jueves, 27 de diciembre de 2018

PSICOANÁLISIS. El koan, la parábola y la clínica.




“Quien tenga oídos para oír, que oiga” (Mc. 4,9).

No resulta fácil entender lo que, para otros, pocos en general, es evidente. Se precisa de un sentido especial que requiere un proceso previo de preparación, el que facilita que los oídos y los ojos oigan y vean de verdad. Esto es algo muy claro en el ámbito de la Ciencia, pero se da también en el de la vida. 

Se alude a eso en el evangelio más antiguo, el de Marcos. Sabemos que Jesús hablaba en parábolas. No es una cuestión que sólo haya ocurrido en el cristianismo. El zen se caracteriza también por el enfrentamiento con los koan. 

Tratar con lo extraño, con lo absurdo, dar rodeos, parece ser el único modo de empezar a pensar y, sobre todo, sentir, de un modo distinto, la única forma de oír, de darse cuenta de lo que se está escuchando fuera y dentro, algo que sólo ocurre cuando se ha logrado tener el oído que realmente oye.

Y eso, que sucede con el cristianismo o con el zen, parece ser también marca del psicoanálisis, una marca que puede hacer que parezca tan extraño a quien sea ajeno al encuentro analítico. 

Ni el psicoanálisis ni los textos sagrados ni los koan son recetas para curar el alma ni para aliviar síntomas; la cura que pueda darse tiene que ver más con el cuidado del alma y el tiempo preciso que requiere. No estamos ante un objeto de la Ciencia. Ahora bien, las tres aproximaciones, tan distintas, nos confrontan ante lo que François Cheng llamó “la intuición del Tao” y “el mandato del Cielo”. Se trata de eso, de la vía y de la vida.

Hay una hermosa parábola evangélica que lo muestra. Es de la de los talentos. Está descrita en el evangelio de Mateo (Mt. 25,14-30) y es bien conocida; un hombre deja que tres siervos suyos administren su dinero por un tiempo; a uno le da cinco talentos, a otro dos y a otro uno. Los dos primeros juegan con la riqueza a administrar y la duplican, mientras que el último teme perderla y entierra el talento, con consecuencias que serán nefastas para él. 

Suele interpretarse este relato pensando que cada cual ha de corresponder de un modo proporcional, aritmético, a sus posibilidades (también llamadas, como las monedas, talentos), pero no es exactamente así. La mirada va más allá y atiende a lo que se hace mal, a la ocultación de la posibilidad, a la represión sostenida. 

El papa Francisco, de quien sabemos que tuvo relación con el psicoanálisis, lo supo manifestar de un modo excelente, diciendo que “el pozo cavado en el terreno por el «servidor malo y perezoso» indica el temor del riesgo que bloquea la creatividad y la fecundidad del amor. Porque el miedo de los riesgos en el amor nos bloquea”.

Estamos ante el miedo al amor y a la vida, que demasiadas veces se disfrazan de síntomas psíquicos o somáticos. La vida angustia y el síntoma palía esa angustia, por molesto y perturbador que sea. El psicoanálisis puede ser un catalizador (aunque se le critique el tiempo que precisa), en comparación con una larga vía de catarsis y progreso espiritual, muchas veces fracasada, para la gran apertura al Ser, la que se da al amor que libera y a la vida que esa libertad hace posible, una libertad que no tiene por qué ser dichosa, que crea temor, pero que es lo más valioso alcanzable porque nos permite aceptar, acoger el propio destino amoroso a que estamos llamados.

sábado, 22 de diciembre de 2018

Navidad. El retorno de lo posible.





“Pero en su alma entraba a raudales la luz, e inaudible llenaba la estancia la música del Cosmos”. Stefan Zweig. “La resurrección de Händel”.

 ¿Por qué celebramos la Navidad? Quizá la mejor respuesta sea la más simple; porque sí. Sería lo que dijera un niño, aunque lo adornara en el contexto de un relato oído en su casa o en la escuela.

Es un día más, se dice con frecuencia, desde la nostalgia por ausencias o desde el hastío de toda la parafernalia comercial, pero no es menos cierto que es un día especial y no otro más.

La pregunta ¿Por qué la celebramos? sólo es formulada por mayores, desde la pérdida de la inocencia infantil en la que era creíble también el gran milagro posterior, el de los reyes magos. 

Sólo los mayores podemos preguntar por qué hemos de cargar con esa nostalgia de tiempos pasados que, esa noche sí, son percibidos como mejores.

Ya se sabe lo que se dice. Siempre se celebró algo así, relacionado con el tiempo cíclico. El solsticio de invierno anuncia la victoria solar. Pero, ¿a quién le importa ahora el dichoso solsticio? 

Se podrá decir que se celebra, por los cristianos, el nacimiento de su gran referencia, Jesús de Nazaret, que, a pesar de eso, de ser de Nazaret como parece, había de nacer en Belén para que casaran bien las cosas con el relato mítico. Los evangelistas Mateo y Lucas no coinciden precisamente en muchas cosas y son los únicos que se refieren a ese nacimiento.

Pero el relato evangélico, incrustado necesariamente en la tradición judía, de la que se hizo herejía, anuncia algo milagroso y cotidiano: la vida.

Y, a la vez, muestra la gran realidad de lo celebrado, el desvalimiento (“…Y dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el alojamiento”. Lc. 2,7). Hubo ahí todo lo contrario a lo que se aspira o lo que se cree percibir del propio pasado: ni grandes familias, ni familias normales (una mujer que, receptiva al ángel, acoge el Espíritu, un padre que no lo es y un niño que habría de ser referencial tras una vida más bien corta y extraña). 

Y hubo soledad. Esa es la navidad para mucha gente. Demasiados niños nacen aquí y ahora y seguirán naciendo en condiciones infrahumanas. Demasiadas personas apagarán la televisión para evitar el contraste con su soledad; otras la dejarán para que les haga la única compañía posible.

Para el cristianismo, es el mismísimo Dios el que se encarna en un niño en un momento dado de la Historia. Eso, tantas veces repetido, creído o no, remite a lo simbólico, al Misterio, que requiere renunciar a lo que no puede ser dicho. Basta el silencio.

La navidad, natividad, es nacimiento y, en la narración evangélica, implica la relación con la posibilidad de renacer, de volver a nacer incluso siendo viejo, cosa que le parecía imposible a Nicodemo (Jn.3,4).

La narración evangélica de la Navidad no es un relato histórico, pero sí un texto hermoso porque apunta a la radicalidad humana, a su desvalimiento, al misterio de la vida y a la gran posibilidad de un cambio, de un renacer que no tiene en cuenta los años vividos. Es por eso que el “Cuento de Navidad” de Dickens es excelente y sostiene la necesidad de celebrar lo que el viejo Ebenezer Scrooge detestaba (y en eso simpatizamos con él). Demasiadas veces la gran posibilidad se oculta y es preciso que aparezcan fantasmas para caer en la cuenta de lo que es importante. El cuento de Dickens no es propiamente para niños, sino una llamada a los que somos adultos, un recuerdo de la gran posibilidad de cambio, para el que no hay edades, ni siquiera cuando se está próximo a la muerte. 

Ni Nicodemo, “maestro de Israel”, ni Scrooge, entendían que vivir es mucho más que durar y hacer lo correcto. Dickens alude a un viejo acontecimiento de hace dos mil años que induce a ver, a verse, a ver – ser. 

Al final, la Navidad supone la posibilidad del retorno a casa y no a la de ahora o la de antes, no a la que fue ni a la que es, sino a la más propia, la que nos une por un momento, aunque ni casa haya, aunque seamos forzados enemigos, como ocurrió en la Gran Guerra, la que nos alienta cuando la decisión trágica se ha tomado, como se nos muestra en la excelente película “De dioses y hombres”. Basta con compartir vino en buena compañía, de unión de soledades, con el fondo de un fragmento musical, en la que es suficiente algún cruce de miradas para comprender que sólo la coherencia, aunque parezca locura, es asumible desde el honor, desde la grandeza que supone ser humano.



sábado, 1 de diciembre de 2018

MEDICINA. Ensayos clínicos. Altruismo, redes sociales y comercio.





Hace ya tiempo que la Medicina dejó de aplicar terapias como resultado de observaciones de ensayo y error.

En general, los medicamentos disponibles resultan de la purificación de productos naturales o de su síntesis. De la corteza del sauce, del hongo Penicillium, de la digital, del árbol del tejo, acabaron surgiendo fármacos tan importantes como la aspirina, la penicilina, la digoxina y el taxol.

Contrariamente a tantas creencias infundadas, el producto químico obtenido mediante un proceso de purificación adecuado o por síntesis directa puede administrarse de forma mucho más eficaz y segura que los extractos o infusiones “naturales”.

Esa síntesis puede utilizar a su favor métodos ingeniosos derivados del estudio de sistemas biológicos. Un buen ejemplo es la insulina, obtenida actualmente mediante técnicas de ADN recombinante, de forma mucho más adecuada, barata y segura que el viejo método de purificación a partir de páncreas de animales.

El hallazgo de nuevos medicamentos surge muchas veces de un descubrimiento casual o, cuando menos, peculiar. Así ha ocurrido con la clorpromazina o el litio. Incluso algún fármaco que tuvo resultados catastróficos por teratógeno, como la talidomida, se ha retomado para el tratamiento de la lepra, algo bien distinto a lo que estaba destinado al principio. Lo contingente siempre ha de tenerse en cuenta para bien y para mal. Nadie podía imaginar que la finasterida tuviera buenos efectos en la alopecia androgénica o que el sildenafilo tuviera como “efecto secundario” algo que propició un mercado millonario.

Sea desde el planteamiento teórico, sea desde una base empírica, van surgiendo nuevos medicamentos potenciales, muchos de los cuales tratan de curar, o mejorar al menos, graves enfermedades, como muchas formas de cáncer o procesos degenerativos.

Pero cada persona es un mundo; un mundo constituido por infinidad de variables consideradas desde el punto de vista morfológico, bioquímico, funcional… y psicológico. Un medicamento no es ingerido y tratado sólo por un cuerpo; la personalidad del paciente (o sano) también cuenta y, muchas veces, basta con la creencia en la eficacia de un supuesto medicamento para que éste proporcione efectos bondadosos. Es lo que se conoce como efecto placebo. Curiosamente es una de las características, la subjetividad de cada cual, la que parece superar a otras muchas variables en efecto a tener en cuenta. Por esa razón, llevan efectuándose desde hace años los llamados ensayos clínicos.

Un ensayo clínico trata de evaluar la eficacia real de un nuevo fármaco (a veces, de una terapia no farmacológica). Y esto se hace en varias fases. La primera analiza la seguridad del medicamento en cuestión y las dosis y formas en las que es posible administrarlo. En la fase II se evalúa su posible eficacia administrándolo a un grupo reducido de pacientes. Si ésta se da, será aceptable pasar a la fase III en donde se comparará el efecto del medicamento con el de un placebo (si no hay ningún tratamiento adecuado para la enfermedad) o bien con un tratamiento convencional (algo corriente en Oncología). Para obtener un resultado significativo desde el punto de vista estadístico, cada individuo ha de tener la misma probabilidad que otro participante de ser asignado a una de las “ramas” del ensayo (control y experimental), y ni él ni su médico sabrán en cuál de esas ramas se sitúa. Es lo que se conoce como un ensayo randomizado a doble ciego.

El ensayo proporcionará, en caso positivo, una diferencia con significación estadística y con un grado de significación clínica que habrá que ponderar. El fármaco podría ser sometido a aprobación y, en tal caso, pasará a la fase IV, tras la comercialización, en la que podrán vigilarse potenciales efectos secundarios que, por infrecuentes, no hayan sido apreciados antes. Algún fármaco ha debido ser retirado como consecuencia de esa farmacovigilancia (la cerivastatina fue letal en varios casos), una atención siempre necesaria. Muy recientemente, la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (AEMPS) ha restringido el uso de unos antibióticos, las quinolonas, que han sido ampliamente utilizados durante años.

Cuando se comparan enfermos con sanos, reclutar a éstos no es tarea fácil, si tenemos en cuenta la gran cantidad de ensayos ya en curso y el hecho de que sufrirán molestias y potenciales riesgos.

La cosa cambia cuando se comparan unos enfermos con otros, siendo los de la rama control sometidos a placebo o un tratamiento estándar, si éste existe, y los de la rama experimental los que serán expuestos al fármaco novedoso. La participación ha de ser, obviamente, informada y consentida por personas adultas y, en el caso de niños, por sus padres.

Es importante resaltar que la “ceguera” que supone la ignorancia sobre si se está siendo tratado de modo convencional o con un tratamiento nuevo es esencial para poder hacer un estudio adecuado que proporcione resultados, que siempre serán interesantes e importantes, aunque sean negativos (algo a destacar, teniendo en cuenta que una gran cantidad de estudios "negativos" no son nunca publicados).

Ahora bien, nadie quiere ser ciego a lo que le dan. Cuando a una persona se le plantea la participación en un ensayo clínico, es muy probable que crea que se le va a administrar el nuevo tratamiento y que trate de saberlo de modo indirecto. Y eso es lo que empieza a ocurrir desde que hay redes sociales y constitución de grupos de intereses en ellas. En asociaciones de enfermos que se comunican en Facebook, Twitter o grupos de Whatsapp, es factible percibir que unos tienen unos efectos buenos o malos distintos a los demás miembros del grupo, lo que puede interferir con el ensayo mismo, sea por sospechas que dan al traste con la “ceguera”, sea por abandonos.  Esto es algo de lo que se ha hecho eco la revista Nature. (Agradezco al Prof. Cabezas Cerrato la transmisión de este artículo). 

Es muy humano. Si no hay nada que hacer a priori, ¿Para qué arriesgarse a algo que puede ser perjudicial? A la vez, si no hay nada que hacer a priori, ¿Por qué no arriesgarse y probar algo que puede ser beneficioso? Pero, en este último caso, si se acepta el riesgo, parece sensato "desearlo", es decir, ser integrado en el brazo de prueba del ensayo, ser propiamente “ensayado”.

El altruismo que mira al futuro, a otros que puedan beneficiarse, no parece que pueda sustentar en muchos casos la inquietud personal de pacientes concretos o de familias con un hijo sometido a ensayo y que no saben si está siendo sometido a lo novedoso o al placebo.

Tiene que ser muy doloroso para unos padres intuir que a su hijo lo están tratando con ... nada, por más que entiendan que ese brazo del ensayo, el placebo, es necesario para llegar a saber algo que quizá acabe beneficiando sólo a otros.

Y algo así les puede ocurrir a pacientes con cáncer con una expectativa de vida corta. Creo que muchos pacientes entienden que, si les proponen participar en un ensayo clínico, serán realmente "ensayados" ellos mismos y, en tal caso probablemente sientan que no hay nada que perder.

La participación en un ensayo clínico supone en muchos casos una buena dosis de altruismo, a veces sufrimiento y serios efectos secundarios, un gran desgaste personal y familiar, que contrastan fuertemente con el precio escandaloso que están alcanzando terapias novedosas logradas gracias a esa participación voluntaria (ya tuvimos el lamentable ejemplo del coste abusivo de los nuevos fármacos contra la hepatitis C), y que apuntan a una probable y próxima escisión entre una medicina de ricos y otra de pobres si una política sensata e internacional no lo remedia, pero esto ya es otra historia.