jueves, 22 de julio de 2021

MEDICINA. Covid 19. Miedos y negacionismos.

 

 


Imagen tomada de Pixabay


“El espíritu humano fabrica permanentemente el miedo para evitar una angustia morbosa que desembocaría en la abolición del yo”. 

Jean Delumeau. El miedo en Occidente.

 

 

    Parece darse cierto mecanismo de defensa que nos hace negar la realidad cuando es inquietante. Sucede a escala individual y también colectiva. Esa negación es propiciada frecuentemente por los gobiernos porque se considera que es peor el miedo que el peligro real de lo que se teme.

 

    La gama de temores posibles es extraordinaria, y abarca desde el miedo realista que induce a medidas de prudencia hasta el miedo al miedo mismo causado por los ataques de pánico aparentemente inmotivados. Es, en la práctica, imposible ponerse en el lugar de quien sufre un terror a la muerte inminente a causa de un infarto. Y también difícil entender el poder paralizante de muchas fobias.

 

    A la vez, el valor mostrado en un ámbito, bélico incluso, puede asociarse a una gran cobardía en otro, como tan bien lo describió Stefan Zweig en su obra “La impaciencia del corazón”. 

 

    Los objetos del miedo han ido cambiando a lo largo de la Historia, algo que nos muestra con gran sabiduría Jean Delumeau. También han cambiado las actitudes frente a lo temido, convirtiendo muchas veces a inocentes en chivos expiatorios de males reales o imaginados. 

 

    De los miedos posibles, no son menores los que surgen ante la enfermedad y la muerte. Con una Medicina muy avanzada, parecía que el problema lo teníamos con las distintas formas de cáncer, con enfermedades degenerativas, infartos de miocardio, ictus, … pero no con los microbios. Sí, se empezaba a tener más respeto a las resistencias bacterianas, pero quién iba a pensar en un virus. Ahora ya sabemos, no totalmente, lo que ocurrió con éste. El cuidado se dirigía en tiempos normales a pacientes; en 2020 y lo que llevamos de 2021 el cuidado se dirige al sistema sanitario mismo, a evitar su colapso.  

 

    Y, en plena pandemia asistimos, curiosamente, a la negación de lo evidente. Se hizo al principio, cuando los expertos y autoridades sanitarias se referían a que la situación estaba controlada, “en contención”. Se siguió haciendo fácticamente con la indecisión política reiterada y apoyada por pretendidos expertos. 

 

    Demasiados muertos, demasiados pacientes crónicos cuya evolución se desconoce todavía en su diversidad, ignorancia sobre cómo la nueva variante puede afectar a corto o medio plazo a niños. Un impacto económico brutal reflejado en las colas del hambre. Aplausos que se apagaron. Todo sobradamente conocido. Pero afortunadamente, gracias a la ciencia básica y a la avanzada técnica farmacéutica, la vacuna, en distintas versiones, todas eficaces, aunque con muy infrecuentes efectos secundarios serios, ha alcanzado ya a un amplio, pero insuficiente, sector poblacional en nuestro primer mundo y, en conceto, en nuestro país. La conveniencia de extender la vacunación a los niños en la actualidad o el criterio de cuándo sería adecuado hacerlo están siendo discutidos, especialmente para menores de 12 años (véanse este artículo y este enlace a los CDC) por lo que esta breve reflexión se refiere sólo al caso de adultos.

     

    Parece que podemos respirar (incluso en sentido literal), gracias a las vacunas, como ha sucedido a lo largo de la Historia con otras enfermedades muy serias, pero tenemos un problema, el de la negación de muchas personas adultas a ser vacunadas. Una negación que parece surgir de dos miedos diferentes. Uno es el temor a efectos potencialmente graves, incluso letales, aunque muy raros, que se han asociado a vacunas. El otro es el miedo propio de la creencia mágica, el “conspiranoico”. 

 

    A efectos prácticos, poco importa el motivo de cada negacionista, pero sí y mucho sus efectos sobre la población, pues hay algo meridianamente claro. Mi inmunidad no depende sólo de que yo opte por estar vacunado, aun siendo esto crucial, sino de que quienes me rodean también lo decidan. Ese es el valor de la inmunidad grupal, que favorece la protección que confiere una vacuna y que incluso llega a proteger al sector minoritario que no la haya recibido todavía.

 

    Al negacionista “lógico” el cálculo probabilístico que compara riesgos altos de enfermar por Covid con los muy bajos asociados a vacunas no le convencerá casi nunca si se encuentra bien y confía firmemente en estarlo, pase lo que pase alrededor (muchos comparten ya, sin vacuna, conductas sumamente imprudentes), o si su miedo a los efectos de la vacuna son muy fuertes y prefiere esperar a que la situación remita por vacunación masiva… de los demás.

 

    En cuanto a los que creen ciegamente en tonterías (que el virus no existe, que el tratamiento bueno es agua de la fuente o la MMS, que las vacunas son un modo de enfermarnos o de controlarnos con tecnología 5G, etc., etc.), algo que, en vez de ser reducido a foros de “conspiranoicos”, resuena en los medios de comunicación con afán pretendidamente crítico, no hay mucho que hacer, porque la creencia mágica es, siempre lo fue, impermeable a cualquier evidencia. 

 

    Se habló en su día, y se sigue hablando, de la posible obligatoriedad de la vacuna, cuestión éticamente delicada, pero cuestión a plantearse en el orden pragmático restrictivo, porque, en el estado actual del conocimiento sobre la Covid y las vacunas relacionadas, sabemos ya que todo tiene su precio y que hay, aunque sea mínimo, un riesgo asociado a la vacuna. Vacunarse disminuye muy claramente el riesgo de enfermedad por Covid, especialmente de enfermedad grave y de muerte. En ese juego, quien no se vacuna pudiendo hacerlo, no sólo asume una actitud que podría considerarse suicida por jugar a una especie de ruleta rusa con un virus potencialmente letal o que puede dejar serias secuelas (“covid persistente”), sino una actitud con apariencia de homicidio imprudente porque su “revólver” también dispara a los demás, a quienes puede contagiar e incluso matar. 

 

    Por eso, el cuidado de la ciudadanía requiere una decisión política firme, como la enunciada recientemente en Francia por el presidente Macron. No vacunemos a quien no quiera, no obliguemos, pero que quien individualmente rechace algo colectivamente bueno asuma el propio coste personal en los ámbitos clínico, profesional, social o económico que su decisión puede conllevar. La solidaridad debe primar sobre egoísmos y magias. 

 

    Un artículo de la sección "News" de "Nature" indica que la mayoría de personas de países pobres habrán de esperar otros dos años para ser vacunadas. Según se recoge en “Our World in Data” sólo un 1,1% de los países pobres han recibido al menos una dosis. Presenciamos y permitimos coqueteos negacionistas a la vez que olvidamos el significado del término “pandemia”.

viernes, 16 de julio de 2021

MEDICINA. La obsesión nosológica. Lo idiopático o el resto esencial.

 


“El hombre puso nombres a todos los ganados, a todas las aves del cielo y a todos los animales del campo”. Génesis 2, 20.

 

    Nombrar es el gran acto simbólico de la “auctoritas” que acoge al otro desvalido. Nuestros nombres y apellidos nos han venido dados por nuestros padres y los ancestros anteriores a ellos. En el mundo romano, un hijo natural podía ser rechazado, expuesto, expósito, a la vez que alguien, ya adulto, podía ser adoptado, aunque no hubiera ningún vínculo de sangre. 

 

    Fuera de la familia, de ese ámbito de jerarquía fundada en el nombre del padre, en el “pater familias”, se podía y aún se puede reconocer a alguien precediendo su nombre con una nueva expresión que rememora al viejo “cursus honorum”. Uno pasa a ser “Don”, “Doctor”, “Profesor”, “Excmo. Sr.” “Sir”, “Lord”… Algo así como si lo curricular llegara a hacerse esencial en la vida de alguien.

 

    Linneo siguió mejor que nadie que lo precediera la misión bíblica, poniendo nombre a animales y plantas, que fueron agrupados jerárquicamente desde los “phyla” a las especies. Darwin propició las bases de una taxonomía más adecuada, propiamente filogenética, pero que no llegó a arrinconar en absoluto el trabajo de Linneo.

 

    En cierto modo, nuestro nombre nos confiere un ser. De alguien importante por el motivo que sea no se dice que tiene un nombramiento, sino un nombre, que ha logrado de forma meritoria o al que le ha hecho honor si es de origen familiar.

 

    Nombrar se ha hecho obsesivo. Nuestros académicos nombran todo lo que suponen nombrable, desde estrellas a insectos, desde fósiles de animales extintos hasta diatomeas actuales. Nombrar es el primer paso para hablar de algo. Nadie sabía de un virus llamado SARS-CoV-2 antes de la pandemia que sufrimos. Ahora eso, que en otro tiempo sería un “être de raison”, es visible y nombrable hasta en sus variantes, asociadas a letras griegas.

 

    La Ciencia trata de explicar el mundo e incluso a nosotros mismos. El método científico, simbolizado por aquella fruta edénica, subyace al deseo de explicación del mundo y de nosotros mismos. Tras morder y gustar la manzana, caben varios tipos de preguntas, siendo dos importantísimas el “cómo” y el “por qué” fenoménicos. Pero, precediéndolas y sucediéndolas, existen dos formas de otra, ¿Qué? Esa cuestión es la inicial, la nominativa y taxonómica. Y también acaba siendo, de otro modo, la final, la ontológica o, con más sencillez, la hermenéutica: ¿Qué es? Parece que se trata de reducir al máximo lo importante, lo esencia, pero lo sencillo abruma; ¿Quién podría decir con propiedad qué es un fotón sin limitarse a relatar sus propiedades? ¿Quién podría decir qué es la vida? 

 

    La Medicina no es ajena al afán taxonómico traducible como nosología, como una clasificación de enfermedades. Algo osado porque no parece fácil en muchos casos. Y, a la vez, algo necesario desde el punto de vista metodológico y pragmático. Si sabemos de qué hablamos podemos abordarlo, tratarlo, al estilo que recuerda a Lord Kelvin, no médico, pero he ahí que acabamos confiriendo ser precisamente a la falta que afecta al ser mismo. 

 

    Muchas enfermedades se parecen semiológicamente, pero su diferente etiología se corresponderá con la adecuación o no de un tratamiento dado. La visión médica actual es etiológica y neo-mecanicista, incluso aunque se desconozcan relaciones etiopatogénicas, como suele suceder en Psiquiatría, con intentos patéticos como los del DSM en sus “progresivas” versiones. 

 

    Esa perspectiva de conferir ser a la carencia, incluso aunque su etiología sea no carencial, como sucede con la microbiana o la proliferativa, neoplásica, “ontologiza” a la propia enfermedad a tal punto que quien la sufre pasa a tener el nombre de ella, de lo que lo aflige o lo pone en riesgo lejano o inmediato de muerte, y así se hablará del diabético tal o del ACV cual. Uno pasará a “ser” una “neo”, un íleo, un SCASEST. El viejo ideal hipocrático pronóstico subsiste, aunque muy malamente, a la hipertrofia diagnóstica y muchos casos diferentes se englobarán con frecuencia llamándoseles “terminales”. 

 

    Ese frenesí taxonómico no soporta la ignorancia, menos aún la incertidumbre, y hará toda clase de pruebas diagnósticas hasta excluir todo lo imaginable y obtener una marca diagnóstica en la que todo estará condensado, el futuro pronosticado, y uno, como paciente, como “caso”, será predicho en el declive. Hasta su ser en el mundo será insensatamente dicho. Sólo después de un silencio del cuerpo o del alma resistente a todo tipo de pruebas, a veces cruentas, se asumirá un término ya antiguo y que no dice nada referido a una causa. Se hablará de algo “idiopático”.  Es un término que curiosamente se ha hecho sinónimo de otro, “esencial”.

 

    Quizá fuera bueno que los nuevos médicos se pararan en la importancia esencial de eso que así es llamado. Esencial. Da igual que se trate de una hipertensión o un temblor. El término “esencial” se sigue usando sin apreciar lo que realmente indica, la ignorancia que subyace al hablar de la falta en ser de alguien, eso que siempre fue de la mano de la Medicina, la que subyace al quehacer clínico. 

 

    Olvidamos con frecuencia que la Medicina fue mágica antes que científica y sencillamente mirada empírica antes que comprensión molecular. Y así no sólo se avanza; también se facilita lo peor, que ocurre cuando alguien, un paciente, es convertido en algo, un organismo constituido por fragmentos que enfocan la mirada de múltiples especialidades. Al lado de simplificaciones obscenas (es un viejo, es un psicópata, es un oncológico, es un terminal…) hay la obsesión nosológica que no ve a un ser humano como doliente sino como reto intelectual, clasificatorio. En ese marco, el frenesí diagnóstico basado en multitud de pruebas “complementarias”, algunas con riesgos potenciales asociados, está servido y supone con frecuencia una peregrinación del paciente entre especialistas de campos parcelados, que miran trozos de cuerpo, que llegan a priorizar lo epistémico a lo pragmático, el diagnóstico a la cura, porque no siempre van necesariamente ligados. Es esa obsesión tantas veces inhumana la que puede confundir lo horrible con lo bello, llegando a decir de alguien que es un caso “precioso”, algo que preludia casi siempre la catástrofe para el así destacado. La perversión estética parece haberse hecho consustancial desde hace años a la mirada de muchos médicos.

 

    En aras del supuesto saber, se prescinde de la docta ignorancia, de poner en juego como clínico al alma, a la incertidumbre, primando el bienestar de quien se atiende ante la mirada anatómica o molecular, tan necesarias como auxiliares, tan peligrosas como pretendidamente esenciales. Esa contemplación autista, por más que sea compartida en esa entelequia conocida como trabajo en equipo, que nunca es tal, es reductiva y cruel, y no tolera carencias en su persecución de la marca taxonómica, nosológica.

 

    Y, sin embargo, todos quienes fuimos o seremos pacientes, agradecimos y agradeceremos la mirada limitada y humana del médico, de quien no entiende su ejercicio al modo de la Hygeia de Klimt, sino como arte científico y compasivo en el noble sentido del término. Es médico quien se resigna cuando es preciso a asumir eso que, por ponerle un nombre, se llama idiopático o esencial, poniendo todo el empeño en curar, aliviar o acompañar, más que en nombrar.