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miércoles, 15 de marzo de 2023

MEDICINA. Del pronóstico al horóscopo.

 


Imagen tomada de Wikimedia Commons

    “Tiene una demencia fronto-temporal”. El paciente que escucha eso se queda, como su esposa, sólo con un término, “demencia”. Algo terrible, una condena que se augura desde las imágenes que arroja un estudio SPECT, tras el cual vendrán otras pruebas de imagen.


    Lo que era psicológico se ha hecho psiquiátrico y se ha transformado en neurológico. La Psicología miró a la Psiquiatría y ésta ha sido abducida, en su afán biologicista, por la Neurología.


    El paciente se encuentra bien; de hecho, puede seguir trabajando como siempre hizo, enseñando. Le pagan por eso; afortunadamente, no piden la opinión del médico que recuerda al astrólogo, con la diferencia de que, en vez de mirar los astros, consulta brillos asociados a riego sanguíneo de regiones cerebrales. El paciente supone que se le habla de una mera posibilidad, porque no percibe alteraciones de memoria y se ve lejano a lo que la expresión diagnóstica le anuncia. Si se le ocurriera acudir al doctor Google para entender más sobre su diagnóstico, se tropezará con Bruce Willis, que ya no reconoce a su madre … por causa de la demencia frontotemporal, lo mismo que le han dicho a él. 


    ¿Será verdad? ¿Por qué no? Su madre ya sufrió  “alzheimer”, como su abuela, pero… a saber. Hasta no hace muchos años toda demencia era enfermedad de Alzheimer, un diagnóstico que sólo podía establecerse con rigor en necropsias. 


    Bien. Y ahora, ¿qué? Pues ahora nada, más allá de esperar lo peor y tratar de conjurarlo esforzándose en resolver problemas matemáticos o del modo que suponga un desafío intelectual; una creencia injustificada, pero a algo hay que aferrarse.


    Parece terrible. Un diagnóstico que implica un pronóstico infausto para el paciente y su familia, que no sabrán cómo enfrentarse al futuro que la expresión diagnóstica augura. Pero lo terrible, sin embargo, ya reside paradójicamente en que quizá al final la predicción no se cumpla, que se le haya proporcionado sin urgencia alguna la traducción simplista de una señal, algo que siempre ha acompañado a la incertidumbre del saber clínico.


    Estamos, con este caso, como con tantos otros que puedan darse, ante dos grandes horrores, y a la vez errores, de una medicina excesivamente cientificista.


    1. La ignorancia estadística, por la que se tiende a confundir probabilidad con certeza. La imagen SPECT carece de una sensibilidad y especificidad que sean del 100%, a diferencia de otras pruebas diagnósticas. Si tenemos en cuenta la prevalencia de la enfermedad evaluada, el valor predictivo positivo decae más que el publicado en ocasiones teniendo en cuenta sólo el tamaño muestral del estudio que lo expresa. Es decir, se augura algo que puede no acontecer jamás en la vida del paciente diagnosticado, en este caso, de demencia fronto-temporal. Lo probabilístico dice mucho a escala de grandes números, sugiriendo asociaciones de un patrón de imágenes con alguna enfermedad, pero dice poco a escala individual. 


    2. El olvido del alma. El otro horror y error reside en confundir el derecho del paciente a saber sobre su diagnóstico y pronóstico con el deber de saber, lo que induce con frecuencia a los médicos a expresar información no solicitada, a hacerlo con crudeza o incluso a mostrar un abanico de posibilidades en un diagnóstico diferencial no acabado. Un médico debe informar si se le solicita,  no está obligado a augurar crudamente lo peor. Y parece injustificable si además hay incertidumbre, intrínseca a las limitaciones de la propia técnica complementaria (es curioso que las pruebas complementarias dejen de merecer ahora tal nombre) y demás factores de confusión, incluyendo los farmacológicos.


    La medicina fue siempre pronóstica, ya desde los tiempos de Hipócrates. Y, en el ámbito de lo psíquico y psiquiátrico las técnicas de imagen son buenas herramientas de estudios de asociación frecuentistas, pero mucho menos a escala singular, que requiere, al menos, un enfoque bayesiano que reúna previamente a la brutal afirmación diagnóstica - pronóstica, otros factores que la avalen. La mirada frecuentista debe ceder a la singular, teniendo en cuenta además si hay una posibilidad de intervención que cure o palíe un acontecer infausto que se anuncia en el encuentro clínico, porque, de no haberla, ¿Para qué anunciar lo peor?


Demasiados médicos adoptan un criterio probabilístico frecuentista, tan burdo como infantiloide, que acaba haciendo de su pronóstico mero horóscopo. Tal enfoque confunde al sujeto con el individuo muestral, y a una herramienta de ayuda diagnóstica con el oráculo determinista inapelable.


Tenemos un cerebro, pero no somos un cerebro. El olvido de la ciencia acarrea soberbia cientificista. El olvido del alma corporeiza del peor modo al ser humano en una concepción neurocéntrica. Nos encaminamos así a una medicina que justificadamente puede calificarse de desalmada.

martes, 25 de agosto de 2020

Resurrección



 

And Death Shall Have no Dominion”

Dylan Thomas

    La vida la da Dios. 

 

    Se ha dicho eso muchas veces, diciendo todo, no diciendo nada. 

 

    Referirse a Dios supone que uno es “creyente”, pero ese término, degradado, no dice propiamente nada, ni de Dios, reducido a imposible objeto de creencia como conjunto de postulados históricamente formulados, ni de uno mismo, pretendidamente sujeto libre de creer o no en lo que no ve, siendo así que uno sólo puede atreverse a creer lo que ve más claramente, aunque sea en penumbra. 

 

    Referirse a la vida supone que sabemos de lo que hablamos si decimos que vivimos, pero eso es imposible porque entramos en el propio misterio de ser aquí y ahora, sin “porqué”, como la rosa de Angelus Silesius. No vivimos si pensamos la vida.

 

    Referirse a la muerte sólo puede hacerse en tercera persona. Y no morimos porque otros mueran. En la práctica, si pensamos en la muerte, morimos algo y, si pensamos en la vida, dejamos de vivir también algo. 

 

    En la vida y en la muerte somos de Dios, decía San Pablo en una carta a los romanos. Somos en, de y con el Misterio.  

 

    Tal parece que nuestra alma sólo puede reconocerse en vida estando animalizada, encarnada. ¿Quién sabe? Quizá se sepa, sin saberlo, mejor viviente un caballo al galope que nosotros mirando el reloj y haciendo cosas o cansándonos de reflexionar y de pensar lo impensable. 

 

    Y, por eso, una imaginada y a veces esperada resurrección ha de suponer lo corpóreo, lo reanimado de un modo que no sería menos misterioso que la animación inicial de lo que, desde una célula, se hará organismo humano y sujeto, singular, único en todo el tiempo cósmico. Y, por eso, una imaginada y quizá esperada resurrección es ajena a la insoportablemente aburrida y absurda inmortalidad. 

 

    Es posible que bastante tengamos con vivir lo cotidiano y, cuando toque, morirnos. Morirnos si podemos, porque no es lo mismo morirse viviendo ese proceso que morirse a secas. Y eso hemos de reconocerlo. Hemos perdido en buena medida el saber morir, en un contexto neomecanicista vigoroso, en lo que se va muriendo es el cuerpo-máquina en simbiosis con el soporte-máquina, a no ser que lo en otros tiempos temido, la muerte súbita, nos evite esos incordios. 

 

    Pero la vida es demasiado misteriosa para aceptar sin más ni más la Nada al final, la aniquilación absoluta, la muerte como gran castración.   

 

    El misterio de lo más corriente, de lo más cotidiano, reside en lo más infantil. Huizinga se refería al Homo ludens. En cierto modo, somos humanos sólo si jugamos, si reconocemos el juego de la propia vida en nosotros. Y ese juego, por intemporal, aunque en el tiempo se dé, remite a lo eterno de los instantes humanos, algo bien distinto a la pretensión de una imaginada inmortalidad, porque la muerte, que es de cuerpos… no tendrá el señorío, como poéticamente afirmaban Dylan Thomas o Quevedo. 

 

    Y mientras, en ese tiempo corto o largo, siempre según se mire, podremos hacer algo con eso en lo que ni siquiera hay que pensar, con la vida, con el alma que la hace vibrar y sonreír.


sábado, 25 de enero de 2020

AMOR, ANIMA, ALMA ANIMAL.




No entendió de carreteras ni señales de tráfico.

Fue arrollada.

La vida de la que se iba, o que ya se había ido definitivamente, fue acompañada por su potro. También su muerte.

Ninguno de los dos, madre e hijo, habrán pensado propiamente nada. El logos no va con ellos. Son animales.

Y, sin embargo, estamos ante una imagen del alma misma, de la nuestra si sintoniza con la belleza del Cosmos, estamos cara a cara con las profundidades del alma universal. 

Es una imagen en la que se muestra el Amor puro, esencial, el que alcanza el tuétano de la animalidad.

Ante esa manifestación de Amor, que no sabe, que no precisa saber, el saber mismo es sencillamente imposible.

Alguien quizá trate de explicarlo aludiendo a los genes y neurotransmisores de los caballos, a la evolución de los mamíferos. Pero sabemos que quien haga eso no alcanza la inteligencia de un caballo, porque está ciego ante lo elemental, ante la existencia del alma.

El alma se ha revelado en esa imagen conmovedora. Todo está dicho ahí y el “mind – body problem”, que suena tan lindo escrito en inglés, es falso, absurdo, estúpido, ante un problema ajeno a a la ciencia galileana. 

Estamos ante el Gran Misterio. Y su solución no vendrá nunca de manos de la Ciencia. Las preguntas suscitadas sólo serán factibles desde la humildad filosófica, desde el viejo reconocimiento socrático. 

Pero hay algo que es accesible a la sensibilidad vital compartida, la que nos hace Uno con todo lo que existe en este maravilloso e inefable Universo. Se trata del Amor, así expresado, con mayúsculas, del Amor que mueve las estrellas y desconcierta a un potrillo, paralizándolo sobre el cadáver de su madre. 

Se trata del Amor, que siempre, siempre, será más fuerte que la muerte.  

sábado, 19 de octubre de 2019

Medicina. EL PRONÓSTICO.








El pasado día 4 de octubre tuve el honor de ser invitado a participar como ponente en el XIV Congreso Internacional de Bioética. Hablé sobre la problemática que supone la colisión de dos miradas en el ejercicio de la Medicina. Por un lado, la científica, en la que se sostienen las bases de comprensión del organismo humano, con las consiguientes aplicaciones diagnósticas, preventivas y terapéuticas y el uso y abuso de la estadística en la Medicina Basada en la Evidencia. Por otro, la singular, clínica, que supone el caso por caso, iluminada por la ciencia, pero no solo científica.

Incidí en los excesos cientificistas que, con aproximaciones como el Big Data, muestran un afán oracular, predictivo, que ignora la singularidad del sujeto en una visión frecuentista de la probabilidad. Una predicción que abre el retorno inquietante a una gran tentación eugenésica.

Tuve el privilegio de ser matizado en el debate posterior, algo que siempre es de agradecer, por un compañero internista, que me subrayó de un modo exquisito la diferencia entre esa obsesión predictiva en la que me centré y la conveniencia de tener en cuenta siempre el pronóstico, algo que parece lo mismo pero que no lo es en absoluto.

Cuando lo oí, percibí la gran carencia en la que yo había incurrido, y lo asocié al gran García Gual quien, en un prólogo a una selección de textos hipocráticos, afirmaba lo siguiente: “El pronóstico y no el diagnóstico es lo característico de ese saber médico, que ve al enfermo como paciente de un proceso”.

Es bien cierto que, sin un diagnóstico adecuado, el pronóstico no puede establecerse con un mínimo de rigor, aun cuando, incluso con diagnósticos plenamente acertados, los pronósticos entendidos como esperanza de vida entren siempre dentro de la incertidumbre que caracteriza la práctica clínica.

Pero hoy, como en tiempos de Hipócrates, lo que cuenta en realidad es eso, el pronóstico. Nadie va al médico (en general) por mera curiosidad diagnóstica, sino por saber qué hacer con su vida en el futuro en función del criterio médico tras un malestar o signo que le haga recurrir a la consulta. A veces, no se pregunta ni se dice la verdad en su crudeza tras un diagnóstico infausto, pero, en cierto modo, da igual; será algo sabido, intuido, aunque sea negado de una u otra manera, consciente o inconscientemente. (“¿Qué es la verdad?” Jn.18,38).

Un pronóstico puede modificarse mediante un tratamiento adecuado. Pero no se trata solo de eso. No se trata de hacer o pensar solo en función de cantidad de tiempo previsto de supervivencia o de riesgos asociados a una elección terapéutica. El excelente matiz de mi compañero apuntaba a otra cosa, a algo que suele olvidarse, a lo cualitativo, al acompañamiento siempre necesario del paciente por su médico, especialmente cuando “no hay nada que hacer”, una compañía que está siendo cada vez más insólita.

Y es que no precisamos solo al médico oracular, sino al médico que puede cambiar, mejorar ese oráculo, o ser, si ello no es factible, compañía paliativa, consoladora, compasiva en el más noble sentido.

Se dice habitualmente que, mientras hay vida, hay esperanza, cuando en realidad es al revés. No se trata de ayudar a sobrevivir malamente, de decir que hay que “luchar” contra ese “emperador de todos los males”, cuya “historia” tan bien supo describir Mukherjee, como si uno no tuviera ya bastante. Mucho menos se trata de decir que la Medicina ya no tiene nada que hacer (como si acompañar fuera poco) ni bastará con hacer derivas protocolarias a especialistas en paliativos, aunque sean necesarias. Se trata de ayudar a vivir, que no es lo mismo, por poco que quede, pues el tiempo de vida no es mero tiempo de duración, por muy importante que ésta sea. Y se tratará también de ayudar a morir, cuestión de resolución tan complicada como urgente en nuestra sociedad.

La vida auténtica no sabe de Krónos sino de Kayrós. Es por ello que la muerte, aunque la concibamos como la gran castración, no clausura propiamente nada para quien termina esta vida. Quizá no sea exagerado decir, con independencia de creencias, que la muerte no es el final. Si así lo sintiéramos, parecería algo incoherente amar a lo que es solo recuerdo y resto inorgánico, no diríamos de alguien querido que se ME ha muerto, sino solo que se murió. Esa afirmación va mucho más allá de la huella mnésica; supone con frecuencia un amor más fuerte que la muerte. 

La muerte puede, a pesar de su absurdo, tantas veces brutal, y no siempre, por supuesto, realzar la vida por el mero hecho de limitarla. Creer en Dios, en un Gran Misterio amoroso, no suprimirá esa limitación ni la angustia derivada de saberse mortales. De hecho, es factible que esa angustia de ser para la muerte se incremente de forma notable, quizá por realzar la maravilla de la vida y la responsabilidad a ella asociada.

Un médico, por bueno que sea desde el punto de vista técnico, científico, no será propiamente médico si no palía; no lo será si no consuela, incluso cuando todo está perdido, algo que además no es cierto. Nunca nada está perdido para el alma humana, polvo estelar animado por el soplo divino, aunque a ese polvo retorne.



viernes, 20 de abril de 2018

El alma y François Cheng.

"La verdadera vida no está sólo en lo que ha sido dado como existencia; está en el deseo mismo de vida, en el propio impulso hacia la vida. Este deseo y este impulso estaban presentes en el primer día del universo". François Cheng. "De l'âme".
 
François Cheng se muestra poético y sabio en sus libros. No pretende persuadir, pero su perspectiva conmueve; tal vez porque toca eso que ha ido siendo desterrado por un monismo materialista o por un dualismo que consiente en una extraña coexistencia de cuerpo y espíritu.  Se trata del alma. Él mismo hace varios juegos de palabras para aclarar de qué habla. “L’esprit raisonne, l’âme résonne”. No es lo mismo lo espiritual que ese fondo radical llamado alma.

La visión de Cheng es ternaria. No somos concebibles sin alma, sin eso que anima, sin ese Aum, sin ese Amén final, un amén con el que concluye su libro “De l’âme". 


No lo cita, pero recuerda al también poético Teilhard de Chardin. Toma apoyos en las grandes tradiciones religiosas orientales y occidentales y en filósofos relevantes. Cita a Lao-zi, Eckhart, Platón, Aristóteles, Simone Weil, Camus…
Y habla del alma como sólo alguien que ha escrito cinco hermosísimas meditaciones sobre la belleza y otras cinco sobre la muerte puede hacer. Y lo hace de modo poético, convincente porque no apela a lo espiritual, a lo intelectual, sino a lo más profundo, en su concepción ternaria de la singularidad del ser humano. 


Acoge la Vía. La vía del Tao, pero también la vía cristiana. Sin definirse como creyente o ateo, se declara “adherente” en una entrevista que recoge Le Magazine Littéraire (nº 577). 


Nos dice en su bello libro que “sí, debemos ser bastante humildes para reconocer que todo, lo visible y lo invisible, es visto y sabido por Alguien que no está en frente sino en la fuente”.


El sentido del cosmos precisa del alma de cada uno para ser percibido y realizado. No lo proclama desde la comodidad del sillón académico merecido, sino desde una experiencia biográfica marcada por el sufrimiento y por la belleza, dos ejes sin los que su obra no sería posible.


“Todo es llamada, todo es signo”, subraya.


Nos sosiega porque sugiere el sentido, esa necesidad que intuimos desde la experiencia de lo singular y, especialmente, cuando la mística se hace posible gracias a la belleza del mundo y a la receptividad anímica de ella. 


Somos desde que el universo existe. Saber que nuestro cuerpo está constituido por polvo de estrellas es maravilloso pero insuficiente; precisamos algo más que dé cuenta de nuestro ser, que es lo mismo que dar cuenta de cada uno, de uno en uno. El sentido del universo soporta el sentido de la vida, aunque no logremos intuirlo plenamente, aunque fracasemos al tratar de descubrirlo.


Sea como sea, el libro de Cheng sobre el alma reconforta por su carácter sencillamente humano. Su lectura evoca un salmo judío del que derivan unas palabras que se cantan en la eucaristía cristiana, “Alma mía, recobra tu calma, que el Señor escucha tu voz”. Alma y calma. Nada parece más importante que eso, calmar el alma. Ninguna satisfacción corporal, ningún avance espiritual, pueden lograr algo que sólo en sintonía con el alma del mundo podemos alcanzar alguna vez, sosegar la nuestra.


Cheng nos sugiere la Vía a lo Abierto, al Misterio en que vivimos desde siempre y viviremos para siempre. Eso nos confiere valor, nos dota de sentido, el mismo que posee el alma del universo. “Tú eres eso”, se dice en la tradición oriental. Dejemos al espíritu las disquisiciones sobre lo que sólo la perspectiva poética, anímica, puede asegurar.


John Keats escribió en su “Oda a una urna griega” que "Beauty is truth, truth beauty,—that is all Ye know on earth, and all ye need to know”. François Cheng hace real en su obra esa afirmación.

domingo, 10 de septiembre de 2017

Datos eternos, olvido del alma.



“¿De qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma? Mc 8,36.

Cuando se lleva algún tiempo en la red social Facebook, uno acaba teniendo la desagradable sorpresa de ver la “permanencia” en ella de alguien que ha fallecido. Es algo tan macabro como progresivamente corriente.

Internet supone un cambio de ritos y mitos para los que probablemente no estemos preparados. La revolución electrónica – informática ha sido demasiado rápida. 
 
Se sabe qué hacer con los cuerpos muertos: inhumarlos, incinerarlos, donarlos a “la ciencia”, incluso criogenizarlos. Pero no se sabe qué hacer con los datos en una época en la que cada vez más el alma se concibe como software y no sólo por los delirantes transhumanistas.

Por amor a la difusión de sus datos e imágenes (datos al fin), único y pobre soporte vital tantas veces, hay memos que son aspirantes a “memes” de Dawkins y que llegan a ser merecedores de lo que algunos crueles llaman premios Darwin. Es el caso de los que se matan por lograr un "selfie" impactante o de quienes tratan de hacer “viral” la estupidez de circular a 200 km/h, falleciendo en el intento.

Esa concepción reduccionista del ser humano como productor de datos (aunque la información que suponen sea absolutamente banal) facilita la construcción de una biografía algoritmizada o, dicho de otro modo, de un “avatar” con pretensión de eternidad. No es sorprendente que haya iniciativas como “Eternime”, que pone a nuestra disposición los recursos de la inteligencia artificial para que podamos seguir “activos” en la red tras habernos muerto. De ese modo “diríamos” en situación post-mortem lo bien que estamos de vacaciones, con fotos de playas, o mostraríamos las gracias de nuestro gato, también “avatarizado”.

Cuando uno se muere, deja recuerdos y cosas. A veces se llega a decir de alguien, como de Shakespeare o Cervantes, que su obra lo ha inmortalizado; una obra que puede ser literaria, histórica, científica... Pero son pocos los casos, y en ellos el término “inmortal” pertenece en realidad a la obra más que al propio autor, por lo que no sorprende que Woody Allen afirme que no quiere ser inmortal por sus obras sino por no morirse. 
 
La muerte supone un ritual que ha ido variando a lo largo de la historia y que difiere en diversas culturas. En su libro “Historia de la muerte en Occidente”, Philippe Ariès nos los ha descrito muy bien. Pero Ariès, que murió en 1984, no pudo imaginar cómo podrían cambiar los rituales de muerte tras la suya. 
 
¿Qué queda del muerto, una vez desaparecido el cuerpo? El duelo de sus allegados, su recuerdo por ellos y quizá por otros, peleas por posibles herencias, escritos (cartas, recibos, testamento...), fotos, quizá algo de mayor reconocimiento en casos excepcionales, como una obra de arte, pero lo que queda pertenece a un pasado, a algo que le ocurrió o que hizo alguien que ya no está. En algunas tumbas se inscribe una despedida, en otras se incluye una foto que recuerda que quien está ahí tuvo ese aspecto vital algún día. Es pasado. Fue. Sólo desde la fe es admisible la posibilidad de permanencia; para el cristianismo, por ejemplo, la muerte no es el final.

Pero ahora, al margen de creencias, quedan datos. Las ocurrencias brillantes o estúpidas que uno haya mostrado en Facebook ahí permanecen para muchos años; no se puede decir para siempre en un mundo como el nuestro, amenazado por tantas cosas, incluyendo la destrucción nuclear o cualquier virus novedoso y malvado desde nuestro punto de vista. 
 
Los datos no se entierran, no se incineran, sí se dan a “la ciencia” aunque no se quiera, alimentando los estudios “Big Data”. Eso supone un cierto escalofrío y parece natural que, para evitarlo, para poder morirse del todo, haya un formulario, “Legacy contact”  que permite que alguien borre definitivamente el “perfil” del muerto o que, por el contrario, siga alimentándolo con entrañables recuerdos o graciosas ocurrencias.

La metáfora informática obnubila en exceso las mentes. Cada día somos más concebidos como datos que nos constituyen (ADN) y datos que producimos. Ese reduccionismo brutal conduce a una forma de enajenación bastante generalizada que trae como consecuencia el olvido del alma. Y si se quiere ganar el mundo, sea como dinero o patética fama, se acabará perdiendo el alma, la vida.



sábado, 19 de agosto de 2017

La noche oscura.


"A las tres en punto de la madrugada un paquete olvidado tiene la misma trágica importancia que una sentencia de muerte. Y en la verdadera noche oscura del alma siempre son las tres en punto de la madrugada, día tras día”.  Scott Fitzgerald. The Crack-Up.

En la noche oscura del alma no hay diferencia entre lo banal y lo importante. Todo es sencillamente terrible, angustioso.
La oscuridad oculta la luz y poco importa que haya sido la tenue habitual de cada día que alumbra a seres felices o un  gran resplandor místico.

¿Por qué ocurre? ¿Por qué cae esa noche? 

Se implora a Dios en el desierto y en los monasterios: “Deus in adiutorium meum intende. Domine ad adiuvandum me festina”. “Festina”, hay prisa. Se apura a Dios mismo, a veces repetidamente, al modo hesicasta, esperando que ayude a salir de la angustia, a atravesarla de una vez, a ver la serena luz del día, cuando sólo queda su recuerdo sofocado por la noche.

San Juan de la Cruz nos mostró que es desde esa “seca y oscura noche de contemplación, el conocimiento de sí y su miseria”, “a oscuras en pura fe”, que podrá iniciarse en serio el camino al encuentro de lo divino. En pura fe. Sin esa confianza esencial en la vida, aunque no se concrete en modo religioso, la tentación suicida puede acontecer.

Con el alma en tinieblas, el cuerpo queda inerme, des-animado, muerto en vida sin el soplo esencial, sin la integración en el color del mundo.

¿Por qué cae esa noche?

El razonamiento no sirve, se pierde en vericuetos inútiles. Y es que no se trata del cuerpo o del espíritu, sino del alma misma enfrentada a su sombra. 

Ya nos lo dijo François Cheng, “L’esprit raisonne, l’âme résonne”, una gran diferencia. Es desde el alma, desde su peculiar insistencia a través del lenguaje más primario, menos intelectual, más asociativo, que alguien podrá decirse si hay un otro que acepte escucharlo.

Ahí reside el valor del psicoanálisis, término hermoso y acertado, porque no se refiere al cuerpo ni al espíritu, sino que alude al alma misma, a la ψυχή . No es “cognitivo”, no busca un encuentro de diálogo sobre la lógica irracional a través de un razonamiento, aunque implique un supuesto saber. No es “conductual”, pues no pretende adiestrar en una calma que atienda a la superficialidad del síntoma. 

Atiende al alma misma, que es dicha corporalmente, en un discurso a trompicones que parece olvidarse de lo esencial, a la vez que no cesa de repetirlo en alusiones simbólicas.

No deja de ser una vía purgativa, purificadora.

“L’esprit raisonne”. Sin duda, el razonamiento propio puede ayudar. Y esa ayuda podrá facilitarse desde el razonamiento de otros, siendo inestimable el auxilio filosófico. Pero no bastará ante la insistencia de lo menos conocido del alma y que, a la vez, es lo más propio de ella y que requerirá una gran dosis de humildad para asumirlo.
 
“L’âme résonne”. Una resonancia que implica una extraña mezcla de gracia, de don, y de activa pasividad. Pasada la larga noche, y sabiendo que en cualquier momento las tinieblas podrán volver, se sabrá ya un poco mejor cómo aceptarlas, incluso valorarlas, esperando siempre que, quizá gracias a ellas, una vez disipados restos narcisistas, el alma resuene cada vez mejor con la música cósmica, divina.