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lunes, 15 de marzo de 2021

ALARMAS EN VACUNACIÓN ¿DÓNDE SE QUEDÓ EL MÉTODO CIENTÍFICO?

 


 

    Un plan de vacunación y la resolución de incidencias en él debiera ser científicamente consensuado. Pero la ciencia, que permitió el desarrollo de las vacunas, no parece estar presente en el ámbito epidemiológico / preventivo. Una entrevista televisiva a D. Fernando lo mostró este domingo de un modo tan claro como patético. Fue realmente triste volver a revivir cómo se gestionó este horror del que no hemos salido

    Ante la asociación temporal entre raros episodios trombóticos y una vacuna, aprobada por las altas agencias europea y española a las que eso corresponde, rápidamente un “experto” gallego afirmó que la vacuna en cuestión es segura, mucho más que una aspirina . Y este fin de semana se hizo una vacunación masiva en Galicia con ella, no como en otras autonomías en donde la paralizaron.

    No hacía falta que nos “convenciera” el experto. Ya sabemos que es segura… estadísticamente. También lo es una intervención de apendicitis (aunque siempre hay alguien a quien se le complica y se muere, pero es raro). Algún caso hubo de hepatitis fulminante por un paracetamol.
 
    ¿Descartaríamos por ello vacunas y tratamientos médicos o quirúrgicos? Un riesgo bajo es asumible cuando de mejorar o conservar la salud se trata.
 
    Por eso, no pasaría nada escandaloso si la vacuna no fuera segura al 100%, especialmente cuando la finalidad es protegerse de un virus terrible. Pero no es políticamente correcto sugerir que hay que estudiar más a fondo esa posibilidad. De hecho, esas afirmaciones en vacío, sin un estudio adecuado de posibles relaciones casuales o causales, sin una evaluación rigurosa del lote en cuestión, no sólo no valen para nada, sino que contribuyen a generar lo contrario de lo que se pretende, miedo. Una inquietud que se ve favorecida por el hecho de que haya países que se van sumando a una medida de retirada temporal por prudencia hasta que los datos aclaren la situación. Parece sensato, porque, en ciencia, los datos son importantes; en la adivinación simoniana, mucho menos. 
 
    Inquietud que aumenta al saber que la diversidad no solo afecta a países enteros, sino que también se da a escala autonómica en el nuestro, sugiriendo que unos expertos son más expertos que otros (y no sabemos cuáles). Se dijo que todo el mundo se creía epidemiólogo y, lo que son las cosas, va a resultar que sí, visto lo visto y viendo lo que vemos, en esta gestión del “sálvese quien pueda”.
 
    La vacuna es imprescindible. La vacuna en cuestión tiene un buen aval (tanto que fue la primera en mostrarse en una publicación científica de alto nivel), pero cualquier duda sobre posibles efectos secundarios ha de ser disipada o concretada porque, si la eficacia es importante, la seguridad también. E incluso, en caso de que la seguridad no fuera todo lo deseable (estamos en fase de dudosa farmacovigilancia), en el hipotético caso de una clara incidencia causal de acontecimientos trombóticos, que todos deseamos nula o muy rara, habría que tener presente la relación riesgo – beneficio. 
 
    Necesitamos ciencia; la ciencia que ha desarrollado las vacunas pero también la ciencia que nos proporcione, como adultos, la información adecuada sobre cada una de ellas. Si hay una alarma, ha de atenderse científicamente y no limitarse a despreciarla autoritariamente.
 
    No sobraría, en tal contexto, la recogida de datos básicos previos a la vacunación (enfermedades de base y medicación habitual) y posteriores (efectos secundarios fácilmente registrables).
 
    Y, además de ciencia, necesitamos ética, que pasa por convencer con datos y no con confianzas en cargos políticos o en sus “expertos”, en quienes hemos de creer aunque no los veamos, casi en plan religioso. 
 
    Es la ciencia también y no la creencia la que puede neutralizar adecuadamente posiciones pseudocientíficas negacionistas, no sólo perjudiciales para quien las asume sino también para quienes le rodean. Reitero que yo, ya vacunado y agradecido por estarlo, ya manifesté varias veces que me vacunaría con la primera opción que me ofrecieran.
 
    Et voilà: Últimas noticias nos muestran que nuestra flamante Ministra de Sanidad ha suspendido la vacunación Covid con AstraZeneca.  

 

viernes, 19 de octubre de 2018

Ciencia y Filosofía en las aulas. Una cuestión de método.




Parece que la Filosofía retorna a las aulas como materia obligatoria. La noticia es buena en medio de tanta simpleza cientificista, tan pretendidamente pragmática que ni pragmática es.

Pero todo ha de matizarse, ya que lo que se reintroduce es la Ética y la Historia de la Filosofía, que no es lo mismo que la Filosofía misma, aunque ésta pueda albergarse como tal con mayor o menor acierto en ambas disciplinas. 

Esta medida parece responder a la justificada reacción previa de ciudadanos ilustrados que han visto y denunciado algo tan impropio como la eliminación, en los curricula escolares, de la Filosofía y, en general, de disciplinas humanísticas. Por supuesto, pueden haberse dado intereses meramente laborales, gremiales, pero eso parece secundario ante una respuesta adecuada ante una demanda legítima, tras despropósitos educativos sobradamente conocidos.

Con frecuencia se contrasta un valor cuasi ornamental de la Filosofía (y demás disciplinas humanísticas) con el valor pragmático de la Ciencia, que sí sirve para comprender el mundo y transformarlo, en vez de hacer juegos de palabras más propios de tiempos pretéritos. 

Pero hay algo que ha de tenerse en cuenta, se esté o no de acuerdo con un pragmatismo ingenuo excesivamente arraigado en las aulas, especialmente con la marca boloñesa. 

Ocurre que, tanto la Ciencia como la Filosofía, no se enseñan, en general (hay siempre honrosísimas excepciones que no se ciñen a los libros de texto), como tales, sino como Historia empobrecida, sea de resultados científicos, sea de ideas filosóficas. Algo es mejor que nada, pero, de ese modo, parece darse un defecto esencial en lo concerniente a la Ciencia y a la Filosofía. Son muchos los estudiantes, incluso licenciados, que ven en la Ciencia una secuencia progresiva de resultados (se acaba sabiendo que la mecánica relativista supera a la newtoniana, que hay una equivalencia materia – energía, que el ADN es la molécula informativa de los seres vivos, etc.). Del mismo modo, se acaba sabiendo algo o bastante de lo que pudieran pensar Descartes, Platón o Kant, o una relación bibliográfica de figuras destacadas de la Literatura, aunque no se haya leído a ninguna de ellas. Se trata de una concepción de la cultura, incluyendo la científica, que sí resulta ornamental. Y, de ese modo, se olvida (llevamos demasiados años haciéndolo) lo nuclear.

La Ciencia, contada como historia de resultados, y a la luz de las aplicaciones de éstos, pasa a ser considerada como creencia. Eso es así porque se echa en falta la introducción adecuada a lo esencial en Ciencia, que es su método. De modo análogo, la Filosofía narrada como historia del pensamiento no implica necesariamente que induzca el pensamiento mismo. En ese sentido, ni la Ciencia ni la Filosofía auténticas podrían considerarse “obligatorias”, aunque se impongan (y deban imponerse) como asignaturas, porque no se enseña lo más propio de ellas y porque resulta sencillamente imposible obligar a alguien a pensar, especialmente en estos tiempos en los que impera la concepción métrica y ociosa de la vida. 

La Historia de la Filosofía, como la del Arte o la de la Ciencia, son muy importantes como ayuda esencial para contextualizar el pensamiento y la creatividad personales, pero lo que resulta realmente fundamental es la familiarización con lo que al ser humano le importa y la formulación de preguntas al respecto. Es desde ese retorno al origen, que supone la admiración, el asombro ante el mundo, que podrán plantearse cuestiones, hacer reflexiones propias y debates y ver qué posibilidades hay de resolverlas a través de la Ciencia y qué interrogantes quedarán provisional o indefinidamente fuera de su alcance.

Si la enseñanza de la Ciencia se ciñe al relato de sus resultados, aunque incluya alguna que otra demostración matemática o una mirada a un microscopio, se estará convirtiendo en la transmisión de una creencia en quienes los han obtenido, más que en un reconocimiento de la bondad del método científico. Tal vez por eso es comprensible que haya quien, habiendo seguido una trayectoria curricular científica, caiga en la creencia pseudocientífica. Se puede ser médico con un magnífico expediente, sabiendo mucha Fisiopatología, y creer que la iridología es magnífica en el diagnóstico como el agua homeopática lo es para el tratamiento. 

Si la ciencia es “sabida” como creencia, podrá ser fácilmente sustituida por otra creencia; es eso lo que facilita la permanencia de las pseudociencias en entornos pretendidamente científicos; a la vez es lo que facilita una defensa de la ciencia (como si ésta lo precisara) por parte de un escepticismo casi religioso porque tampoco mira al método; los pseudocientíficos, numerosos, son compensados con círculos de “escépticos”, también numerosos. Lo cuantitativo es facilitado por la difusión en red y prima sobre lo cualitativo. Probablemente Einstein lo tendría difícil en esta época, tanto por la mirada pseudocientífica como por la de pretendidos escépticos. Y es que el escepticismo real también es cuestión de método.

De modo análogo, una enseñanza adecuada de la Filosofía, aunque precise de un saber sobre su historia, supondría el encuentro con el no saber, con la ignorancia esencial sobre lo más importante, la que suscita más preguntas que respuestas, por más necesarias que éstas se consideren.A fin de cuentas, a diferencia de la Ciencia, la Filosofía es tarea de cada cual o algo así decía Jaspers.

Enseñar Ciencia y Filosofía acaba siendo lo mismo en el sentido de que ambas tareas suponen facilitar un espacio de apertura al pensamiento, a la reflexión, a la pregunta. Saber acaba siendo, como siempre fue en el sentido más auténtico, una experiencia socrática, la que supone hacer preguntas desde la ignorancia y asumir que las posibles respuestas parciales sólo podrán proporcionar una mejor visión de esa ignorancia. Es desde esa humildad, creciente y reconocida, tanto más cuanto más se luche contra ella, que un joven podrá hacerse científico respetando el necesario marco filosófico para la investigación, o filósofo, sabiendo que el método científico es la mejor ayuda para conseguir la respuesta a muchas preguntas que aún no se han contestado o que ni siquiera han llegado a formularse.  

miércoles, 2 de agosto de 2017

CIENCIA Y CIENTÍFICOS. SER Y TENER.


Ser científico supone responder a un deseo, el de saber, y aceptar que el acceso al conocimiento es factible en determinadas áreas, no en todas, mediante la aplicación del método científico, esencial para poder entender y opinar sobre resultados científicos, algo muy olvidado en la enseñanza y divulgación de lo que es la ciencia.

El avance de la ciencia implica necesariamente la comunicación del conocimiento logrado, algo que actualmente se hace principalmente a través de las publicaciones en revistas especializadas. Pero esta necesidad, que es el efecto final del interés científico, está pasando desde hace años a constituirse en motivación esencial de la carrera de profesionales de muy diversas disciplinas (no sólo científicas).

Se está confundiendo así al científico con un productor de publicaciones, a la vez que se tiende a olvidar muy seriamente el rigor que supone el método científico. De este modo, el afán epistémico es asfixiado por el interés obsesivo por un curriculum basado en el número y la supuesta calidad de las publicaciones realizadas; ambos elementos son tristemente cuantificados en forma de factores de impacto, índices “h” u otras medidas bibliométricas. 

Tal contexto pervierte la actitud de muchos investigadores, haciendo que su objetivo no sea el conocimiento sino la publicación, cada vez más separados. Se asiste de ese modo a una sobreabundancia de publicaciones, la inmensa mayoría de las cuales es perfectamente prescindible, a la vez que aumentan las que ofrecen resultados no suficientemente contrastados. Si lo único que realmente importa es publicar, se publicará, llenando las revistas de ruido, de falsedades por falta de reproducibilidad y, a veces, incluso de puro fraude. 
 
Pero ese exceso de ruido y falta de ciencia auténtica no se da por igual en todas las áreas. Predomina en Medicina, incluso en la más "científica", la llamada MBE, Medicina Basada en la Evidencia, o en pruebas como dicen los puristas, porque tal evidencia muchas veces es construida en vez de hallada. Para lograrla, la herramienta estadística es esencial, pero no siempre se emplea bien, ni al principio, por sesgos a la hora de establecer grupos de comparación, ni al final, a la hora de presentar las conclusiones (no es lo mismo, por ejemplo, resaltar un riesgo relativo que uno absoluto). Teniendo en cuenta que no escasean los conflictos de interés, pasa de todo a pesar de una apariencia metodológica correcta. 

Incluso con corrección metodológica, es habitual asumir una relación entre variables cuando la probabilidad, "p", de que los efectos se deban sólo al azar es baja (“p” menor de 0.05). Pero esa baja probabilidad bien puede ser insuficiente; basta con compararla con el nivel exigido en física de partículas en donde el resultado se acepta cuando “p” es mucho menor, un valor inferior a 0,0000003 o lo que se conoce como 5 sigma . Es concebible que llevar ese concepto de 5 sigma al contraste estadístico en Medicina permitiría establecer conclusiones más claras con menos falsos positivos, pero implicaría también mucho más trabajo riguroso. 

Un ya viejo lema dice “publish or perish”. Lamentablemente sigue siendo un hecho que, si un investigador no alcanza un nivel de “impacto” determinado en sus publicaciones, pueda en efecto perecer académica o incluso laboralmente. Pero, a la vez, con tanto “publish” es la propia ciencia la que perece en gran medida, sucumbiendo a un exceso de ruido.

¿Qué hacer? La política científica puede priorizar campos de investigación y decidir el dinero asociado a ellos, pero la buena ciencia sólo parece factible como un proceso que Guillermo Fernández Navarro califica, también para la divulgación de ella, de transformación y no de adaptación  Algo que difícilmente se podrá realizar bajo fuertes restricciones burocráticas y bibliométricas.

Quizá no precisemos tantos científicos sino sólo los que puedan permitírselo, los que nos podamos permitir, porque será difícil que alguien presionado laboralmente pueda investigar con un mínimo de libertad. Y es desde la libertad que se han conseguido importantes descubrimientos, o no tan llamativos, pero que propiciaron aplicaciones metodológicas de gran interés. Por ejemplo, las restrictasas, la hibridación celular o la proteína fluorescente verde, fueron en su día ejemplos de “curiosidades” que quizá no merecieran ser financiadas, pero su valor se mostró cuando se desarrollaron las técnicas de ADN recombinante, cuando se obtuvieron anticuerpos monoclonales o cuando se pudieron marcar proteínas concretas en células vivas. Algo parecido está ocurriendo con las técnicas de edición genética. A veces, la transición entre el juego y aplicaciones importantes es sutil.

La investigación científica requiere honestidad y rigor, algo que implica más cooperación que competitividad, más calma que prisa, más repetición que prioridad, menos publicaciones prometedoras y más resultados consolidados, menos ruido y más nueces. 
 
Eso supone educación y ética. La ética parece sugerir que, si no se puede hacer buena ciencia, mejor será dedicarse a otra cosa. La educación debe fomentar el pensamiento crítico que supone el método científico, más que limitarse a estudiar los grandes resultados a los que ha conducido. 
 
Al final, cualquier joven que se interese por la ciencia debiera elegir entre tener o ser. Entre luchar por tener un curriculum brillante basado en el sistema actual, bibliométrico, o tratar de ser un buen científico que persigue el conocimiento, con independencia de que, de su búsqueda, se deriven muchas o pocas publicaciones y de que éstas sean recogidas o no en las principales revistas. No son opciones incompatibles pero raramente coinciden

Agradecimiento: Quiero expresar mi gratitud a Guillermo Fernández Navarro, consultor de proyectos museísticos de ciencia, por proporcionarme frecuentes publicaciones relacionadas con su campo, una ardua tarea con la que intenta mostrar la ciencia como proceso de transformación y no de adaptación.