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miércoles, 16 de junio de 2021

MEDICINA. La incertidumbre insoportable o el encarnizamiento diagnóstico.

 

 


"Si no nos determinamos a tragar de una vez la muerte y la falta de salud, nunca haremos nada."

Sta. Teresa. Camino de Perfección, 11,4.

 

    Vivimos tiempos modernos, en los que no sólo recibimos las bondades diagnósticas y terapéuticas que la investigación tecno-científica ha proporcionado. También asistimos a un cambio muy brusco, no siempre feliz, de la relación singular, transferencial, que supone el encuentro clínico.

    

     En cierto modo, internet ha cobrado el papel del médico y no sólo para cualquier hipocondríaco que se precie, convertido ya en “cibercondríaco”. Casi todos tenemos disponibles aplicaciones de “salud” en los “smart-phones”, que miden las pulsaciones, los pasos que damos o la calidad del sueño, y que pueden ser complementadas por datos que el móvil no puede medir, de momento, como el peso o la tensión arterial.

     

    Hay quien ve una situación ideal en el control permanente de esas variables que se llaman malamente “constantes”, contemplando como buena cualquier alarma de que nuestra frecuencia cardíaca se desmadra o de que no hemos dormido como se debe, porque todo esto ya parece un deber. Pero eso no basta; a veces, habrá que recurrir al médico… también a través del móvil. 

    

     El enfoque “e-Health” se presenta como un futuro magnífico en el que podremos prevenirlo todo, excepto las pandemias, como tristemente hemos visto y volveremos a caer en otra o volverán a ver quienes nos sucedan.

    

     Cuantos más sensores y registros tengamos (los “lab on a chip” llegarán en cualquier momento, si hay chips), más rápido detectaremos el mal posible que habita en el cuerpo y, de ese modo, podremos atajarlo con un tratamiento personalizado. Suena bien sólo en apariencia, porque pasamos, en la práctica, a definir la salud, no como ausencia de enfermedad en general, sino como la demostración constante, en tiempo real diríamos como modernos, de tal ausencia de todas las enfermedades posibles. 

    

    Ya ocurre que mucha gente va con su diagnóstico hecho al médico sólo para confirmarlo y recibir tratamiento, algo que los móviles no proporcionan de momento. 

    

    Los propios médicos, y no sólo los más jóvenes, parecen alabar que lo que hace tiempo se llamaba “ojo clínico”  haya sido sustituido por un ojo realmente adecuado, el de las técnicas de imagen, registros biofísicos, análisis bioquímicos, fenotípicos y genotípicos, pruebas funcionales… 

    

     Es difícil hoy en día acudir a consulta por un problema y salir tranquilo. Raro será el médico que se abstenga de rellenar en papel o de forma electrónica peticiones de algunas o muchas de esas pruebas que un día se llamaron complementarias y hoy parecen prioritarias. Se habla de medicina científica y personalizada. Atrás quedó la medicina mágica. Y, sin embargo, no todo está siendo maravilloso. 

     

    En esta medicina actual hay un problema que no acaba de resolverse bien, sino todo lo contrario. Se trata del manejo de la información y de la incertidumbre asociada a ella, especialmente a la hora de establecer un diagnóstico, pero también en lo concerniente al pronóstico y al tratamiento que aquél puede implicar. A veces, la situación es clara, bien porque una prueba complementaria confirma pronto la sospecha clínica, bien porque ni se necesita tal prueba desde la experiencia del médico. Otras veces, se requerirá una sucesión de estudios que permitan orientar o mostrar claramente el diagnóstico. 

     

    El juicio clínico tiene bastante de orientación bayesiana aunque no se formule como tal. Muchas veces se decidirá en función de lo que parece más probable, aunque tal probabilidad no se mida. Es esa decisión orientada por la experiencia y por una intuición personal la que subyace al buen ojo clínico, entendido correctamente como saber mirar. Pero ahora abundan los médicos que, obsesionados por el diagnóstico, aunque el malestar parezca banal, realizarán todas las pruebas habidas y por haber hasta encontrarlo o descartar (término muy en boga) todas las posibilidades etiológicas, algo que puede ir acompañado, tanto del desprecio de lo subjetivo como de la perspectiva contraria, la psiquiatrización de la queja, si no hay nada malo objetivable. 

     

    Permanece lo viejo en el peor modo, ese lema tristísimo del más vale prevenir, por el que uno puede verse impelido a una dieta de alcachofas o a machacarse en un gimnasio. 

     

    Ahora se trata de obtener toda la información relevante, de no incurrir en riesgo. Y cada médico habrá de decidir qué hacer. Pero no estamos sólo ante una cuestión de balance entre información y ruido (al margen del propio riesgo biológico inherente a algunas pruebas), sino ante el hecho de que tal cuestión se entrelaza con la relación médico – paciente. Y es aquí dónde no pocos médicos sucumben a la tentación de contagiar al enfermo la incertidumbre que debieran guardarse para ellos hasta que se disipe. Es muy distinto tener que comunicar un diagnóstico infausto que anticiparlo como posibilidad, cosa que se hace cada vez con más alegría, trasladando a quien ya tiene sus miedos la necesidad de “descartar” todo lo malo que pueda explicar algo que también, no es infrecuente, puede acabar siendo un problema pasajero que se resuelva solo. 

     

    La relación clínica es muchas veces un ejemplo de cómo en una situación transferencial puede actuarse del peor modo. Ya sobra con que el paciente muestre sus miedos, sus preguntas, sin necesidad de que el médico le ofrezca un panorama de desgracias potencialmente compatibles con ellos y que requerirán no sólo la realización de pruebas sino el tiempo implicado en ellas, algo que puede hacerse eterno si el médico ha contagiado sin necesidad alguna su incertidumbre. La transmisión de ese no saber como sospecha de lo peor propicia de un modo aparentemente cruel la génesis de angustia, antes de tiempo y, a veces, sin justificación a posteriori (a priori nunca la hay).

    

    Es difícil saber por qué ocurre esto. Se invoca con frecuencia la autonomía del paciente y se alude al antiguo e indigno paternalismo médico, pero un paciente acude precisamente para ser orientado desde un supuesto saber clínico, no para ser amedrentado por él. Si eso es paternalismo, lo quisiera para mí cuando precise de un médico. El paciente no necesita respuestas a preguntas que no formula y, aunque lo haga, hay muchos modos de orientarlas, desde la sensatez de referirse a la conveniencia de afinar el diagnóstico, hasta la brutalidad de describir todo lo peor que puede surgir de esos estudios. 

    

     Es plausible que la explicación resida en que un médico que actúa así, anticipando todos los males posibles a descartar, lo haga porque la incertidumbre le es insoportable, no tanto en el orden epistémico, cuanto en el emocional, cuando no con precaución jurídica excesiva. El médico que cree descargar así su incertidumbre antes de confrontarse a lo real no sólo no hace ningún bien, sino que transforma el tiempo de espera del paciente en tiempo de angustia innecesaria para él y sus familiares. 

     

    Ese parece el triste camino por donde están derivando muchas actuaciones clínicas. 

     

    Manejar tan mal la incertidumbre, en muchos, demasiados casos, supone en la práctica que estamos pasando a la encarnación del Dr. Google en muchos médicos. Esa fría, gélida a veces, “internetización” del médico, convertido en operario de algoritmos perversamente llamados “científicos” supondrá, de seguir así, el fin de la Medicina. Tendremos robots que nos diagnostiquen y que incluso nos intervengan quirúrgicamente (ya los hay, aunque “ayudados”), pero nos habremos quedado sin médicos de verdad una vez desaparezcan los que asumían la limitación de su conocimiento y de sus posibilidades y buscaban, a pesar de ello, la realización de ese deseo que ya parece lejano: “curar a veces, aliviar con frecuencia, consolar siempre”.

 


sábado, 4 de abril de 2020

MEDICINA. Covid-19. Del sujeto al individuo muestral.





Uno de los grandes avances científicos fue la visión atomística de la Naturaleza. Los átomos, supuestos ya por los griegos, se manifestaron de modo científico gracias a personalidades como Dalton, Boltzmann y Einstein. Sabemos que no son tales, que están a su vez compuestos, pero eso importa poco conceptualmente.

En el mundo biológico, el atomismo acogió la visión de la célula como unidad de vida. Más tarde ese atomismo se hizo bioquímico y acabó siendo informativo, genético.

Hay un ámbito en el que, para bien y para mal, también triunfó el atomismo. Ocurrió cuando pasó a verse cada organismo como entidad individual de un conjunto de organismos similares de su misma especie. Eso facilitó la irrupción de la herramienta estadística a la hora de plantearse cuestiones clínicas. Podemos comparar un grupo de individuos con otro, similares en todo (cosa difícil de lograr a base de “randomización”) pero diferentes en una variable (la exposición a un tóxico, la ingesta de un fármaco, un hábito de vida, lo que sea) y ver el efecto de esa variable sobre otra u otras de interés. Los estudios comparativos pueden revelar relaciones entre dos o más variables y sostienen los estudios de tipo caso – control, los ensayos clínicos, análisis multivariantes, la observación de cohortes, etc.

Si hay semejanza en la inmensa mayoría de variables que puedan interferir con la relación a analizar en los grupos de individuos usados, la estadística concluirá si los efectos observables se deben a una relación entre variables concretas o son fruto del azar. Es desde esta concepción del ser humano como individuo, como átomo muestral, que el contraste estadístico ha permitido en muchos casos pasar, como se ha dicho a veces, de la eminencia clínica a la evidencia científica. Lamentablemente, esa aproximación, conocida como “Medicina basada en la evidencia”, no ha sido inmune a artefactos inherentes a sesgos por interés curricular o económico.

     La concepción del ser humano difiere según el observador, aunque éste sea médico. No son equivalentes las miradas de un internista, de un médico de familia, de un psiquiatra, de un patólogo, de un radiólogo, de un pediatra o de un neumólogo. La Medicina es apoyada por la ciencia, pero no es una ciencia en sí, ya que cada encuentro clínico es singular, por serlo de dos subjetividades.

Hay una mirada en la que la perspectiva clínica se evapora. Es la que confunde a cada sujeto con un átomo, con un individuo. Como tal, pasa a ser elemento de un conjunto (la población española, por ejemplo) o de uno o varios de sus subconjuntos (regiones geográficas, sexo, rangos de edad, etc.). Es la perspectiva epidemiológica.
Tenemos estos días una imagen triste de lo que eso supone. Los informativos solo hablan prácticamente del coronavirus o, más bien, de sus efectos. Desde que apareció en China y poco después en Italia, se supo de su alta contagiosidad y de una letalidad que, aunque aparentemente baja en términos porcentuales, está resultando extraordinariamente elevada y concentrada en el tiempo en términos absolutos.

No parece que se hayan hecho bien las cosas, pasando en un mes de una cierta frivolidad aparente a tener UCIs colapsadas y miles de muertos por Covid-19, pero no es esa la cuestión en la que deseo fijarme ahora. No en la eficacia muy dudosa de la prevención previa al confinamiento, sino en la propia mirada de la Medicina Preventiva, que, en este caso, es una mirada contable asociada al discurso político. Cada día se proporciona el “parte”. Tantos contagiados (cifra sencillamente increíble a falta de una métrica adecuada), tantos fallecidos, y la buena noticia de los que se han curado.

Pero el discurso, político-científico, va más allá del recuento y, de modo aparente, se ancla en la repetición de lemas supuestamente tranquilizadores para un cierto ideal de individuo muestral, el que es joven y sano. Son los siguientes:
    
  • Sólo se mueren los viejos y con patologías previas. No se dice con esa crudeza, pero sí se dice. Las muertes de personas jóvenes y previamente sanas son la excepción que confirma la regla. Eso supone un cierto supremacismo que idealiza la juventud y que sintoniza con el abandono que sufren las personas mayores.
  • Esto es una guerra. Se insiste en la metáfora bélica, en la que todos (pasando a ser individuo colectivo) podremos vencer al enemigo, el virus, con distancia social, confinamiento, higiene de manos, no tocándonos la cara, etc. Una guerra en la que, como en todas, hay héroes, los curativos, pero a los que se pretende lejanos, confinados en el hospital, no vaya a ser que, si viven al lado, si se nos acercan, nos contagien. En ese contexto metafórico se muestra el avance victorioso en forma de una curva que dejaría de ser exponencial.
  • Ha sido una sorpresa. Se afirma la novedad, la sorpresa del ataque vírico, que nadie lo esperaba, pero las epidemias siempre han existido y existirán, como los terremotos. Aunque no se sepa cuándo, tras ésta, otras vendrán y podrán encontrarnos como ahora, prácticamente como en 1918.  Desde esa supuesta novedad, la improvisación ha sido una constante, especialmente en lo relacionado con la protección básica. Si hace poco se desaconsejaban las mascarillas a sanos, ahora, que parece haberlas, se aconsejarán a toda la población. En esa sorpresa, más sorprendentes acabaron resultando los geriátricos, en donde el escaso personal sanitario facilitó una alta tasa de mortalidad.
  • Esto pasará. Eso parece y es deseable que ocurra antes de que se haga frecuente una pregunta ya formulada ¿Y si se acaban las UCIs disponibles? ¿Y si hay que elegir? En películas antiguas, en situaciones de catástrofe, se decía “las mujeres y niños primero” (en un naufragio, por ejemplo) o, de un modo muy duro, “sálvese quien pueda”. Pero, ¿Cómo priorizar entre pacientes? En un artículo reciente, aparecido en "Letras Libres", se analiza esta cuestión que, Dios no lo quiera, puede llegar a ser realista. Y se habla de “valor social” de los pacientes, un serio problema ético.
  •  El aplauso generalizado. A él se insta, con imágenes reiteradas. Aplauso a médicos, a policías, a militares, también a quienes han tenido la fortuna de salir de la UCI (no sabemos si para curarse definitivamente o no).

Si hay una imagen en la que se muestra lo que significa ser individuo olvidando al sujeto es la que ofrecen las improvisadas morgues, con ataúdes iguales y alineados (suponemos que también “trazables”). Sabemos que la muerte es igualitaria (de aquella manera, porque el coronavirus podría cebarse con quienes malviven en campamentos de refugiados), pero tan brusco destino, infeccioso, casi medieval, no será conciliable con los sentimientos de quienes han querido y siguen queriendo al que murió.

Cada cadáver compartirá con los demás no solo ese terrible espacio, también el carácter excepcional de la higiénica distancia con los vivos. Se bloquea el duelo convencional y aumenta el dolor de la pérdida, que lo es, no ya de un individuo anciano o joven, con o sin patologías previas, sino de un sujeto querido, con una biografía única, singular en toda la historia del mundo. 

Frente a la frágil, a veces falsa, unión a la que se nos insta, existen casos realmente ejemplares de amor. Mi amigo el psicoanalista Gustavo Dessal publicó recientemente un hermoso y cariñoso artículo al respecto, “También amor”.

La responsabilidad puede exigirse; el amor no, ya que brota o no del corazón de cada cual para ayudar a otro en lo que precisa. Alguien puede hacer sonreír a un niño enfermo. Habrá quien haga compañía a pesar de los pesares. Otro brindará el apoyo que pueda proporcionar a una persona discapacitada. Colegios de Psicólogos han brindado teléfonos de ayuda. Hay sacerdotes que proporcionan asistencia espiritual a creyentes católicos. Ninguna de esas personas serán consideradas heroicas; no lo precisan. La fragilidad humana es una buena prueba para proporcionar el mejor contagio, el que el amor permite. Incluso desde la creencia, el Gran Misterio, la Alteridad Inmanente se muestra en la belleza de lo que existe, pero, sobre todo, en la concreción de quien sufre, de quien, siendo moribundo, encarna en sí la gran pregunta existencial.

Aunque, como seres humanos, tengamos esa tendencia a la repetición de lo peor, esa pulsión de muerte que tan brillantemente mostró Freud, también lo bueno compensa muchas cosas. Si esta pandemia nos encontró casi como en 1918, no es menos cierto que, en el siglo transcurrido, el desarrollo científico ha sido y sigue siendo impresionante. Es por eso que cada día que pase sabremos más de éste virus, de otros que puedan afectarnos y de cómo prevenir sus infecciones con vacunas adecuadas y tratamientos mejores. Esa es la esperanza racional en la ciencia, algo alejado del cientificismo cargado de promesas.

En este sentido, proporciono a continuación una serie de enlaces que creo útiles para el lector interesado en aspectos científicos relacionados con el coronavirus (basta con pulsar los textos para ir a los enlaces correspondientes):
 
  • Colección de artículos del NEJM 


lunes, 19 de septiembre de 2016

MEDICINA. Precariado médico en un sistema perverso.




Alguien es un buen alumno. Tras la selectividad, confirma sus esperanzas de llegar a ser médico. Ha superado la fatídica nota de corte para iniciar sus estudios. Y se inician y se continúan, a lo largo de esa carrera, que lo es cada vez más en sentido literal, competitivo. 


Se acaba siendo médico y se prepara el MIR, sabiendo que es un examen un tanto irreal pero al menos justo. Se elige una especialidad y un hospital en el que formarse en ella. El MIR, algo queda. Es la única opción seria, pública, para formar especialistas que no sólo servirán al sistema que los hizo posible; también nutrirán al privado, tan ensalzado últimamente.


Se es ya especialista en algo, cuando ha pasado los mejores años, si por tales se entienden los de la juventud. ¿Y ahora qué? En muchos casos, ahora nada. Y después tampoco. Porque lo que tantas salidas ofrecía para exigir aquella nota de corte resulta que no las tiene.


Una reciente sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea muestra la realidad de nuestro país, en el que los contratos por días y por semanas, incluso por guardias, son legales y abundantes en proporción. Es factible que un enfermo sea operado un día por la tarde por un médico contratado para la guardia de ese día. Entre ellos no se han visto antes. No se verán después. 


Con el examen MIR se acabó la época de la igualdad de oportunidades. Hay pocos contratos como médico adjunto, lo son por períodos cortos o cortísimos de tiempo y en la selección para las escasas interinidades priman criterios de “confianza” por parte de gestores y mandos intermedios que actúan aparentemente como propietarios de lo que es público.


No es extraño que el MIR pase a considerarse más como alternativa laboral que como período de formación remunerada y así hay quien hace un segundo MIR, para asegurarse un sueldo otros cuatro o cinco años. Tendrá dos especialidades aunque ninguna le dé de comer y se plantee la opción cada día más frecuente de emigrar.
 

Un informe de la Organización Médica Colegial, del que se hizo eco “El País”, revela que el 18,5% de los médicosdel sistema sanitario público tiene contrato de menos de seis meses.  Eso supone, en la práctica, un desmantelamiento del propio sistema público por quien tiene el poder de decisión política, pues un buen mecanismo para lograrlo es disponer de una plantilla “líquida” en estos tiempos tan líquidos en que nos hallamos. Después se dirá el conocido lema de que “esto en la privada no pasa” para referirse al mal funcionamiento de la pública, en donde las listas de espera diagnóstica y quirúrgica facilitarán que, quien se lo pueda permitir, vaya efectivamente a operarse a un hospital privado en el que con frecuencia será atendido por el mismo médico que trabaja en el sistema público. Y es que, a la vez que hay esa precariedad laboral que afecta a uno de cada cinco médicos, otros compaginan su actividad en todos los sectores posibles, con todas las implicaciones negativas que ello supone.


En la misma nota de “El País” se indica que el sindicato CCOO reclama una convocatoria especial de unas 94.000 plazas para acabar con esta situación. Pero ese sindicato, como los demás, tiene un problema y es el desinterés generalizado por la unión, incluso por la unión defensora de derechos, por parte de los profesionales afectados. 

Estamos en una sociedad de solitarios; no hay peor mentira que llamarle a la nuestra la era de la comunicación. Ese aislamiento hace posible que nadie se una en la práctica para reclamar nada. Un aislamiento directamente proporcional al número de personas que trabajan en un hospital, por paradójico que parezca.


Por otra parte, si bien ha habido grandes respuestas sociales frente a los ataques a la sanidad pública, se han dado cuando la arrogancia con que se hacían, en un contexto corrupto, era evidente.


No es tan claro el ataque cuando el sistema atacado sigue funcionando, no por la inoperancia de sus gestores (médicos en general, que todo hay que decirlo), sino por la dedicación excelente de muchos de sus profesionales, todos los que, a pesar de los pesares, sienten que son médicos y actúan como tales. 


Hay un elemento contaminante que facilita lo peor y es la concepción algorítmica de la Medicina, confundiendo bondades de la llamada “Medicina basada en la Evidencia” con la tecnificación del médico. En ese contexto se hace concebible la confusión de un médico con un técnico que sigue una guía o protocolo, de tal modo que todos son intercambiables porque se desprecia la singularidad de cada relación clínica.


Es cierto que nadie es insustituible, pero no lo es menos que todos somos necesarios y no sólo “recursos humanos”, una expresión detestable que apunta sólo a la que la complementa, los “recursos materiales”. Muchos términos de la “moderna” gestión de hospitales han facilitado grandes perversiones como la confusión de un paciente con un usuario y de un médico con un técnico acreditable. No sorprende que, a la vez que hay ese precariado, algunas sociedades autodenominadas “científicas” insten a un sistema de acreditación continuada del médico, basada en concebirlo como un coleccionista de valores curriculares en vez de un sujeto poseedor de un saber.


Cuando los despropósitos políticos son evidentes cabe una respuesta social. El problema lo tenemos cuando el deterioro es subrepticio y se invoca la supuesta finalidad bondadosa que facilita el beneplácito general.


El precariado médico no sólo afecta a los profesionales. Las implicaciones para pacientes son obvias. En este contexto hay quien defiende un cambio a la modernidad (o post-modernidad, si se prefiere). Pero hay cambios y cambios. No es lo mismo el de adaptación que el de rebeldía ante un sistema cruel revestido de eufemismos.