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viernes, 20 de octubre de 2023

Dios también está en “Tierra Santa”.



 


    Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen (Mt. 5, 44)

 

    “Never hate your enemies. It affects your judgment”. Mario Puzo (Guión de la película "El padrino. III".


        En pocos días, muchos hemos sido conmovidos por tanto horror transmitido por los medios de comunicación. Lo cuantitativo se hace estadístico y tapa lo cualitativo, la enormidad de ese horror. Que nos hablen de miles de muertos nos dice muy poco. Lo que nos muestra lo real son imágenes concretas: alguien disparando a quemarropa a inocentes, vejaciones y secuestros, una casa que se derrumba en un bombardeo, un médico que sostiene en sus brazos el cadáver de su nieto, el bloqueo de colas de vehículos y que concierne tanto a la salida de personas del infierno humano como a la entrada en él de energía, alimento, medicamentos... Habrá quienes sobrevivan a la destrucción de su casa y acaben muriéndose por falta de insulina.


No es locura, aunque también pueda tener lugar, sino odio. Puro odio pasado al acto matando y ultrajando al diferente, que lo es por aspectos mínimos a un observador neutro, y puro odio también en la venganza asociada a la defensa, que no distinguirá verdugos y víctimas. Se pasa al acto con todos los medios, desde puñales a misiles, incluyendo el tradicional cerco del enemigo con un corte de suministros. 


Tal odio no puede calificarse de bestial por el simple hecho de que no le es propio a ningún animal. Es algo sencillamente humano, demasiado humano.


Semejante horror nos interroga y, frente a creyentes, facilita, en el contexto de la teodicea, el viejo argumento que sostiene la inexistencia de Dios porque es inconcebible si no es omnipotente (podría impedir semejante horror) o si, siéndolo, no es amoroso, bueno. Lo inconcebible realizado solicita la acción de Dios, que hable incluso, y dos papas sucesivos se preguntaron públicamente en sendas visitas a Auschwitz por el silencio de Dios ante el exterminio industrializado que supuso la Shoah.


Y, sin embargo, muchos creemos que Dios habló entonces y sigue haciéndolo ahora, porque en todas partes estuvo y está, pero no fue, no es, no será, en general, escuchado. 


Tras un largo proceso evolutivo, surgimos conscientes y libres, lo que supone la posibilidad ética; no fuimos creados como máquinas felices, aunque a la felicidad seamos convocados y no sólo en el más allá, sino ya, aquí y ahora. Dios no puede vulnerar la libertad con que nos creó como no puede hacer pentágonos cuadrados.


Tampoco, desde la herencia de lo que con esa libertad hicieron quienes nos precedieron y educaron, podríamos ser naturalmente buenos, como pretendió algún filósofo. Somos libres, aunque haya influencias importantes en nuestro modo de ser, y arrastramos culpabilidades antiguas (eso que en el contexto cristiano se llama pecado original), aunque nos consideremos autónomos de “tabula rasa”. Esa amalgama, que tiene mucho de inconsciente, pero que no anula la responsabilidad, nos pertenece, nos conforma.

  

Y, en esa libertad, podemos optar, y seremos responsables de elegir entre lo que la ética más básica nos exige o el extremo de la destrucción del otro, que, por muy colectivamente que se considere, será siempre uno por uno, siempre en singular. 


Es llamativo, por más que se repita en la Historia, que el conflicto que aterra tenga lugar en “Tierra Santa”, en la que Jerusalén es epicentro de las religiones del libro. Por esos lugares, un joven judío, Jesús, hablaba de amor universal y singular a la vez, de cada uno hacia todos, incluyendo los enemigos. También su época era de odios entre opresores y oprimidos y ambos parecieron unirse contra quien, en modo de bienaventuranzas y usando parábolas, habló, para entonces y para siempre, de Dios como Amor. 

  

Es rotundamente el amor lo único que puede sacarnos del horror que sólo sabe crecer y perfeccionarse en su afán letal. Lo único que puede, al menos, paliarlo. Amor en forma de corredores sanitarios, de esfuerzos diplomáticos, de hacer una resucitación cardíaca en condiciones extraordinarias, de operar sin recursos, de consolar a niños huérfanos… Hay mucho odio en cualquier conflicto, pero también hay muestras de amor, aunque no se nos transmitan, muestras que salvan al ser humano de sí mismo… El odio no se erradicará con más odio como respuesta, sino que crecerá con él en una espiral de muerte.


La creencia en Dios, entendida como confianza, ayuda al creyente, por supuesto, aunque con muchos matices, pero la capacidad de amar le es dada a cada ser humano, sea religioso, agnóstico o ateo, y tanto si cruza el mar en una patera como si dirige una gran compañía tecnológica. Somos más pulsionales que intelectuales, pero si aceptamos la propia carencia de comprensión de nosotros mismos, cada uno puede, en momentos cruciales, muchos a lo largo de una vida, optar por orientarse por un polo de ese dualismo pulsional que nos concierne, el de la muerte o el del amor, aunque haya situaciones confusas. Conocemos sobradamente, por la Historia y por la actualidad cotidiana, la importancia de tal decisión vital.

 

 

 

domingo, 31 de enero de 2021

EN PANDEMIA. El horror y el escándalo.

 

 

Cada situación, cada drama, es siempre escrito en singular. Contar el número de casos con evoluciones similares o el número de personas que sucumben a un virus y el de familias que hacen del peor modo un duelo, no evita, sino que amplifica el horror al que, en brutal aislamiento, algo tan “simple” como un virus, nos somete: miedo, enfermedad y muerte.

Abunda hasta el exceso la información que revela lo mal que se han hecho las cosas, lo mal que se siguen haciendo y, desde esos datos, es factible augurar lo mal que se seguirá gestionando esta pandemia, dado que las cabezas pensantes responsables siguen siendo las mismas.

El individuo estadístico, reflejado en curvas de incidencias acumuladas o de otra forma, es eso, algo inexistente, una simple gráfica, construida de un modo científicamente muy cuestionable, porque sus datos de apoyo carecen del más elemental rigor científico.

Estamos ante el peor de los cientificismos, el que pasa a no diferenciarse de la pseudo-ciencia. Estamos ante creencias infantiloides tomadas por quienes tienen una responsabilidad política y un supuesto saber científico asesor, que implican unas decisiones (salvar las navidades, ver las aulas como espacios “seguros”, etc.) tan insólitas, tan absurdas, como letales. Sabíamos, sabían nuestros múltiples políticos de “co-gobernanzas” lo que ocurriría con semejantes despropósitos. Y dejaron hacer.

El ya exministro de Sanidad se refirió al disfrute del cargo que traspasaba. Así, de disfrutar le habló a su sucesora. Tal vez no quiso producir esa expresión desafortunada, pero su inconsciente lo traicionó. O sí quiso. El resultado es el mismo.

Al primar lo cuantitativo sobre lo cualitativo, lo singular cede ante los sistemas y protocolos. Ya no se trata de salvar vidas, de evitar secuelas, de curar a alguien, a pocos o a muchos, sino de salvar a un sistema, el sanitario, que no da abasto. Se persigue evitar el horror de la indefensión absoluta, del inherente al colapso del sistema sanitario, reflejado en colas de ambulancias, como en Portugal, en “triajes” propios de una medicina mal llamada de guerra, etc. Si se producen cuarenta muertos en una UCI o en plantas hospitalarias, pues bueno, se dirá que se ha hecho lo posible, y será verdad. Pero si empieza a haber muertos en pasillos, ambulancias o en casas o calles, por colapso de hospitales, el escándalo social está servido y con razón. Es a eso, sólo a eso, a que la curva estadística sobrepase la capacidad hospitalaria, a lo que parece temerse, o no, por parte de quienes toman decisiones políticas restrictivas.

El cientificismo no es ciencia, sino una esperanza salvífica basada en ella, pero infundada porque omite factores asociados que son ajenos a la ciencia misma.

La ciencia ha permitido el desarrollo de tests y cribados, pero no se han hecho, no a la escala adecuada. El virus hizo turismo, sigue viajando, va a trabajar, va a clase (algún político osado dice que las aulas no universitarias son un espacio seguro), visita a la familia, etc.

La ciencia ha permitido desarrollar nuevas plataformas de vacunación que tienen una gran efectividad, pero los investigadores que lo han hecho posible son ignorados y el negocio filtra esa opción de tal modo que las vacunas prometidas por nuestros sabios políticos no aparecen. Qué raro. Unos cuantos negocian con la salud y, como consecuencia, ella y la economía de muchos, demasiados, se van al precipicio.

No estamos sólo ante una enfermedad que mate a muchos, como puede ser el cáncer en general, sino ante una peste que, a diferencia de otras, no da la cara en el rostro del otro, sino que se oculta en él, en el más próximo, que se hace el peor enemigo potencial. Podemos convivir tan tranquilos con asintomáticos contagiados y contagiosos. Estamos ante un vampirismo real, pero que actúa también, sobre todo, a la luz del día. El aislamiento que eso supone está servido y, con él, los recursos paliativos de toda índole, desde comunicaciones telemáticas hasta el atroz aislamiento absoluto en casa (si se tiene). Es natural que el consumo de ansiolíticos crezca tanto como las descompensaciones diabéticas y que mucha gente se desmadre haciendo todo tipo de estupideces.Y no es menos natural que la morbi-mortalidad por enfermedades distintas a la Covid-19 se eleve escandalosamente.

Teníamos una medicina maravillosa y nuestros políticos presumían del mejor sistema sanitario del mundo, ignorando la fragilidad sustancial del mismo, ídolo de pies de barro epidemiológicos. Muchas veces se ha hablado, y con razón, del avance de la Medicina y de la Cirugía. Y los telediarios han llegado a aburrir con promesas cientificistas de curación de todos los males. Ahora asistimos al gran fracaso de la Medicina Preventiva, que no supo prevenir nada en este caso (mascarillas, estacionalidades, aerosoles, vectores, filtración de aire, etc., etc.) unido al gran negocio de la aplicación técnica, industrial y comercial de la ciencia básica, ese negocio que nos deja, de momento, sin vacunas, alegando secretitos de relación comercial entre la Big-Pharma y Europa.

Un vulgar virus, de esos que sólo unos pocos investigan porque no es “productivo” en publicaciones, nos ha situado, haciéndonos ver que este planeta no es tan nuestro como creíamos. Ha contado para ello con una gran dosis de estupidez humana, incluyendo la de políticos y la de sus destacados asesores dóciles a quienes el calificativo de “científico” les queda demasiado grande.