lunes, 17 de junio de 2019

Ser nombrado.




“Señor, me has mirado a los ojos,
Sonriendo has dicho mi nombre”.

El texto citado, que compuso un sacerdote vasco, Gabaráin, suele cantarse en la celebración eucarística. Remite a la llamada, por el compasivo Jesús, a personas corrientes, y sugiere que cada uno, con su nombre, es también llamado a esa extraña conversión, tantas veces confundida con mera monolatría religiosa, ortodoxa y excluyente. “Sonriendo, has dicho mi nombre”. Eso basta para remover cimientos biográficos consolidados.

Solemos pensar que alguien nace cuando, fuera ya del vientre materno, se corta el cordón umbilical, pero más bien uno nace cuando recibe un nombre. 

El nombre expresa que se ha nacido como consecuencia del deseo, que se ha sido convocado a la existencia como ser en potencia de un alguien singular, que será único en toda la historia del mundo, irrepetible.

Se empieza a ser humano en el primer rito de paso, que, en el caso cristiano, es el bautismo. También se será nombrado, aunque no se oiga, en el propio funeral. 

Todos los ritos de paso, religiosos o ateos, suponen la repetición mítica – cultural propia del medio en que uno nace y, en ella, su nombre será a su vez repetido o cambiado, como ocurre en el ingreso en algunas órdenes religiosas o cuando el apellido de una mujer pasa a ser el del hombre con quien se casa. Pero el sujeto será dicho.

La identificación por el nombre original, algo propiamente biográfico, permanece, aunque coexista con otras marcas propias de la singularidad biológica (fotografía, huellas dactilares, iris, ADN…). 

Se existe o se ha existido si se es o se fue nombrado. 

Cuando la alteridad por razón de etnia, creencia, ideología o lo que sea, es insoportable, el odio al otro no se contentará con su muerte, requiriendo también la erradicación de su nombre. En nuestra cultura parece pasado el tiempo en que un ser odiado podía ser agredido en efigie, en un objeto que se refiriera a él. Pero sabemos de la importancia de la muerte del nombre. La damnatio memoriae no es cosa del pasado. En Auschwitz el sujeto era abocado a la individualidad numerada en forma de marca en la piel. A la vez, hay documentales (“Apocalipsis”) en los que se ve la otra cara de lo mismo, cuando el ejército soviético rompía las marcas de tumbas de alemanes caídos. 

No basta con que alguien odiado muera; su nombre ha de desaparecer antes o después de su muerte. En nuestra triste historia reciente, tan olvidada, muchos nombres han desaparecido del modo más brutal, sin poder ser inscritos en un lugar de esta tierra, siendo sólo recuperables a veces del modo más crudo, como secuencias de ADN de restos humanos en cunetas.

Ser nombrado es ser reconocido, aceptado, reconfortado; es ser reiterado al entorno inicial, materno, seguro y, a la vez, abierto a la gran posibilidad del Ser y a la seguridad de la muerte. Heidegger decía que hemos olvidado el Ser. 

No percibir el nombre de uno significa la gran ignorancia de la propia existencia por los demás, sea en los ámbitos vecinal o profesional, en la relación con otros, en la ciudad. Y, si en Atenas se practicó el ostracismo imprimiendo nombres en los óstraka, en una democracia como la nuestra la exclusión no precisa de la escritura sino de su ausencia; basta con el silencio.Si uno no es dicho, no existe. 

Ese es el ostracismo actual, el democrático, el que muchos considerarán sensato; una segregación que intenta sofocar cualquier desvarío crítico, cualquier inconveniencia social, la más mínima molestia a la normalidad supuesta, a la autoridad tan pretendida como inconsistente, imponiendo una censura que no precisa la reclusión de personas ni la quema de sus escritos, una censura que llega a contagiarse como autocensuras diversas y que se limita a callar el nombre de quien ha de ser excluido.


domingo, 2 de junio de 2019

Videos virales, virus letales.





“Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra.” (Jn. 8,7)

La lapidación sigue existiendo, sin que las antiguas palabras de Jesús consigan evitarla. Sigue existiendo en su modo tradicional en unos cuantos países y de forma moderna en otros, como el nuestro, sin necesidad de piedras reales. ¿Para qué, habiéndolas virtuales?

Una persona tiene la ocurrencia de registrar en video algo íntimo, algo que ocurre en pareja. La pareja se disuelve, pero el video no. Y alguien lo difunde haciéndolo “viral”, como dicen ahora para referirse a su rápida propagación. Conocemos la desgraciada noticia. Esa comunicación “viral” ocurrió en una empresa, en pleno ámbito de trabajo, eso que ocupa una fracción importante del tiempo de vida de cada uno, del espacio biográfico de cada uno. Tuvo una difusión suficiente para que los más próximos supieran de lo más íntimo de alguien, de lo que nunca debieran saber porque no es suyo sino de una persona concreta.

El sinvergüenza lo es porque carece de vergüenza, de honor, y desde esa falta castigará a quien tiene vergüenza, pudiendo incluso abocarla al suicidio, haciendo brutal “extimidad” de lo más íntimo. No sólo un sinvergüenza lo hará posible, también todos los que comparten en grado suficiente su triste carencia y celebran una supuesta gracia haciéndola desgracia, propagándola, amplificando su efecto hasta la asfixia de la persona afectada, que acaba viendo preferible la muerte a la marca indeleble de los otros, de los que, a pesar de ser unos desgraciados, se consideraron por una vez puros. 

Es fácil que algo así ocurra y se repita, por criminal que sea. Lo que se capta con un móvil y asciende a "la nube" pasa, en la práctica, a ser eterno, al menos en comparación con lo que dura una vida humana. Y no será necesario un proceso de revelado fotográfico, el paso de copias en papel para su difusión masiva. No se precisará siquiera gastar un céntimo; basta con un “grupo de Whatsapp” para extender lo que fue parte de un juego erótico privado y pasa ya a ser elemento brutal de vilipendio generalizado. Está ahí, se ve, es evidente, se dirá. Y se contagiará a otros, “mira lo que hizo”. 
El triste y repugnante poder de la mirada justiciera y lasciva que se propaga.

La mirada se ha hecho el gran referente de la supuesta verdad. No sorprende que sea así. Por conseguir la mirada de otros, hay unos cuantos que se han matado haciéndose estúpidos “selfies” y siendo acreedores del premio Darwin. Y proliferaron programas televisivos de “cámara oculta” con la que se desvelaban las tropelías de otros. Se trata de ver los logros, pero, sobre todo, las caídas de los demás, en un esquema moral que parecía caduco pero que persiste del peor modo.

El sinvergüenza criminal se instala en la pretendida pureza que le confiere el carácter de observador y, desde ella, ve necesario mostrar a otros lo que una persona creía privado. Ahí está, se ve, la imagen no engaña. ¿Quién lo diría? Y el efecto se amplifica. Sólo el tiempo podrá ir amortiguando las consecuencias para la víctima, pero eso sólo ocurrirá si esa víctima no pasa al acto irreversible, definitivo por letal, ante lo que le es simplemente insoportable. 

Creemos que eso es un lamentable efecto colateral de las redes sociales y de las posibilidades electrónicas en general de nuestra época. Pero no es del todo cierto. La energía nuclear puede ser buena o un arma de destrucción masiva. Las redes sociales facilitan encuentros excelentes, pero también la difusión de “fake news”, difamaciones, calumnias, humillaciones y condenas. 

La fotografía es ya algo antigua y su falsificación también.  El salto cualitativo entre lo que era posible hace un sigo o más tiempo y ahora es, en realidad, un salto cuantitativo. Antes, desde el poder de uno o de pocos, se falsificaba una imagen y se difundía en un medio de comunicación oficial u oficioso. Ahora, que todos estamos “empoderados”, nos hacemos jueces de los demás y, para eso, ni siquiera hay que modificar algo, no siempre ha de lograrse el “fake” aunque sea con el moderno Photoshop. Basta con difundir lo que se considera condenable en el grado en que sea posible. 

Todo es captable, modificable y “viralizable”, desde la estupidez de los que ascienden como fila de condenados al Everest hasta el desayuno de los “influencers instagrammers”

También son “viralizables” los pecados de alguien, aunque no lo sean o se hayan cometido hace años, aunque nadie esté en disposición de erigirse en juez porque nadie está libre de culpa. 

A la vez que cae el número de vocaciones sacerdotales, un nuevo sacerdocio laico y pernicioso se hace masivo, el de todos quienes asumen tácitamente un pretendido ideal de pureza y, desde él, satisfacen sus propias miserias con la fácil condena grupal de un chivo expiatorio.