compuso “El Mesías”. Lo dice en su obra “Momentos estelares de la humanidad” del modo siguiente: “Pero en su alma entraba a raudales la luz, e inaudible llenaba la estancia la música del Cosmos”. Luz y música, mirar escuchando.

Muchos átomos conformaron el cuerpo de Händel, muchos átomos nos sustentan al organizarse de un modo asombrosamente complejo. Una fracción de ellos se ha forjado en el corazón de estrellas. Pasó mucho tiempo (¿qué es eso?) antes de que esos átomos sustentaran la vida. Un instante dura la nuestra y después el polvo estelar que nos hace posibles quedará como residuo terreno o se incorporará a otros seres. Y en una fracción de ese instante en el tiempo del mundo que es nuestra biografía puede producirse el milagro de percibir lo Real, el reconocimiento de la gran ignorancia ante el Misterio del Ser. 

Lo eterno es revelado y hay quien logra transmitirlo. Zweig, ese gran conocedor del alma humana, nos muestra a Händel como alguien tocado por la Gracia, a la que sigue como sabe seguir, escribiendo lo que siente como nadie ha sentido.

La música del Cosmos puede ser percibida y prolongar la eternidad del instante mucho más allá de una vida concreta, pudiendo llegar a plasmar la alegría de un fulgor divino instantáneo y eterno, como celebra la oda de Schiller (“Freude, schöner Götterfunken, Tochter aus Elysium!”).

Somos seres hablantes, pero no todo es decible pues la incompletitud nos impregna. Sólo la música del Cosmos puede compensar la limitación de la palabra para hablar sobre lo que nos sustenta y para nutrir el alma. Escuchándola podemos ver un nuevo cielo, una nueva tierra.




sábado, 22 de septiembre de 2018

MEDICINA. El autismo médico.




Hace poco tiempo empezó a emitirse en España la exitosa serie “The Good Doctor”. En ella, un joven diagnosticado de autismo con síndrome de savant, ayudado por un médico que lo protegió durante su adolescencia, el Dr. Glassman, consigue entrar como residente quirúrgico en un gran hospital.

Si la producción de la película “Rain Man” fue influida por la vida de un savant memorístico real, Kim Peek, el protagonista de “The Good Doctor”, Shaun Murphy, no parece estar basado en ninguna persona concreta. ¿Un caso de Asperger? No parece que vaya la cosa por ahí; no se concreta. Los “savants” lo son en general en aspectos aparentemente banales cuando no estúpidos, alejados de un saber interesante y especialmente de la Medicina. En una búsqueda relativamente rápida, no encontré casos reales de médicos que hayan sido diagnosticados de autistas con síndrome de savant. Agradecería mucho la aportación de cualquier lector de este blog que me contradiga al respecto.

Ese carácter de “savant” en Medicina confiere al protagonista en la serie de ficción una capacidad de ver lo que nadie ve, porque el joven residente percibe de un modo extraordinariamente realista la anatomía humana y sus variantes, así como la fisiopatología subyacente a cualquier problema clínico con el que se encuentra. Es una mirada que sustenta la acción adecuada, una acción técnica que no ha de ir acompañada de impacto emocional alguno por parte de quien la realiza. Será ese saber, unido al inestimable apoyo de su protector, el Dr. Glassman, el que pueda ir neutralizando los prejuicios que el joven médico encuentra por el hecho de ser autista. Se le dice que tal situación es un serio problema porque carece de la necesaria empatía que corresponde al ejercicio de la Medicina, a pesar de que sus críticos tengan la empatía de un zapato.

¿Por qué una serie así? No parece que su intención sea sensibilizar ante el problema del autismo o señalar la bondad de ese trastorno cuando se “compensa” con una extraordinaria capacidad técnica. Desconozco la intención del guionista, pero esa serie induce a una reflexión.

Imaginamos que lo importante en Medicina es saber aplicar un amplio conocimiento a cada caso concreto. Es decir, estaríamos ante algo que iría en la línea de otra serie, “House”, pero con un personaje que resulta más atractivo, mucho más amable, porque suscita una cierta compasión desde que sabemos que “tiene” un problema y que la segregación natural que le supone es superada por un saber extraordinario. 

Pero, aunque en los sucesivos capítulos se insiste en la falta de empatía del Dr. Murphy, lo cierto es que esa carencia es prácticamente generalizada en todos sus colegas. La diferencia es de etiqueta diagnóstica; uno es autista y los otros no. Se juega incluso con la posibilidad de que, desde un saber desapasionado, frío, algorítmico, el médico autista podrá aprender el modo de hablar “normal”, incluyendo “sarcasmos”, que podrá establecer una comunicación con los pacientes con términos adecuados ajenos a la espontaneidad asociada a su falta de tacto, que podrá incluso enamorarse o sentir algo parecido.

Podría pensarse que la serie persigue una cierta lucha contra la segregación del diferente. Uno puede ser autista y, a la vez o incluso “gracias” a lo que eso conlleva, ser un gran médico. Pero también se ve algo menos bondadoso y es el modo de concebir la Medicina por el guionista. Hay alguien o, más bien, algo, que supera al Dr. Murphy. Se trata del Dr. Xiaoyi. Es un excelente médico, pero no es autista; de hecho, tampoco es humano sino un robot.  Creo que está ahora haciendo la residencia tras superar exitosamente los exámenes para ser médico.

El Dr. Murphy es autista, House era frío y antipático, Xiaoyi, el más auténtico por real de los tres, es un robot. Los tres comparten una perspectiva de la Medicina a la que se aspira, sobre la que comentaré algún día, esa que se ha venido en llamar “de precisión” o “personalizada”; personalizada e inhumana.

La serie mostraría un caso especial, único, de superación. Pero eso es falso. Lo que se ve no realza la carencia de empatía sino la abundancia del supuesto saber médico. La empatía que le falta a Murphy es mayor que la que tienen muchos médicos reales de carne y hueso. De hecho, como un robot, podrá aprender un algoritmo que le permita una cierta sintonía con sus pacientes.

Esa es la aspiración subliminal o no tan subliminal. La buena Medicina que se nos presenta es la que requiere de lo que pueden compartir un ser humano y una máquina. La buena Medicina es ya estrictamente algorítmica. Se acabó la intuición, el “ojo clínico”, el escuchar lo biográfico más allá de lo biológico, se acabó la compasión en una época de eficiencias y de medicinas defensivas. Se acabó, por supuesto, la mirada fuera del primer mundo. Renace el neomecanicismo en el contexto de la metáfora informativa. No se trata de ayudar a un ser humano sino de resolver el problema técnico de su cuerpo que no funciona, cosa realmente tan importante como insuficiente tantas veces.

Ya lo vemos de forma cotidiana. Alguien aplicó o no el protocolo, el sagrado protocolo con respecto al que, por acción u omisión un médico podrá ser declarado inocente o culpable ante una demanda.

El Dr. Murphy no es, como algunos comentaristas han afirmado, un anti-héroe. Al contrario, es el "héroe" que encarna el valor de la nueva concepción de la Medicina, la aplicación de un saber algorítmico en un contexto ético que sólo conoce la defensa y desconoce lo humano.

De hecho, nuestros hospitales están impregnados de autismo (¿cuándo no ha sido así?), de un autismo médico que se inicia en las facultades, que es carente de etiquetas que lo indiquen y que, lamentablemente, no va siempre acompañado del saber técnico que posee el fantástico Dr. Murphy. Afortunadamente, abundan también excelentes profesionales exentos de ese "autismo" que cierra los ojos al dolor humano para ver sólo cuerpos.

sábado, 8 de septiembre de 2018

MEDICINA. Falta de médicos.




Nos estamos quedando sin médicos. Es un hecho reconocido hasta por las propias autoridades sanitarias.

Hubo tiempos no lejanos en los que los médicos ya especialistas vía MIR no tenían posibilidad de un trabajo digno en nuestro país y habían de buscarse la vida emigrando a Portugal, al Reino Unido,… a donde fuera. O hacer otro MIR, que ha pasado en muchos casos a ser considerado una salida laboral más.

Más tarde, con ocasión de la crisis, término que se hizo mantra para explicar todo tipo de decisiones extrañas, pareció políticamente oportuno acortar la edad de jubilación de médicos en el sector público (se ahorraba, criterio sacrosanto donde los haya) y así muchos médicos que habían entrado en el sistema a raíz de la apertura de los grandes hospitales (ciudades sanitarias se les llamaba) o pocos años después, se vieron jubilados bruscamente, a veces de la noche a la mañana de modo literal. Ni siquiera se mantuvieron las formas de una cortesía elemental. Hubo servicios que prácticamente se vaciaron al no haber una generación de facultativos intermedia y adecuadamente formada entre los que se iban y los que entraban.

Parece sensato, necesario, que se dé paso a otros, que haya un recambio generacional, pero ese no fue el motivo de que se echara a los viejos, porque no fueron sustituidos por jóvenes en condiciones laborales similares, sino que se amplificó un precariado médico que aún persiste ahora en forma de contratos horarios, de guardias, por acúmulo de tareas, por diferentes razones administrativas (qué más da el nombre que le den a lo que se llama justamente "contratos-basura") y que generan situaciones laborales inciertas. A la vez, hay interinidades que se eternizan porque las ofertas públicas de empleo (OPE) se dan cuando se dan, con una frecuencia temporal muy baja y con un número de plazas exiguo para estabilizar a gente con muchos años de experiencia.

Y esto ocurre en un contexto organizativo piramidal con promociones jerárquicas que parecen desconocer criterios de mérito, capacidad y publicidad. Un contexto que se incluye en otro en el que ha destacado una falta de previsión adecuada en la convocatoria de OPE o en la oferta anual de plazas MIR para las distintas especialidades. En aras de la excelencia, término en vigor donde los haya, se instala una nota de corte tan alta como irrelevante a la hora de seleccionar a quienes podrán iniciar los estudios de Medicina, en ausencia de relación alguna entre la calidad de un futuro médico con que su educación secundaria haya sido brillante o sólo aceptable. Nadie le preguntará a un cirujano por esa brillantez alcanzada o no en literatura o matemáticas cuando fue adolescente.

Las listas de espera diagnósticas y terapéuticas son como son, en hospitales que trabajan en turno de mañana a pesar del concepto industrial en que ha caído la Medicina y que algo bueno debiera tener. Quedan así para tardes y noches las urgencias que saturan de un modo insensato los recursos disponibles, en vez de mantener una actividad continuada en mayor o menor grado con mejores criterios de lo que es urgente, algo que rqueriría más personal y que probablemente fuera razonable desde el mero aspecto economicista, ese que tanto gusta. La concepción industrializada de la Medicina, que roza tantas veces la perversión en alianza con los intereses de las industrias diagnóstica y farmacéutica, no ha conseguido así superar la visión burocrática que implica tantas peregrinaciones de urgencias a primaria, de ésta a consulta especializada y de aquí a la obtención de pruebas complementarias y retornos diversos, con el retraso diagnóstico y terapéutico consiguientes. Hay enfermos que bien pueden perderse en semejante circuito. Se da la gran paradoja de que la bondad de nuevas herramientas, como las de imagen, puede suponer a la vez un cuello de botella diagnóstico por la demanda existente, tanto la natural como la inducida por una hipocondrización generalizada.  

Los brillos asociados a trasplantes, cateterismos fetales y cirugías robóticas se dan a la vez que nos quedamos sin médicos de familia y sin pediatras. De los geriatras ya ni se habla y es que parece que la asistencia sanitaria sólo tiene como objetivo la edad laboral, de tal modo que quienes tengan demencias u otras enfermedades degenerativas asociadas a la vejez (esa etapa de la vida que algunos iluminados dicen que es una enfermedad más y susceptible de futura curación) tendrán que buscarse la vida cuando menos pueden encontrarla precisamente por su condición socioeconómica, entrando en un limbo de pacientes olvidados y que alimentará las noticias de muertos solitarios en sus casas. 

Esa carga geriátrica es paliada precisamente por médicos de familia, que hacen lo que pueden, lo que resalta aun más la gravedad de su limitación numérica.

Muchos médicos de familia no lo son ya propiamente porque difícilmente pueden llamarse así los que han de cambiar reiteradamente de lugar de trabajo y, por ello, de familias a las que atender. La atención primaria es la gran afectada por el despropósito organizativo en el sistema público, con consultas saturadas que han de conciliarse con las debidas asistencias domiciliarias y restricciones temporales en capacidad de atención clínica.

Los pediatras también sufrirán los efectos de su propia escasez y de la dispersión geográfica de necesidades asistenciales. A la vez parece que pagan también las consecuencias de un viejo deseo de alargar la frontera de la niñez hasta los catorce años o incluso más allá, algo quizá muy natural en una época que alberga la “adultescencia”. 

Y es ahora cuando las lumbreras políticas caen en la cuenta de que quizá se precipitaron al jubilar masivamente a la gente mayor, al no tener en cuenta las necesidades de formación especializada, al potenciar una visión de la Medicina que hace que las primeras especialidades elegidas por los MIR sean las que son, o al menospreciar la visión generalista que se tiene de los médicos de familia y pediatras ante el brillo mediático que brindarán otras especialidades. 

Y todo ello acaece en una época en la que el “santoral” ya no recuerda a santos, sino que parece celebrar enfermedades. En él, las esperanzas celestes son sustituidas por las constantes promesas salvíficas que abarcan desde la inminente cura de una enfermedad (suele ser siempre en cinco años) a la difusión de publicaciones relevantes que muestran las células como agentes intencionales (habiéndolas “malas”, que serán combatidas, incluso fortaleciendo a las "buenas"). Sobran los ejemplos de atentados a la inteligencia en esa visión de pseudo-divulgación médica cotidiana, pero el hecho de ser falaz no impedirá que influya poderosamente en una demanda creciente, en la proliferación de cribados y en la consolidación de algo tan perjudicial como es una medicina defensiva. 

Tenemos unos magníficos profesionales en el sistema sanitario (no sólo médicos) que, con su trabajo cotidiano callado, bien hecho, vocacional en tiempos poco propicios a vocaciones, sostienen lo que parece insostenible por obra y gracia de tanto gestor "político profesional" a quien nadie le pedirá jamás nota de corte alguna, aunque en muchos casos parecería prudente hacerlo. Tampoco estarán nunca sometidos a un "numerus clausus" relacionado con necesidades reales. Eso sí, muchos de ellos podrán pagarse una cara sanidad privada si lo precisan y no serán afectados por sus propias decisiones, esas que inciden en tantos.