martes, 21 de julio de 2020

Covid-19. El virus no sólo hace turismo. También juega al fútbol.





Ayer nos llegaron a A Coruña unos cuantos jugadores de un equipo de fútbol con el coronavirus puesto (según las pruebas de PCR). Se suponía que eran positivos por la clínica de compañeros y alguna PCR positiva y vinieron. Alguien lo autorizó.

Viajaron en avión, después supongo que en autobús y se instalaron en un hotel de cinco estrellas que acoge además un complejo deportivo y piscinas para socios.Un complejo que había quedado inmaculado de cara a la evitación de contagios con algún caso puntual.

Un periódico local de amplia tirada, “La Voz de Galicia”, difundió en un artículo accesible online un cúmulo de despropósitos que, indudablemente, supone responsables, es decir, quién o quiénes decidieron y autorizaron ese viaje a sabiendas de lo que podía ocurrir. Pero, ahora, allá sus conciencias. A fin de cuentas, estamos en la “nueva normalidad” que no sólo es normal sino hasta nueva, que da gusto por eso, por la creatividad que lo novedoso induce a mucho político.

¿Qué puede suceder, además de la evolución clínica de los afectados confirmados? Obviamente, una serie de contagios (aeropuertos, avión, vehículo de transporte, hotel y sitios varios por donde hayan podido ir esos chicos). 

Los rastreadores tendrán que hacer su trabajo detectivesco a base de bien y de un modo que será probablemente inútil para impedir eso que llaman “rebrote bajo control”, porque lo que nos queda por esperar es eso, que se “controle”, aunque el control no neutralice lo inevitable. 

La vigilancia a posteriori nunca paliará la prudencia de esperar resultados de PCR “en casa” antes de subirse a un avión para llevar el virus a otra ciudad, especialmente de  modo colectivo, en equipo, aunque obviamente no se pretenda tal cosa.

El hotel de cinco estrellas que tenemos, buen atractivo turístico pasará a ser, al menos parcialmente, sanatorio para quienes debieron haberse quedado en casa, a la vez que verá como sus huéspedes sanos se van más pronto que tarde, cancelando lo cancelable, porque parece olvidarse que con el coronavirus ya no se trata de miedos (esos que se han evitado en todo tipo de fiestas clandestinas o no tanto), sino de prudencia elemental.

En cualquier caso, la noticia relevante es si el equipo local será afectado por no haber jugado ayer, y no por la enfermedad, sino por lo realmente importante, la inquietante posibilidad de descender de su posición de segunda división. Así nos va. Así nos irá.


miércoles, 8 de julio de 2020

COVID-19. ¿PRUDENCIA? LA OMS Y LA CALLE.




Volvemos a oír que el coronavirus puede transmitirse por el aire. Y no ya porque viaje en el cuerpo de turistas en aviones y lo haga tan tranquilo porque los controles de pasajeros son ausentes o inútiles. ¿Para qué hacer PCR (aunque sea grupal) en origen o destino? Mejor rastrear a posteriori, tarea imposible, si aparece algún caso en algún avión, algo probable.  

Ahora la OMS no descarta que el virus de la Covid se transmita por vía aérea”. Responde así a una carta firmada por 239 científicos en el New York Times en que pedían a ese organismo que se tomara en serio tal hipótesis.

¿Qué significa proclamar que no descarta? Nada. Supone una prudencia que no es tal, porque no estamos propiamente ante un experimento científico de dinámica de fluidos o análisis de infectividad aérea de modelos experimentales, que también, sino ante una hipótesis que, de confirmarse, implicaría reforzar las medidas de distancia y barreras como las mascarillas. Pero, ¿qué perderíamos si asumimos ya las bases, aparentemente sólidas, que sostienen esa hipótesis y tomamos esas medidas? Nada dañino. Así pues, ¿Por qué no optar por la prudencia preventiva en un ámbito que dista mucho de ser propiamente científico, como ya se vio? 

Sólo hemos tenido una evidencia en España y otros países científicamente desarrollados: los asesores preventivistas no han evitado nada, actuando sólo de elementos de apoyo a un patético y pretendidamente tranquilizador discurso político.

No estamos ahora ante un experimento neutro de contraste de hipótesis, sino ante la decisión de adoptar o no mayor prudencia ante una posibilidad que parece muy probable. Tardar en tomar la decisión correcta de reforzar medidas de distancia y de barrera supondrá más muertes si la hipótesis se confirma y no supondría ningún daño si, por el contrario, la hipótesis no llega a ser confirmada. ¿Por qué tanta parsimonia?

En Scientific American, ya se planteaba esta cuestión el 12 de mayo, aludiendo a un artículo aparecido en Nature, que no es una revista amarilla precisamente, en donde ya se contemplaba esa posibilidad de contagio por vía aérea y se proponía, entre otras cosas, el uso generalizado de mascarillas (aquí mucha gente las lleva como complemento en el codo, el cuello o la muñeca, y más gente no la lleva). Ese artículo de Nature se publicó el 27 de abril. Han pasado más de dos meses, un tiempo insignificante para confirmar una hipótesis, un tiempo vital cuando la hipótesis tiene que ver con muchos cuerpos humanos.

La relajación de medidas de prevención tan elementales como mantener distancias, lavarse con frecuencia las manos y usar mascarillas, se hace evidente en cualquier paseo. Los bares, por ejemplo, parecen considerarse mayoritariamente como salas quirúrgicas en las que la asepsia es tal que las mascarillas sobran. Pasan así a ser lugares propicios al bullicio y al narcisismo gritón que empapa de saliva el aire. En sus aledaños, en esas zonas de vinos ya vemos de forma reiterada lo que ocurre. ¿Distancia social? Sí, del orden de centímetros o de milímetros.

Se descansa en una responsabilidad individual que se sabe que es ausente, como lo fue por parte de tantos conductores sancionados en los tiempos del confinamiento masivo. ¿Por qué no se dan actuaciones policiales correctoras de desmanes que pueden, sencillamente, matar? Vivimos en la ciudad sin ley ante la pandemia. Asistimos a una pasividad que es potencialmente homicida y con un rendimiento cuantitativo que para sí quisiera cualquier asesino en serie. Un automovilista al que se le detecta una alcoholemia peligrosa puede acabar en un calabozo. Un joven sano y fuerte que contagia un coronavirus es indemne hasta de la sospecha misma. 

La consecuencia es evidente, tanto que se ve ya en forma de múltiples rebrotes en España.  Si el virus no sufre alguna mutación que sea bondadosa para nuestros cuerpos, su medio de cultivo, acabaremos de nuevo confinados. El afán de potenciar el turismo podría, curiosamente, destrozarlo por años.

No me resisto, en época de elecciones en mi tierra, Galicia, a incluir este comentario final: 

ELECCIONES GALLEGAS Y ASESORES 

Por poco. Una semana o dos antes y quedaría estupendo. Pero no. Algún asesor se fue de listo y sugirió más bien el día 12 de Julio para celebrar elecciones para el Parlamento Gallego.

Y eso acabó regular. No mal del todo, pero sí regular. De momento, que aún no sabemos cómo evolucionará la cosa. Porque hay un rebrote importante en A Mariña Lucense.

Tan llamativo que resalta en el mapa de España, con otros. Claro que para esto los expertos, que ya lo son sobrados, han aconsejado (y así se ha dictado) un confinamiento local de cinco días. Atrás quedaron aquellos catorce o quince días. Cinco son suficientes. Hasta la voz de su amo, el inefable preventivista, ha mostrado un desacuerdo que no planteó antes del 8M.

Y los colegios electorales estarán, según dicen, inmaculados, primorosos. No habrá, al votar, la posibilidad de contagio que se puede dar en celebraciones, charangas, sitios de copas, incluso en funerales.

Pero... no es, no será lo mismo que sin rebrotes. Porque otros expertos (abundan más que las arenas de las playas) insisten en que el virus, respiratorio él, se contamina por el aire (quién lo iba a decir). Y no sé yo cómo estará el aire de los colegios electorales.

¿Haremos la proeza de ir a votar en esa "fiesta de la democracia" (que para fiestas estamos)? ¿Y, si me contagio, a qué asesor se lo digo?




jueves, 2 de julio de 2020

Ser en el río.






El tiempo aparenta ser algo medible. Pero sólo en una de sus manifestaciones, como Chronos. No lo es Aión, tampoco Kairós.

Decía Lord Kelvin que sólo hay conceptos claros cuando se puede medir aquello de lo que se habla (“When you can measure what you are speaking about, and express it in numbers, you know something about it”). Y eso supondría una buena concepción del tiempo objetivable, cronológico. Sin embargo, algo así es discutible.

Sí sabemos de calendarios con ciclos circadianos, estacionales, anuales, orientados por ritmos astronómicos, pero inscritos en una direccionalidad que estructura las edades del ser humano. "Cumplimos" años. De “flechas temporales” se habla a veces. Nos orientan la cosmológica (el Universo tuvo un inicio y evoluciona), la termodinámica (la entropía del Universo aumenta) y la psicológica (podemos recordar eso a lo que llamamos pasado, pero no el futuro). 

Y, sin embargo, lo aparente apunta a un fondo de misterio. Desde Einstein, la imbricación del espacio y el tiempo, algo tan poco intuitivo, ha mostrado su potencia a la hora de explicarnos precisamente lo maravilloso predecible y no intuible desde la concepción newtoniana. Algo parecido ocurrió con la mecánica cuántica. Si la perspectiva atómica triunfó claramente en la comprensión de la materia y en la discretización de la energía, hay físicos que plantean que algo así también se daría con el tiempo, aunque fuera a escalas inconcebiblemente pequeñas. A la vez, hay quien simplemente niega el tiempo, considerándolo una mera correlación fenoménica.

Heráclito nos dijo que no nos bañamos dos veces en el mismo río. ¿Qué río? No siendo yo filósofo, no osaré interpretar esa frase de alguien a quien se le llamó “el oscuro”. La recuerdo sólo como elemento poético, por llamarlo de alguna forma, seguramente muy exagerada.

Es cierto que un río fluye y que cambia. En ese sentido, puede decirse con propiedad que ningún río será el mismo hoy que ayer. Sin embargo, lo que lo constituye principalmente, el agua, es indistinguible en términos moleculares o, si se prefiere, atómicos. No desaparecen unos para dejar paso a otros distintos. Dos, mil, o un billón de billones de moléculas de agua son idénticas entre sí. Todo cambia... o no tanto. No, al menos, el agua del río a escala microscópica. Sí lo hace macroscópicamente el río y su entorno, de modo cíclico estacional y a mayor escala en términos geológicos.

Pero no es probable que fuera el cambio del río en sentido literal lo que le interesara a Heráclito.

¿Qué cambia? Parece que quien se puede bañar en el río. Nosotros. Los que vivimos y moriremos. 

En su “Nueva refutación del tiempo”, Borges decía que “el tiempo es un río; pero yo soy el río”.  

Yo. Un término curioso. Tenemos tendencia a la visión narcisista, a una perspectiva cartesiana alejada de la realidad y desterrada por el psicoanálisis. Pero más allá, más alejado del presente, si algo es concebible de ese modo, como actualidad tan pretendidamente pura como inasible, vemos que lo individual es un modo de hablar y que hay una experiencia subjetiva que se ancla en la ontogenia misma de la que parte, y también en la filogenia (aunque ésta no sea recapitulada por aquélla).

Somos en y con una dinámica vital compartida con otros seres. Somos en un flujo material, en ese río.

En su obra para la Facultad de Medicina, Klimt pintó solo un afluente, el de la especie humana, que nace, crece, se reproduce y muere. Hygeia, que sabe de ese flujo, le da la espalda, impávida y orgullosa. A fin de cuentas, es hija de un dios.

Ese afluente confluye con otros viejos y se unirá a otros nuevos en el gran río de la vida, rico en especies, en presas y depredadores, en vida y muerte. Relaciones alométricas, determinantes genéticos, contingencias diversas, regirán tiempos de permanencia en el río. Cambios raros en su flujo como la caída de un meteorito modificaran su composición vital.

El río de la vida no es solo biográfico, sino biológico en el sentido más amplio, porque todas las especies, en mayor o menor grado, se relacionan entre sí. Un afluente, el vírico, se ha unido recientemente a nuestro afluente para desgracia nuestra, pero así es la vida y su dinámica. Llevamos incrustadas en nuestro genoma más secuencias virales antiguas que las que llamaríamos “propias”, esas que informan nuestras proteínas. ¿Qué es lo “propio”? Parece pueril hablar de determinismos genéticos de modo excesivo.

Ese substrato biológico lo es de nuestra posibilidad humana, trágica al convertirse en biografía si ésta se pretende auténtica. 

A la vez, cada individuo no es un ente estático en ese río, siendo prácticamente todas sus células removidas a la vez que fluye en él. Nos destruimos y construimos, rechazamos e incorporamos información de seres muy diferentes y que suponíamos alejados. Cambia el río porque cambiamos nosotros y todos los elementos de vida con los que nos relacionamos. Cambia el río porque todo lo que parece diferente y estático en apariencia, las especies, también lo hacen, naciendo, viviendo y muriendo, a veces dando paso a otras que de ellas emergen.

Es un río extraño por maravilloso, por estar lleno de “mirabilia”. 

En realidad, sólo una vez se baña cada cual en él, el tiempo en que vive. Algunos suponemos una desembocadura, un mar. No es raro que Freud hablara de la perspectiva mística como de algo oceánico. Pero eso ya es suponer, creer, incluso confiar, en ese viejo y noble sentido del término "fe", tan deteriorado.

Vislumbrar ese océano hace que el río cobre un cierto sentido direccional, pero, en realidad, eso quizá sea lo menos importante en comparación con sabernos río con tan diferentes seres, incluso aquellos que pueden hacernos salir prematuramente de él.