sábado, 12 de septiembre de 2020

ENSEÑAR

 

Imagen tomada de Pixabay

 

“Lo que experimento ahora al jubilarme de la docencia me ha dejado huérfano”. 

George Steiner. "Lecciones de los maestros".

 

Docencia, docere… Nada hay más hermoso en la actividad humana. 

 

La orfandad de Steiner es natural, es aceptable. ¿Cómo no entenderla?

 

Uno es en la medida en que enseña, podríamos decir de modo general. Se es padre cuando se enseña, cuando se educa, porque esa separación entre educación y enseñanza no existe propiamente en el ámbito de lo humano. Hasta el término “información”, incluido ahí, se ha degradado. No somos robots informados, sino humanos dichos.

 

No se trata de transmitir un corpus de saber básico o erudito, no se trata de aferrarse a un canon.

 

No se trata tampoco de entretener a niños depositados en un universo concentracionario que facilite el trabajo de sus padres y que los prepare para la disciplina de la empresa.

 

Enseñar es algo más. Es algo transferencial, como ser médico, pero del mejor modo, pues hablamos de medicina anímica, de “paideia” auténtica.

 

Es lo más excelso de la actividad humana. Un cirujano es bueno si hace excelentes intervenciones, pero se le requiere que enseñe ese saber, que facilite que otros no sólo sean como él, sino que lo superen. Un cirujano es bueno si muestra el valor de la cirugía, si la enseña, si se vuelca en esa transferencia, de tal modo que otros, más jóvenes, más arrogantes de lo que él haya sido, puedan superar al maestro.

 

Lo mismo puede decirse de otros ámbitos, desde el artístico al científico. He conocido a algún discípulo del gran Feynman. No sólo penetraron en él los bellos diagramas, el sentimiento sublime de la legalidad física, sino también algo del maestro, de su modo de percibir la realidad, el misterio que la soporta y supone.

 

Yo tuve pocos maestros, pero excelentes. Bastó con poco, con lo esencial. Mi amigo Norberto me enseñó, casi sin darse cuenta, que la Medicina tenía que ver con la belleza. Mi amigo José me centró al hacer mi trabajo de tesis. Mi amigo Manuel me enseñó lo crucial, escuchando lo irrelevante más que lo que yo pudiera considerar esencial. En realidad, no son tan pocos. Mi amigo Fidel, que sabe de almas, poesía y arte. Mi amigo Gustavo, que me deslumbra con su visión del mundo. Mi amigo Luis, que me remite a la sabiduría de Hölderlin, como si él no fuera ya maestro. Mi amigo Pablo, médico humanista, o Alfonso, que atiende niños y calma incertidumbres.

 

Hay tantos, además de los que afortunadamente viven y están ahí…  Uno se cree autodidacta, pero es enseñado incluso así por muertos. 

 

¿Cuántos no nombrados ahora son en este instante y serán recordados por mí hoy mismo, mañana o más tarde, así, como maestros de vida? Todos los que me regalaron la enseñanza que confiere la amistad. Y también tantos que me regalaron una sonrisa en tiempos de penumbra. No es preciso nombrarlos porque no sería suficiente; son afortunadamente muchos y de algunos ni siquiera sé su nombre. 

 

Ser humano es ser enseñado… hasta por un gatito o por un árbol, ese “axis mundi” referencial, que nos sitúa, que nos enseña de esa coincidencia de opuestos, de lo estático de la permanencia y lo dinámico del crecimiento.

 

Y, por si fuera poco, uno descubre que, creyendo enseñar, ocurre que aprende, que es enseñado. Mi amigo Tomás me enseñó, desde su juventud, más de lo que yo pudiera aportarle desde mi supuesto saber, tan pobre, tan de viejo.

 

Y esos que tanto tiempo consideré (y considero, seamos serios) mis enemigos, porque así se han manifestado, me han enseñado también, primero que no son propiamente tales, porque sencillamente no existen en esa categoría más que como constructo de cada cual. Y me han mostrado que el mundo es así, con sus miserias, que todos compartimos en mayor o menor grado, algo que también es de agradecer. 

 

Al final, lo importante no será lo que hemos aprendido, sino lo que hemos podido enseñar, de verdad, del modo más amoroso, porque se trata de trasladar, de compartir, la experiencia de la belleza del mundo, el sentido del sinsentido, esa aproximación singular al Gran Misterio.

 

Coartar la posibilidad de enseñar, cohibirla bajo una pretensión de orden, es brutal. Lo sé bien, por experiencia. Y, por serlo, es casi imperdonable. El mismísimo Jesús, el gran maestro, se refería a que más les valdría a quienes desvían de la enseñanza, que se les colgase una piedra de molino y que fueran así arrojados al mar (Mt. 18,5-7).

 

Decía San Juan de la Cruz que, al atardecer, se nos juzgará en el amor. No es poco. Y nosotros mismos seremos nuestros jueces. Será entonces, quizá, cuando uno se pregunte, y yo, ¿Qué enseñé a quién? ¿Valió la pena? Cabe la espera en la benevolencia de ese Amor que impregna los átomos del glorioso universo.

 

Aunque sólo unos pocos han sido nombrados, vaya esta entrada dedicada a todos mis amigos, afortunadamente muchos, algunos incluso desconocidos para mí.


8 comentarios:

  1. Muchas gracias querido amigo Javier
    Un abrazo y salud.

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    1. Muchas gracias a ti, querido Fidel.
      Un abrazo.

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    2. Magnifico articulo,Me siento muy orgulloso por tu alusión a mi persona.Un abrazo

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    3. Muchas gracias a ti. El orgullo es mío. No todo el mundo tiene buenos maestros.
      Un abrazo.

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  2. Querido Javier: me emociona que -más allá del inmerecido título- me incluyas entre tus maestros. Yo solo poseo un minúsculo saber de algunas pocas cosas, mientras que tú eres verdaderamente sabio, esa sabiduría que raramente se encuentra hoy, por no estar parcializada, ni especializada, sino que mira el mundo desde una amplia perspectiva, esa que fue desapareciendo en el último siglo y que por fortuna se refugia aún en algunos seres especiales como tú.
    Yo también he tenido la suerte de tener maestros, en el sentido más profundo de la palabra, y comparto totalmente tu concepción de lo que significa enseñar. Enseñar es, como lo dices, algo que no se contenta con el conocimiento o la información. Enseñar es transmitir el amor al saber, un amor que por desgracia se va extinguiendo. Ahora que soy ya un hombre grande, la vida me ha dado la oportunidad de ejercer el noble oficio de abuelo, ese gran arte del que hablaba Victor Hugo. Cuando tengo a mi nieto junto a mí, cuando puedo hablarle, cuando le enseño el mágico misterio de las letras, los prodigios de los pájaros, o la industriosa tarea de la hormiga, siento que mi vida tiene mucho más sentido que nunca, que nada es más importante que esos instantes, que no hay mejor herencia que pueda legarle.
    Un abrazo,
    Gustavo Dessal.

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    1. Querido Gustavo,
      Me honras con tus palabras, tan generosas desde el afecto.
      Lo dices a la perfección: "Enseñar es transmitir el amor al saber". Una frase para tener grabada de modo indeleble, porque une algo que no puede disociarse, saber y amor. Sólo puede saber algo quien ama saber, de verdad, sin buscar la erudición, sin aspirar a prevalecer, sólo por el saber mismo. Y, a la vez, ese saber sostiene el amor.
      No puedo compartir (de momento, al menos) esa fantástica experiencia que puede suponer ser abuelo. Sin duda, enseñar a un niño es, permíteme que lo diga (y ya sé que eres ateo), un regalo de Dios, porque contribuye a hacer a Dios mismo, a construirlo ("Yo seré el que seré", traducen algunos la expresión de la zarza ardiente).
      Creo que Einstein fue "marcado" en el mejor sentido por un regalo infantil, una brújula. Ahora la tenemos como app en nuestros móviles, pero una brújula, una aguja imantada que se orienta por algo que es invisible supone la gran maravilla. Y, sin embargo, más maravilloso aún es tener alguien que la muestra, que realza la belleza de un pájaro, que acompaña a ver una película de héroes, que hace fijar la mirada en lo más cotidiano y, a la vez, milagroso, como esas hormigas, esa cristalización del lenguaje en algo escrito...
      Enseñar es exactamente lo que indicas, es compartir lo mejor de uno mismo, la apertura a la infancia. Y ya ves, es algo que se echa en falta en muchísimos científicos, la pérdida de la ilusión, del juego infantil, que debieran ser guiados, retomados, por un maestro, por alguien que se haga niño en esa actividad. Es imprescindible el retorno a la infancia de la Ciencia, y lo es, curiosamente, para evitar el infantilismo en el que tantas veces incurre.
      Esta entrada, a mí me ha valido la pena, porque hoy me has alegrado el día y me has dado una gran fuerza para seguir viendo lo que realmente importa.
      ¿Cómo no te iba a citar? Todos quienes nombré me habéis influido en el sentido que expresas, de un modo u otro, de amor al saber ... para poder precisamente amar. Un amor al saber que, a veces, todo ha de decirse, tiene consecuencias dolorosas, pero que siempre confiere un cierto modo de sentido, de transitar por la vida.
      Un fuerte abrazo
      Javier.

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  3. ¡Qué escrito tan bonito!
    Recuerdo que cuando empecé en la enseñanza (¡educación!) tenía muchísimas dudas y miedos. Había pasado directamente de la facultad al aula con niños y niñas de 10 años sin ninguna formación específica (entonces se podía hacer). Al finalizar el primer curso se me acercó el padre de uno de mis alumnos más "traviesos" y me felicitó. Al preguntarle yo el porqué, me dijo: "Porque mi hijo te quiere". Esto cambió mi vida y mi noción de lo importante en la educación. Más allá (¡mucho más allá!) de los manuales, está el amor por tus alumnos, hay que quererles, quien no lo haga, que no se dedique a ello (hay demasiados que no lo hacen).

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    1. Gracias por este comentario.
      Dices "esto cambió mi vida". No es poca cosa que un niño quiera a quien le enseña. Esa impronta que ha recibido una respuesta tan hermosa, tan sencilla y realista como solo un niño sabe expresar, supone un saber lo que se trae uno entre manos, nada menos que ayudar a alguien en un momento de su vida que puede ser crucial.
      Quien no sabe querer a quien enseña, no puede enseñarle ningún saber.
      Un abrazo
      Javier

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