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miércoles, 29 de marzo de 2023

Jubilación y Adolescencia





    “Es esencial a las trayectorias biográficas el poder empezar a cualquier altura". Julián Marías. Breve tratado de la ilusión. 


    “Nicodemo le preguntó: ¿Cómo puede nacer un hombre siendo viejo?” Jn. 3,4


    “La muerte, tu sirvienta, está en mi puerta. Ha cruzado el mar desconocido y ha traído tu llamada hasta mi hogar. La noche está oscura y mi corazón temeroso. Pero cogeré la lámpara, abriré la puerta y me inclinaré para darle la bienvenida”. R. Tagore. Gitanjali.

 

    En los últimos años de mi vida laboral me obsesionó algo la idea de preparar un futuro no deseado, el de la jubilación, aun a sabiendas de que me parecía peor no poder realizar el penúltimo rito de paso. 


    Finalmente, llega el día. Se celebra con compañeros de trabajo el haber alcanzado la temida edad. Se es animado por otros que dicen que, en esa etapa vital, no tienen tiempo para nada, algo más atribuible a la perspectiva psíquica de la aceleración del tiempo con la edad que a algo real, pues antes, en la etapa laboral, habría menos tiempo para lo que fuera que tras haberla concluido.


    Ayer recibí la llamada de felicitación de cumpleaños de un compañero y amigo que es sabio; en la conversación se reveló una comunidad de un sentimiento inesperado para mí y que él lleva disfrutando desde hace años. Tal coincidencia me anima a producir esta entrada en el blog. 


    Había ido construyendo planes de actividad, pero parecen ahora superfluos, los lleve o no a cabo, ante la curiosa e inesperada sensación a que acabo de referirme, la de momentos en que percibo algo tan curioso como una nueva adolescencia. 


    Es una sensación magnífica de estupor que probablemente desaparezca, pero es algo bueno e inesperado, vital en el mejor de los sentidos. No se trata de la ya habitual “adultescencia”, esa prolongación de inmadurez a la edad en que uno debe madurar. Tampoco se relaciona con el patético intento de rejuvenecer, aunque no se descarten medidas saludables. Mucho menos pienso en esa estúpida asociación de la vejez a la infancia, de terribles consecuencias en nuestra sociedad gerontofóbica. 


    Es una percepción extraña y sorprendente. En pocos días se han desterrado planes hechos en años anteriores. Mi sensación aquí y ahora es que no me importa el allí y mañana más de lo que me importaron cuando tenía 16 años. Entonces imaginaba futuros, ahora estoy abierto a contingencias posibles. Lo atribuyo a una percepción más clara de mi gran ignorancia, algo de lo que era consciente, pero menos que ahora mismo. Y supongo que es esa ignorancia la que me impulsa a la imposible tarea de conjurarla a base de acoger ansias en vez de ansiedades. ¿Durará? No lo sé.

 

    La sensación es peculiar, de ausencia de tiempo, no de carencia de él. Diría que es una cierta entrada en el tiempo de Aión, ante el que los temores de finitud implícitos en la perspectiva cronológica decaen y, a veces, casi desaparecen.


    Lo inconsciente en nosotros no sólo nos perturba con su goce peculiar, que suele manifestarse en modos que nos hacen sufrir y mucho (se acierta cuando se dice que "en el fondo" es lo que uno quiere). Russell ya nos había contado que dejaba que su inconsciente trabajara, tras haber luchado sin éxito con un problema matemático; transcurrido un paréntesis de días de “no hacer nada”, la solución se desvelaba. Y tengo la fuerte sensación de que ese fondo de lo bueno inconsciente se me revela ahora con el regalo de una nueva perspectiva que sólo puedo comparar a la que se dio en la adolescencia. 


    No se trata de recordar años concretos, no caben nostalgias ni añoranzas, aunque pueda concretarse la edad de entonces, sino de momentos de tiempo auténtico. No se recuerda tanto la juventud, ese tiempo en que pasan al acto las grandes elecciones, generalmente inconscientes, y que, en la madurez, se afianzan con la construcción de una vida laboral, a veces de triste obsesión curricular cuando surge de una trayectoria académica, universitaria, y con el mantenimiento de la relación de pareja. Sabemos que los cambios en ambos aspectos cruciales, si se dan, son, en su esencia, mera insistencia en la repetición que lo inconsciente requiere. En la adolescencia, en cambio, quizá porque lo inconsciente no se haya manifestado en sus consecuencias, el horizonte de posibilidades parece claramente abierto, tal vez porque todo se intuye a punto de ser desvelado, algo bello porque sugiere esa inminencia de una revelación que no se produce, de la que Borges dijo que quizá fuera el hecho estético.


    La perspectiva que ahora tengo es que siempre podemos alcanzar la salvación, aunque no sepamos bien en qué consiste eso, tantas veces tomado en un contexto estrictamente religioso.


    No sé lo que durará esto, pero mi miedo a la propia muerte parece haberse esfumado. Ojalá sea así y, recordando a Mark Twain, diría que las múltiples enfermedades que padecí (alguna incluso real) ya no sostienen ahora la vieja hipocondría, algo que no me ocurría tampoco en la adolescencia, época en la que despreciaba a los aprensivos.


    No puedo obviar el hecho de que, por mi fe, considero esto un efecto colateral del hecho de ser, de “ser-me”, de "ser-nos", porque sólo somos en relación con la alteridad y no desprendidos egocéntricamente de ella, algo tristemente de moda con el "mindfulness" y cosas así. Es en la gran Alteridad en la que creo, Dios, quien nos otorga no sólo el nacimiento sino la posibilidad de metanoia, de renacimiento, como instaba Jesús al viejo e ilustrado (no sabio) Nicodemo, aunque muramos en el intento.


    Entro así de un modo inesperado, pero compartido, al menos por un buen amigo, en la posibilidad de vibrar con lo bueno de algo similar en aspectos espirituales a la adolescencia. Y es tan extraño como animoso que eso ocurra en el último tramo de un recorrido maravillosamente singular, reino de contingencias que ponen a uno a prueba, y que conduce al Gran Misterio, a lo que algunos, con criterio apofático, llamamos Dios.  También en esto me encuentro como ese adolescente del que me separan más de cincuenta años. 

    

    A Dios agradezco aquella y esta adolescencias. 


    A Dios agradezco que, sin merecimiento alguno por mi parte, me haya concedido una trayectoria profesional tan larga y rica en compañeros y amigos con los que tuve la fortuna de trabajar. 


    A Dios agradezco toda la belleza que me ha sido posible contemplar en estos años.


    A muchos compañeros y amigos agradezco su amabilidad, cortesía, profesionalidad, tantas cosas buenas que me han dispensado en esta larga etapa que acaba hoy.    


    Espero saber, como Tagore, cuando llegue el final,  recibir, aunque sea con corazón temeroso, a la mensajera divina, a la franciscana hermana muerte, cuando esté en mi puerta. Seguro que es factible porque he visto demasiada belleza, tanta como para aceptar el milagro de la vida. 



 

jueves, 20 de febrero de 2020

MEDICINA Y ESCRITURA. “Pavillón de repouso” de Pablo Vaamonde.






           
Hay una curiosa relación entre el ejercicio clínico y la escritura. Tal parece que la mirada al paciente induce a la reflexión, a la propia mirada. El resultado, a veces, se plasma en algo que es dicho, escrito. Y, en raras ocasiones, lo escrito reverbera en quien lo lee, tal vez porque un clínico sepa tocar lo que vibra, eso que nos hace humanos, el alma, término esencial, soplo de vida, por más que se haya degradado por el uso.

            Tengo la fortuna de contar con amigos que, desde su posición de médicos, han mostrado las vicisitudes de lo singular. Alguno, como Fidel Vidal, ya ha tenido el modesto eco de quien esto escribe aquí, en este blog que, desde un principio, aunque no siempre se exprese, se refiere a esas siniestras o balsámicas aguas (quién sabe) del río Leteo. 

            Hoy recojo a otro autor amigo. Se trata de Pablo Vaamonde. Es médico de familia. Tiene una larga trayectoria clínica en una especialidad que paradójicamente es ajena a la especialización misma y al brillo aparente que ésta puede conferir. Ser médico de familia supone ser, en el mejor de los sentidos, generalista, algo cuya necesidad cada día es más urgente para todos. Necesitamos la mirada clínica como el agua. Necesitamos internistas, pediatras, geriatras, psiquiatras, psicoanalistas, fisioterapeutas, precisamos de todo aquel que no se ciña a un órgano, por importante que sea tal dedicación, sino que abra la mirada a todo tipo de acontecer biográfico, al nacimiento, la enfermedad y la muerte. Necesitamos a alguien que acompañe siempre, que palíe con cierta frecuencia y que, a veces, incluso cure, como decía Trudeau. No es fácil asumir esa vocación clínica que implica soportar día tras día tanto sufrimiento humano y muchas frustraciones e ingratitudes, sabiendo mantener esa milagrosa mezcla de distancia terapéutica y compasión realista, esa peculiar armonía de conocimiento y sensibilidad.

            ¿Por qué es soportable algo así como el ejercicio clínico cotidiano, con todas las limitaciones que supone involucrarse en la Atención Primaria, tan ignorada en nuestro medio por el poder político, por tantos gestores que no hacen más que reuniones de despacho? Hay una palabra que podría expresarlo; se trata de vocación. Alguien es vocado, impulsado, a poner lo mejor de su vida, de su saber, en la ayuda a enfermos, en absorber algo de su pathos, en compadecer auténticamente. Por qué sucede eso tiene algo de enigmático, incluso de misterioso, pero, sea como sea, se ancla en la propia biografía. Nadie se hace médico o psicoanalista como pudiera hacerse ingeniero so pena de incurrir en un gran error vital, pues ser clínico es un modo de eso, de ser, que no es poco, pues va mucho más allá del mero hacer, tener o estar. 

Hay casos en los que, seguramente sin pretenderlo, sólo aceptando la necesidad de escribir, alguien nos transmite las claves de lo que lleva a eso, a ser médico y, sobre todo, a soportarlo. En cierto modo, al Dr. Vaamonde, que ya tiene su trayectoria como escritor, esta actividad “complementaria” lo ha traicionado del más feliz modo, haciéndole responder a la pregunta. Lo hace con su último libro, “Pavillón de repouso”. Es un texto hermoso, escrito en la lengua materna, gallega, y bellamente editado por “Medulia”, con ilustraciones de Jesús Cubillo y Xosé Cobas. Como ocurre en general, la propia lengua impregna lo que se dice de un modo especialmente personal. 

He tenido el honor de redactar su prólogo, su “Limiar”. Me fue fácil hacerlo porque me bastó con ver lo esencial que todo el libro destila. Se trata de gratitud. Se agradece la vida, las oportunidades que ha dado, la familia en la que uno fue acogido y a la que ahora uno acoge. Se agradece la tierra y el buen “contagio” que los pacientes transmiten. Es incluso desde el agradecimiento que surge la crítica con la decisión política cuando ésta amenaza el ejercicio clínico, la correcta asistencia sanitaria que los pacientes merecen. Tal crítica responde a la posición ética que lo bueno de la vida, eso que tantas veces nos pasa desapercibido, exige de cada uno. Responde también así a la gratitud. 
 
No es poca cosa ser agradecido. Ya se dice y con razón que es de bien nacidos. Y uno puede dar las gracias a muchos o a pocos. Puede darlas a Dios si cree en ese Misterio. Puede darlas incluso sin objeto ni sujeto a quien referir tal agradecimiento. “Gracias a la vida, que me ha dado tanto”. Así cantaba Violeta Parra. Así lo hizo Joan Baez y así se inicia un libro cuyo título es acertado. Quien lo lea, quien entre en ese saludable pabellón de reposo, saldrá bien restablecido, lo suficiente para agradecer a la Vida lo que en ese brevísimo tiempo en la historia del mundo que es el acontecer biográfico le haya concedido.
           

lunes, 30 de septiembre de 2019

Solo gratitud





“And nothing else matters”. Metallica.


El sentimiento de gratitud va íntimamente ligado al amor. Solo desde la capacidad de amar es factible agradecer porque solo desde ella se es a la vez receptivo a la donación desde el amor, por amor. Porque lo que más merece ser agradecido es precisamente lo gratuito, lo mejor. 

Es desde un mínimo de amor que podemos realmente crecer, ser. Y eso siempre lo deberemos. A ese deseo que un día nos convocó a la vida. A nuestros padres, a pocos o muchos familiares, a ascendientes y descendientes, a amigos, a conocidos. También a desconocidos, muertos la mayoría, que, con su trabajo, nos han facilitado la vida, ese instante singular en la Historia. Abba cantaba la creencia en ángeles (“I believe in angels”); claro que los hay, tienen forma humana, en realidad son humanos, desconocidos vivos, con los que quizá nos topamos solo una vez y eso lo cambia todo.

La gratitud se siente y se manifiesta o no. Las expresiones de gratitud pueden limitarse a la cortesía mínima inherente a la relación social. El hecho de decir “gracias” abarca desde el automatismo expresivo cotidiano hasta la manifestación sencilla de un sentimiento profundo. Se produce así entre seres hablantes. Y, aunque no se exprese, aunque no se diga nada, uno puede agradecer algo o mucho a otro, a otros. Como en el amor, no hay una métrica de la gratitud.

No siempre hay correspondencia entre el motivo de agradecimiento y el agradecimiento mismo. Quien lo espere, siempre será frustrado. Indefectiblemente. Nueve de los diez leprosos curados obviaron el detalle mínimo de agradecérselo a Jesús, según nos cuenta el evangelio de Lucas (Lc.17, 17). Una gran verdad, ocurriera o no históricamente. 

El agradecimiento no es común; no suele darse a otros, a la vez que es paradójicamente esperado de ellos. En realidad, poco se agradece más en el fondo del alma que la gratitud misma, tal vez por su rareza.

Además de ese agradecimiento entre humanos, existe una gratitud que puede surgir como sentimiento esencial, profundo, aunque no haya forma de expresar su dirección o se indique malamente. ¿Quizá porque no la haya? 

Es en momentos que abarcan de la serenidad al éxtasis, en circunstancias que no son impermeables al sufrimiento, al dolor y al absurdo, pero en las que algo amoroso y cierto nos es mostrado como relámpago divino, como “schöner Götterfunken”, que podemos sentir gratitud por este ahora y, por ello, también por todos los ahoras pasados y por venir, por toda una vida. Quienes creeemos, quienes esperamos confiados en el sentido amoroso del Misterio que sostiene el mundo, nos vemos impelidos a dirigir ese agradecimiento a Dios. Pero no es preciso creer en Dios (¿Qué será Eso a lo que así llamamos?) para sentir y, a veces, expresar maravillosamente ese sentimiento. 

Gracias a…  ¿A qué? A la vida misma, como en la bella canción de Violeta Parra. O al azar, como parecía sugerir la viuda de Carl Sagan, al decir que “No creo que vuelva a ver a Carl nunca más. Pero lo vi. Nos vimos el uno al otro. Nos encontramos el uno al otro en el cosmos, y eso fue maravilloso”. Parece absurdo, lo es, agradecer al azar, pero no sabemos agradecer sin dirección.

El ateísmo no impide un sentimiento agradecido, amoroso. Tal vez pueda en algunas personas reafirmarlo más propiamente, al situar la vida en su gloriosa, gozosa, finitud. Al acabar su “Ceremonia del Adiós”, Simone de Beauvoir concluía que “Su muerte nos separa. Mi muerte no nos unirá. Así es: ya fue hermoso que nuestras vidas hayan podido estar de acuerdo durante tanto tiempo”. Fue hermoso, y con eso basta, nada más parecería necesario. O sí.

El máximo agradecimiento surge de sentirse vivo, como los gorriones, los árboles, los líquenes, el mar (¿quién podría decir que no está vivo algo que pasa de la calma a la tempestad?), como nuestro hermano sol, que, aunque tengamos la evidencia que nos transmitieron Copérnico y Einstein, vemos salir y ponerse ante nuestros ojos, como nuestra hermana luna. Surge también de saberse huésped en esta tierra que ha acogido el polvo estelar del que emergimos y al que volveremos en ese magnífico ciclo de vida y muerte en el que ambas se precisan mutuamente.

Y tal vez al morir podamos tener la fortuna de llegar a decir, aunque sea en silencio, ¡¡ gracias !! Solo eso y será suficiente.