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martes, 19 de mayo de 2020

MEDICINA. La pulsión de muerte como dejación de funciones.





“Así, el breve tramo de vida que les queda a los ancianos, ni deben ansiarlo con avidez ni abandonarlo sin razón.”
Cicerón. Sobre la vejez.

Cuando Cicerón escribió esto, aún no había alcanzado lo que hoy los expertos (cuántos hay para todo) llaman la tercera edad. Probablemente lo hubiera logrado, y sus manos seguirían acompañando su elocuencia en vez de adornar las puertas del Senado, si Marco Antonio no llevara tan mal las críticas.

18.387 personas (o más, a saber) han fallecido en residencias geriátricas, la mayoría en Madrid, Cataluña, Castilla y León y Castilla La Mancha.
 
Si dedicáramos sólo un segundo a tratar de imaginar cada una de esas personas o a mirar su fotografía, sólo un segundo, nos pasaríamos cinco horas largas dedicados a eso. ¿Y para qué? ¿Quién podría asomarse a la vida de otro en un segundo? ¿Quién podría reducir las vidas de tantos a una tarde? Un segundo no da ni para una oración.

En realidad, no basta con pocos minutos, ni siquiera horas, para tratar de iniciar un duelo por un ser querido en estos tiempos. Un duelo que se niega con absoluta crueldad.

Nos dicen en muchos anuncios, con voz empalagosa pretendidamente optimista, que “cuando esto pase, que pasará”, disfrutaremos de abrazos y besos y todas esas cosas, además de ir al cine o de cañas. No aluden, por supuesto, a que, si esto pasa, cosa probable gracias a la ciencia, no a la pseudo-ciencia en la que estamos inmersos, muchos, en vez de ir de cañas, engrosarán las colas del paro y del hambre.

Y, en medio de ese contexto en que se nos insta a resistir, como si nos dirigiese Churchill contra los alemanes, aparece una noticia en un periódico que quizá nos estremezca, pero sólo un momento. El titular es duro, pero muchísimo menos que la realidad a la que se refiere: "No se permite ingresar pacientes de residencias al hospital”. La orden no puede ser más clara. 
 
Bueno, ya se sabía, ya se anunciaba, ya se nos hablaba del “valor social”, algo a considerar cuando los recursos son limitados y urge su uso adecuado, pragmático. Llevamos ya muchos años inmersos en los criterios de calidad y de eficiencia en los hospitales, sitios en los que se habla también de "productividad", algo curioso. 

Qué cosas. Llega un coronavirus y la eficiencia se hace máxima en términos productivos (haciendo omisión de cualquier enfoque humanista), pues pasa a haber una sola enfermedad. Lo demás… puede esperar. 

El Covid-19 ha sido seleccionada entre las demás patologías como única enfermedad a atender. A la vez, resucita al Darwin peor interpretado, en un estilo que, si no es nazi, aparenta serlo. Los viejos “con patologías previas” (cuántas veces se dijo eso a primeros de marzo) son eliminados del modo más natural, por una enfermedad que hace estragos en unas condiciones de vida que distan de poderse llamar así. 

Bueno, ya sabemos que también mueren jóvenes, que hay gente que, curada, recae, que se trata de una enfermedad no solo pulmonar sino sistémica, que incluso se ha llevado por delante a algunos niños en los que previamente los médicos han percibido un Kawasaki (algo muy raro, nos dijo por la televisión un pediatra tranquilizador; sí, si, muy raro).

Pero, a pesar de lo anterior, el individuo estadístico “resistirá”, aunque sus componentes se caigan a trozos. 

Y los médicos son aplaudidos. Y algunos gestores serán premiados de algún modo, con más “valor social”, con dinero, con una promoción política, abundan los modos. 

Todos aplauden a todos. Los policías a los médicos y viceversa, y los médicos a cada uno que sale de una UCI, medio lelo por la sedación, y que irá a una planta y después, si sale de verdad, de verdad, de verdad, a saber…  En algún momento le habrán mostrado en una “tablet” o en un “móvil” a algún nieto, si lo tiene, a algún hijo, o a nadie porque ya no hay nadie, porque ya estaba solo.

Qué buena labor la de muchos geriátricos, con una clasificación ordenada de válidos, semi-válidos y los que ya están totalmente gagás, pero que pagarán (ellos u otros), si aquéllos son privados, en orden directamente proporcional al grado de dependencia. Y si alguien con más de sesenta años es ingresado ahí, por consciente y activo que se crea, será conducido a la cama a “su hora”, aunque sea verano y el sol luzca brillante en lo alto. Se le privará de vino, que es malo para su hígado; se le mandará, aunque sea sabio, ir a una sala a construir puzles o castillos para prevenir así la demencia; también se promoverá su socialización con otros practicando ejercicios “gimnásticos” colectivos, incluyendo el divertidísimo de tirarse un gran balón entre unos y otros. En el mejor de los casos, quizá se le permita jugar al parchís. Es maravilloso. 

Mucha gente que ha levantado este país, tras haber atravesado una guerra y una posguerra, o algunos, que ya no vieron eso, una transición democrática, se ven reducidos a la condición de fragilidad más absoluta, en manos de monjas o de buitres. Muchos que son útiles socialmente se ven inutilizados. 

Y es a esta gente, en su estado más carencial, de susceptibilidad máxima a una enfermedad negligentemente novedosa, a la que se le niega el pan y la sal de la Medicina, dándoles un alta falsa, según se nos dice en algún periódico, según hemos visto, aunque no se dijera explícitamente, negándoles el ingreso digno a un hospital y, en él, el tránsito, bella palabra que ha quedado desplazada en el contexto de eficiencias. 

Los médicos que hayan firmado tales altas aducirán que han cumplido órdenes. Tienen razón; otros las cumplieron antes y ya sabemos cómo; mucho humo salía de chimeneas polacas. Tienen razón, pero son culpables por renunciar a lo que deben, a lo que se comprometieron, a lo sagrado, a ser médicos. Son, en ese sentido auténtico, sacrílegos. Y quienes hayan impartido tales órdenes, médicos algunos, de las que eximirían quizá a familiares afectados, son también culpables por atender a un pragmatismo tan “eficiente” como inhumano.

Habrá quien se rasgue las vestiduras al hablar de eutanasia. Lo que ha ocurrido en tantos geriátricos con el coronavirus simplemente ha puesto de relieve que la muerte a secas, no la eutanasia real, es deseada por muchos con poder político. ¿A quién le importan los viejos?

Sólo Dios puede perdonar a los gestores que han dejado morir a tantos de mala manera, sin otorgarles un entierro digno. Sólo Dios puede perdonar a los médicos que hayan colaborado con la pulsión de muerte que se ha instalado en España.


miércoles, 31 de julio de 2019

MEDICINA. Series de médicos.





Este año puede verse una serie de médicos en “Amazon Prime”. Su título es “New Amsterdam” y se basa en la obra “Twelve Patients: Life and Death at Bellevue Hospital” de Eric Manheimer. Estando de vacaciones, acabé viendo los 22 capítulos de la primera temporada, que no es poco. Muy interesante en su inicio y su final. Lo que venga después será probablemente prescindible.

Abundan las series televisivas sobre profesiones que tienen que vérselas con situaciones de riesgo, de incertidumbre y vocación. Suponen la toma de decisiones por parte de quienes se dedican a ellas, decisiones que suelen generar conflictos entre compañeros. Policías y médicos son, sin duda, profesiones que dan mucho juego para entretener al televidente con multitud de aventuras presuntamente cotidianas, entremezcladas con líos amorosos. En ellas, los héroes destacan por su saber, su valor o, generalmente, una mezcla armoniosa de ambas características.

Ya antes de que se popularizara la televisión, había obras literarias que pudieron influir en que alguien percibiera en él una vocación por hacerse médico. Con la televisión, los ideales parecen más realistas, pero sólo lo parecen. 

Son muchas las series emitidas sobre médicos, pero ésta, la del “New Amsterdam”, centrada en un hospital público estadounidense (lo que parece ya un gran contraste) muestra algo que llama la atención desde el primer capítulo. El “héroe” clave resulta ser el nuevo director del hospital (el equivalente a un gerente de los nuestros). Hay también otras figuras no menos heroicas y, de ser reales, la serie sería un canto hagiográfico cercano a lo empalagoso.

Pero hay algo que resulta especialmente llamativo. Se trata del director del hospital, Max Goodwin (interpretado por Ryan Eggold). Resulta casi increíble que un hombre solo sepa tanto, sea tan eficiente, y que, con la misma facilidad que despide a gente, resuelva rápidamente los problemas de gestión más duros, dando la mejor respuesta a todos los “buenos”, sanitarios y pacientes, y que, a la vez, diagnostique las cosas más raras e intervenga en el ámbito de cualquier especialidad, incluso quirúrgica. Y, por si fuera poco, asume toda esa responsabilidad a pesar de estar afectado por un cáncer que pinta muy mal. Bueno, ya que es ficción, podemos creer en tal posibilidad. De hecho, siempre hay realidades personales, aunque sean escasas, que superan lo ficcional. 

De toda esa fantasía, resulta que la más creíble, que un médico no deje propiamente de serlo cuando ejerce de gerente, es absolutamente increíble en nuestro medio, aunque no sepamos bien por qué. 

Que un gerente saliese de su despacho (o del de otros) y anduviera como un médico más por el hospital que dirige (como hace el Dr. Goodwin en la serie) interesándose por realidades cotidianas y no sólo por las estadísticas Excel, parece absolutamente insólito en nuestro sistema público.

Que algo así ocurriese, que un gerente médico se interesara de verdad y no sólo sobre el papel (literalmente y de modo electrónico) por los problemas médicos parece una fantasía que excede a las protagonizadas como reales por Bruce Willis en las sucesivas “Junglas de Cristal”. Y, sin embargo, sería muy bondadoso para todos quienes trabajan en un hospital y, sobre todo, para quienes en él son atendidos como pacientes.

Y es que los índices, sean de estancia post-quirúrgica, de tasas de infección o incluso de “satisfacción del cliente” no dicen propiamente nada de nada. Sólo son datos estadísticos donde la estadística sirve de poco más que alimentar reuniones de despacho y emisión de informes de propaganda política, porque, en general (quizá haya excepciones), quien realmente podría hablar no es nunca preguntado, ni siquiera cuando se está muriendo ahí, en el propio hospital, a veces en uno de sus pasillos, en esos momentos de colapso asistencial que son tan “puntuales” como periódicos por acaecer principalmente con la visita del virus gripal o por razón de vacaciones.

Tenemos un magnífico sistema sanitario y, sin embargo, podría ser mucho mejor. Bastaría con hablar y, sobre todo, escuchar.









martes, 6 de noviembre de 2018

La evaluación que no cesa.




Parece haber una curiosa coincidencia entre líderes políticos, sean de derechas, de izquierdas o de centro, sean moderados o radicales, universitarios o iletrados. Todos parecen de acuerdo en la necesidad de evaluar a los ya evaluados.

Es sabido que, para iniciar estudios de Medicina, no se precisa más que una buena “nota de corte”. Después vendrán los exámenes de la carrera, los MIR, las OPE… Habrá quien hable de la vocación, pero… ¿qué viene siendo eso en tiempos de algoritmos, big data y cirugías robóticas?

Para ser profesor de secundaria o para ser maestro también se requieren (en el sector público, claro, no en el privado concertado o sin concertar) unas duras oposiciones. 

Pues bien, nada de eso garantiza la bondad de médicos y profesores, que sólo se confirmará en el caso de que se sometan a una evaluación permanente. Suena bien; nos da garantías. ¿Por parte de quiénes se hará? Pues está claro, por expertos, sean vocales de colegios médicos, sean asesores de ministerios de educación. 

Evaluación voluntaria, dicen, pero ya se sabe lo que implicaría no ser voluntario en este campo y no es preciso mencionarlo siquiera. Evoca lo que implicaba ser o no voluntario en la “mili”.

Hoy nos ha recordado esa necesidad de evaluación permanente la ministra de Educación, Isabel Celáa, que no parece haber tenido ninguna necesidad de ser evaluada para ejercer de ministra y que, al parecer, ha sostenido tal afirmación asesorada por expertos, alguno de los cuales ha escrito algún libro aparentemente pueril para quienes somos cortos de miras, pero que parece de esencial inclusión en cualquier biblioteca de autoayuda que se precie.

Estamos ante los expertos. Todos los días, en los telediarios, nos hablan de su existencia. Como de los ángeles, sabemos que existen, aunque no los veamos. Los expertos hablan del cambio climático, del metamizol, de los riesgos del tabaco, de los motores diésel, de la alergia primaveral, de lo que sea. Hoy, los atentos hemos gozado de una visión cuasi-beatífica al contemplar a alguno de ellos, real. Pudimos ver a alguien que debe estar especialmente capacitado para evaluar a otros y, desde esa posición, asesorará sobre inteligencias emocionales o de otro tipo a la Sra. Ministra o a quien la suceda en el cargo que ocupa.

¿De qué va esto? ¿Qué se pretende? Todo indica que nos dirigimos hacia lo de siempre, hacia la calidad de los “calidólogos”, esa ISOficación que hemos sufrido médicos y pacientes resentidos en el sistema sanitario público y que ahora pretenden sabiamente imponer en las aulas.

Ya hubo un tiempo en que se hablaba de “formación de formadores”, expresión que a los limitados nos parece vacía donde las haya. Ahora, descansaremos todos en la garantía que proporcione a enfermos y alumnos la existencia de expertos que asesoren a ministerios del ramo sobre qué es eso de la educación, algo que ha de ser ajeno a los "avatares de la vida", propiamente emocional (Goleman dixit) y que incluye la asertividad, la proactividad, la gamificación, el empoderamiento, y demás conceptos igual de interesantes Serán ellos quienes nos garanticen (vaya responsabilidad la suya, eso sí que es vocación) que quien enseñe o cure lo haga desde la inteligencia emocional aprendida en sesudos seminarios o en un contexto de empatía proporcionada en cursos acreditados de persuasión.

El neurocirujano Henry Marsh ya nos contó en algún capítulo de su primer libro su experiencia de formación en “calidad” por parte de un responsable de hostelería, formación obligada, por supuesto, en el Reino Unido, de donde parece que nos vienen algunas de las luces que precisamos, las mismas que hacen que los ascensores de nuestros hospitales nos hablen diciendo que se cierran o se abren (siempre hay despistados). Como debe ser.

Es muy probable que asesores comerciales “formados en calidad” enseñen a médicos y profesores de secundaria como “saber venderse” al cliente, sea un paciente o un alumno. Claro que habrá quienes desdeñen tan necesario aprendizaje y será suya la elección de quedarse arrinconado en la obsolescencia no programada. Allá ellos; serán seleccionados por el mercado que, curiosamente, parece más atractivo en su dinámica para la administración pública, especialmente si se dice socialista, que para el sector liberal.

Desde la ingenuidad o la insensatez, surge la cuestión ¿Quién y cómo evalúa a los evaluadores?