jueves, 28 de noviembre de 2019

Hoy





Die Rose ist ohne Warum.
Sie blühet, weil sie blühet. 
(Angelus Silesius)

Hoy es un día gris. Llueve. Y, curiosamente, toda esa capa de nubes, la aparente ausencia de colorido que provoca, puede facilitar la atención a lo que esta más allá y de lo que, a la vez, somos parte. Todo se hace lejano e inmediato a la vez.

A pesar de lo cotidiano, de su rutina, puede recordarse por un momento todo el luminoso universo en el que estamos inmersos. Lo inconcebible real se vislumbra y asombra, la belleza paraliza y permite el instante en que la singularidad de lo eterno parece accesible.

Innumerables galaxias que forman grupos locales, que se alejan entre sí, albergan millones de estrellas. Gigantes rojas, enanas blancas… el diagrama de Hertzsprung-Russell sugiere un tanto toscamente una dinámica de miles de millones de años.

Hoy ya no es hoy. Solo hay un ahora cósmico, total, incluido misteriosamente en un tiempo desmesurado que alberga una belleza que es infinita a nuestros ojos.

La densa capa de nubes, la lluvia incesante, no ocultarán del todo la luz de una de tantas estrellas, la nuestra, el hermano sol, que, aunque no lo veamos, permitirá que la vida prosiga.

En cualquier brizna de hierba u hoja de árbol la fotosíntesis seguirá poniendo en marcha la construcción de lo complejo. La baja entropía asociada a los fotones solares que iluminan la tierra irá aumentando en los procesos de una cascada nutricia que permite la vida. El orden de lo viviente es posible porque aumenta el desorden universal. La segunda ley es respetada. El milagro reiterado, abundante, reside en la ausencia aparente del milagro mismo.

Las gotas de lluvia nos recordarán que el agua reconocible, sensible, molesta pero necesaria y gozosa, es posible desde la delicadeza de la estructura dipolar de sus moléculas, que permite la fluidez de su conjunto, manando en fuentes, formando ríos y océanos, bañando nuestro cuerpo y calmándonos la sed. Uno de los primeros elementos imaginados por los griegos no lo es propiamente desde la óptica científica, pero lo sigue pareciendo por esencial.

La lluvia y el mar aluden a esa identidad de lo exterior con nuestro medio interno en el que se bañan las células y por el que son permeadas para permitir en su seno multitud de reacciones químicas complejas, cuyo conjunto no parece acabarse nunca. Una poderosa maquinaria sintética asociada a destrucción cursa en un ámbito en el que los procesos físicos se dan a distintas y concatenadas duraciones temporales, desde las difusiones más simples o facilitadas linear o superficialmente, hasta la entrada en mitosis, pasando por la generación de gradientes eléctricos.

El propio arco iris, permitido por el agua atmosférica con la que juega la luz solar, fue la imagen mítica de una alianza divina. Hoy nos muestra una armonía que nos acoge y nos recuerda que de esa agua, del mar, hace millones de años, extraños antecesores nuestros emergieron para llenar la tierra de vida animal. Surgió un rico exceso de variabilidad abierta a la contingencia por la que extinciones masivas tuvieron efectos colaterales tan interesantes como nuestra propia aparición.

El enigma científico espera a ser resuelto, pero el misterio no reside en lo aun inexplicable sino que surge de lo ya conocido, en lo imposible y sin embargo visto una y mil veces como realidad. Las hermosas ecuaciones de Maxwell y la extraña mecánica cuántica no anulan sino que realzan la belleza que la luz, región minúscula del espectro electromagnético, muestra, iluminando nuestra tierra. Es esa belleza de una luz en sentido amplio (la que abarca todo el espectro) la que nos habla de la composición química de las estrellas y de sus distancias y velocidades.

Pronto empezará el invierno. Ritmos estacionales cobijan otras danzas cíclicas, fases lunares, ciclos menstruales, ritmos circadianos, pulsaciones cardíacas, acortamiento de telómeros... 

La sombra que, de día, proyecta un gnomon, sea un obelisco o un palo cualquiera, permite situarnos geográficamente en nuestro suelo, saber de nuestra latitud, del discurrir de estaciones, y construir una astronomía y una geografía iniciales. Pero serán la hermana luna y la danza de los planetas las que que dirijan nuestra mirada histórica a las puertas del misterio que tiene su lugar en la noche. Es desde las tinieblas que la luz se esperará y, con ella, la transformación mistérica, mística. El choque de los calendarios solar y lunar acabará armonizándose matemáticamente y la posibilidad mística será mayor de lo que fue.

Los ciclos astronómicos subyacen a los míticos, con una repetición que instaura una y otra vez el renacimiento posible, sosteniendo nuestro ánimo frente a la seguridad de un tiempo longitudinal en el que seremos llevados hacia la muerte. También aquí el agua como río es una buena analogía del flujo de vida en el que nos bañamos durante un tiempo insignificante en la historia del mundo, pero significativo a pesar de todo para cada vida; a veces, para varias. “Quien salva una vida salva el mundo”, se dice en el Talmud.

Es esa muerte, tan cotidiana vista en los demás, al mirar las esquelas y tumbas, lo que se presenta como el gran misterio propio más allá de imaginar una clausura biográfica. Un misterio que, sin embargo, parece más asimilable que el que supone que un día hayamos nacido y tengamos la posibilidad de renacer del mejor modo a lo largo de una biografía, en la que lo importante no es lo cuantitativo de su duración sino lo cualitativo de una posible eudaimonia.

Saber de la muerte no minusvalora la vida, sino que la realza desde el desconocido límite que le confiere, mostrando la gran posibilidad del deseo singular realizable.

Y después… Después el tiempo se acabará en la nada o en el amor. ¿Por qué no? Hay mucha belleza que sugiere eso, que el amor es más fuerte que la muerte, que el galopar de los caballos salvajes permanecerá, que los gorriones seguirán revoloteando, que "la rosa florece porque florece", que nada bueno será perdido definitivamente.

martes, 12 de noviembre de 2019

PSICOANÁLISIS. Lo inconsciente no es visible a la neurociencia.






La subjetividad se resiste al estudio científico y permanece más bien como cuestión filosófica abierta. Eso no implica la postura solipsista. Podemos intuir lo que percibe otra persona cuando nos dice que ve un color, aunque esa percepción no sea directamente transferible; a pesar del problema de los “qualia”, podemos comunicarnos, no como ordenadores, sino como seres que compartimos algo básico enraizado en la biología y en el mundo de la cultura. 

Nuestro centro sigue estando en el corazón, así lo decimos muchas veces, aunque sepamos que es más importante el cerebro. En realidad, es con todo nuestro cuerpo, en él, que nos movemos y somos. El dualismo cartesiano parece resurgir del peor modo, con la relación alma – cerebro (equivalente a la dualidad “software – hardware”), cuando ni siquiera la creencia religiosa lo aceptara nunca (a pesar de lo que se predicara en los púlpitos). 

No cabe duda de que el cerebro es importante, pero no basta con abordarlo como se estudia el hígado. Por supuesto, la ciencia revela mucho sobre el funcionamiento de nuestro cerebro, al menos cuando es concebido en forma modular. Ya en 1981, se reconoció con un premio Nobel de Medicina a David H. Hubel y a Torsten N. Wiesel “por sus descubrimientos relativos al proceso de información en el sistema visual”, algo sin duda muy importante para establecer las bases de cómo percibimos el mundo.

No somos muy diferentes en muchas cosas a otros mamíferos, incluyendo el modo de ver, de captar un mundo propio, “das Umwelt”, que, en nuestro caso, supone la inmersión cultural, una relación singular con la alteridad mediada por el lenguaje en sentido amplio.

Los métodos de imagen cerebral funcional y de electroencefalografía con muchos electrodos facilitan una aproximación con mirada de tercera persona, con todas las restricciones que eso conlleva, a lo que puede ocurrir en el cerebro de alguien y así inferir, por ejemplo, si una persona en estado vegetativo está también consciente o no, que no es poco.

Pero la subjetividad, la experiencia real de primera persona parece resistirse a cualquier intento de objetividad científica. 

No obstante, la elucidación de los mecanismos de funcionamiento cerebral persiste y, aunque no sea en términos de causalidad, se persiguen correlatos neuronales desde los que tratar de comprender los trastornos mentales, analizar potenciales perturbaciones subyacentes a ellos e incluso relanzar la perspectiva topográfica en una forma moderna de frenología. 

Hay una amplia multiplicidad de métodos de estudio neurobiológico, que abarcan desde modelos experimentales como C. elegans hasta el uso de técnicas optogenéticas y de imagen funcional. Los tiempos ya no son lo que eran cuando Crick (que mostró con Watson el modelo del ADN) decidió volcarse en el estudio de la consciencia. Su visión era atea y materialista, y según ella somos lo que experimentamos. Tuvo un discípulo brillante, Christoff Koch, que, en la actualidad dirige los proyectos científicos del Allen Institute for Brain Science 

A diferencia de Crick, Koch permaneció dentro del catolicismo hasta que la lectura de Nietzsche le contagió la idea de que Dios, a quien llamó a gritos algún día en la playa sin resultado, callaba porque no existía; había muerto para Nietzsche y para él. Y no solo Dios. En la misma década también murieron su padre biológico y su padre intelectual, Crick. Y Koch vio así como nunca antes la aproximación del horizonte de mortalidad, algo que muchos llevamos mal.

Hombre ya maduro, cuyos hijos se habían ido de casa a centrarse en sus estudios, cedió ante la tentación biológica, ante la frescura de una joven que contrastaba con la rutina de su hogar y el envejecimiento de su esposa. No son pocos los que pretenden rejuvenecer enamorando a una joven. Confiesa esa aventura, que terminó mal, en un libro publicado en 2012. Y de esa confesión y una entrevista personal se hace eco John Horgan, en su texto “Mind-Body Problems. Science, Subjectivity& Who We Really Are”   

Una confesión llamativa en la que muestra su sorpresa por haber dejado inconscientemente, en un lugar bien visible a su esposa, algo que ésta no debiera ver, una prueba de que, a pesar de lo prometido, aún mantenía esa infidelidad. Él mismo se había traicionado. Y recordó a Freud. No lo recordó bien, porque su lectura parece demasiado simplista, lo suficiente como para afirmar que “nuevos avances en neurociencia y tecnología están revelando la neurobiología del inconsciente dinámico que Freud, Janet y otros contemplaron”, algo que contrasta con la realidad, pues parece confundir totalmente lo inconsciente freudiano con lo que no es consciente en aspectos perceptivos y, por otra parte, banales.

Koch se mostró creyente desde la incredulidad. En cierto modo, su apoyo a la teoría de información integrada, iniciada por Tononi, viene a serlo a un monismo peculiar, el panpsiquismo. Una creencia que, no obstante, le permite dirigir a un numeroso grupo bien dotado en recursos materiales para investigar desde las perspectivas más mecanicistas las bases neurobiológicas de la consciencia.

Se tropezó con lo inconsciente del modo más obvio, queriendo lo que creía no querer, “traicionándose” a sí mismo, a su lógica, que no era la descubierta por Freud, aunque este nombre resonara en él. Tuvo la opción de indagar de la buena manera en ese misterio que parece mayor aun que el de la consciencia, aunque ambos vayan ligados, entrelazados de un modo extraño, difuso y confuso.

Se vio ante el reto de indagar qué es eso que uno mismo no sabe de sí mismo y que le induce a vivir de un modo determinado, a seguir un enfoque de investigación, a creer sin creer, a creer creyendo o simplemente a no creer, algo bien difícil. 

No lo aceptó y tradujo el inconsciente freudiano a otro mucho más “light”, al que es mucho más llevadero, a ese que Russell, como otros matemáticos, tanto apreciaba porque dejaba que trabajara solo tras el planteamiento concienzudo de un problema y ocurría que ese trabajo inconsciente servía más tarde como destello luminoso la solución buscada. 

No será la imagen funcional lo que revele a Koch ni a nadie lo que supone lo inconsciente freudiano, incluso tras habérselo encontrado de frente. De querer indagar en su propio misterio, habría de recurrir a un psicoanalista. Tomó, a pesar de ser un gran científico, la opción errónea para buscar el alma.

La neurobiología tiene el extraordinario valor de indagar en lo que es causa necesaria, aunque no sea suficiente, de lo que somos y podemos llegar a ser, así como de facilitar el desarrollo de una psicofarmacología más adecuada que la tan limitada actualmente y, de paso, mostrarnos la extraordinaria belleza del cerebro. Pero quizá su mayor valor resida en mostrar la limitación al exceso reduccionista y, con ello, la imperiosa necesidad del pensamiento filosófico y del encuentro psicoanalítico.