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lunes, 26 de noviembre de 2018

Sentido y significado




La propia existencia nos interroga constantemente, si lo permitimos aunque angustie. No es raro que el síntoma psíquico palíe o llegue a asfixiar esa angustia propiamente humana. Y la terapia del síntoma puede oscilar entre un necesario y amortiguador tratamiento farmacológico (no siempre existente) y el “furor sanandi” que sólo mira lo más sintomático, lo más superficial.

Y parece que estamos condenados a una cierta apertura a la pregunta esencial que encierra todos los demás interrogantes, qué somos. Lo que hagamos, a quiénes amemos de verdad, también los odios, que pueden llegar a extinguirse, la aceptación vocacional o su rechazo, los síntomas que nos atormentan el alma… Todo tiene que ver con lo que somos, cada uno, de uno en uno, algo de lo que sabemos realmente poco, cuando la pregunta por lo que somos se convierte en la cuestión sobre lo que soy.

La Ciencia nos dice mucho sobre lo que somos, sobre nuestro cuerpo en sus aspectos mecánicos, bioquímicos, sobre lo que nos sitúa como miembros de una especie, de una cultura, a la que pertenecemos como un “quién”, pero nos dice mucho menos o más bien casi nada sobre nuestra singularidad, de la que brota esa pregunta que fácilmente se formularía como ¿qué hago aquí?, ¿para qué he nacido?, nuevamente… ¿qué soy? Y, a partir de ahí, ¿qué quiero?

Bueno, ha de reconocérsele a la Ciencia no sólo el saber que proporciona, sino sus aplicaciones pragmáticas, como los medicamentos. Cada vez se sabe más, aunque sea muy poco, de todas las moléculas y estructuras neuronales que son requeridas para el funcionamiento del alma e implicadas en sus sufrimientos.

La Filosofía nos abre al interrogante ampliado, modificado, retorcido, más que a posibles respuestas. Un interrogante necesario, pero que no colmará en general las grandes inquietudes. Ni enseñará propiamente nada más que a preguntarse uno mismo a la luz de las cuestiones de otros. Quizá por eso los filósofos, aunque puedan contagiar la necesidad de saber, sean malos educadores (o tengan muy malos alumnos); Las diferencias entre Séneca y su discípulo Nerón han sido notorias, pero también las existentes entre Platón y Dionisio de Siracusa o entre Aristóteles y Alejandro. Un gran filósofo como Heidegger puede estarle reconocido o no a un maestro como Husserl según el cambiante contexto político; lo pragmático se impone demasiadas veces.

La vida pasa, hemos hecho cosas, hemos respondido a algo, pues responsables somos siempre, y eso conlleva en mayor o menor grado satisfacciones y culpas.

Viktor Frankl no lo pasó bien. Sobrevivió al horror nazi que mató a sus seres queridos, incluyendo su propia estancia en campos de concentración, y subrayó tanto la necesidad de lograr un sentido, que llamó logoterapia al método utilizado con sus pacientes. En uno de sus libros se nos dice que “ser persona es poder ser siempre de otra manera”. Y siempre significa siempre, incluso al final, en la antesala de la muerte. Siempre habría esa posibilidad. Y eso nos supone buscadores, no tanto como filósofos, sino de un modo más profundo, yendo a esa pregunta formulada al principio.

Jaspers no sucumbió al pragmatismo de Heidegger y nos legó una bellísima, humana, obra. De modo similar, Freud se mantuvo coherente, mientras Jung se dejaba querer por los viejos dioses del norte.

En nuestros tiempos, Yalom, estando próximo por edad a su muerte, reconoce la gran importancia que ésta tiene para todos (no se puede mirar directamente ni a la muerte ni al sol) y la hace elemento nuclear en su psicoterapia.

Necesitamos saber qué hacer más allá de sobrevivir, de durar. Necesitamos saber-nos. Y ahí el psicoanálisis cobra un valor excepcional porque realza precisamente lo que no nos desvelan la Ciencia ni la Filosofía y que es extrañamente oculto y, a la vez, familiar. En un encuentro singular, uno llega a saber de sí, de sus elecciones, de su libertad y determinantes, siempre de su responsabilidad, que no le será paliada.

El sentido puede ser creído o reconocido. Con razón, el gran François Cheng se refería a sí mismo como "adherente" más que como creyente. Quizá eso sea así porque, si hablamos de sentido real, no derivará de la creencia, aunque así le llamemos, sino de aceptación de lo que vemos, de una cosmovisión que puede incluir la aparente falta de sentido alguno. En realidad, la fe no es creer lo que no vemos, sino más bien esperanza sostenida desde lo que nos resulta evidente. Al ser un concepto deteriorado, no extraña que, en creyentes, el psicoanálisis pueda acabarse bruscamente o acabar con la creencia, como si no hubiera otra posibilidad.

Hablar de sentido sugiere un ir a algún lado y aceptarlo, elegir nuestro destino, aunque esto parezca contradictorio, asumir el deseo que confiere el auténtico significado, el de cada uno. Y eso, aunque no implique lo que suele llamarse felicidad, aunque no permita el sosiego que prometen tantas técnicas, aunque desasosiegue y angustie, permite al menos encontrarnos con los otros y con el mundo en algo esencial, en el conocimiento de la ignorancia que tan bellamente expresó Angelus Silesius, cuando dijo que “la rosa es sin porqué; florece porque florece”.

Al final de sus días, en su entrevista a Viereck, Freud también resaltó la importancia de lo más próximo y, por ello, más enigmático: Estoy mucho más interesado en este capullo de lo que me pueda acontecer después de estar muerto”. Tal vez no haya gran diferencia entre el sentido de la flor y el de cada uno de nosotros. Los mismos átomos nos constituyen; no es descartable que una unidad sutil en seres tan aparentemente distintos confiera el significado buscado, el entronque en ese sentido cósmico capaz de hacernos trabajar y amar, algo en lo que Russell cifraba la verdadera felicidad, tan distinta a lo que suele entenderse bajo ese término.

  

viernes, 2 de noviembre de 2018

Contingencia y significado.




Sucede de repente. Algo verifica una intuición sentida hace poco y reconocida ahora. Puede ser la presencia de alguien, un hallazgo… Lo que nunca ocurrió acontece.

A veces, las desgracias se repiten; se dice, de hecho, que nunca vienen solas. Otras veces, se da el milagro en forma de una enfermedad incurable que, sin embargo, remite.

Cuando menos se espera, lo que no puede ocurrir sucede y se reconoce como traumático.

Queremos saber, como si eso fuera posible. Wir müssen wissen, wir werden wissen”, un deseo, el de Hilbert, convertido en su epitafio por obra y gracia de un extraño joven llamado Gödel.

¿Es casual o causal lo que ocurre? Sabemos que Jung asumía una extraña sincronicidad y Pauli, que era físico, sintonizaba con eso. Como si todo estuviera unido, relacionado. Sí; hay el entrelazamiento cuántico, una realidad no local, pero… ¿nos dice algo eso en el ámbito de lo subjetivo, de lo más propio?

Aparece un nuevo medicamento contra el cáncer. Alguien lo toma y vive unos meses más que otro, pero también hay quien vive menos. Hay muchas variables, demasiadas. Bueno, para eso está la estadística. El contraste de hipótesis nos permitirá asumir o no una relación entre variables, destacándola de efectos aleatorios. Y hallamos “p” e “intervalos de confianza”. Y nos quedamos tranquilos en uno u otro sentido. Vaya, ... Parece que este fármaco es mejor que el placebo… o no.

La intuición cotidiana cruje con el cálculo probabilístico. En una sala de cine a la que asisten 80 personas, la probabilidad de que, al menos, dos de ellas celebren el mismo día de cumpleaños es mayor de 0.9. ¿Quién lo diría? Un médico nos pide una analítica “completa”; la probabilidad de que, al menos, un resultado sea patológico, por sanos que estemos, se acerca también a 0.9.

Alguien viaja en tren y conoce a la mujer de su vida. Se enamoran, tienen hijos, son felices, si de felicidad pudiera hablarse. Otro viaja en ese tren y se enlaza a alguien que lo hará desgraciado. Y lo sabía en el fondo. Uno más viaja todos los días en el mismo tren y aprovecha para leer el periódico o dormitar. Habrá quien tome un solo día ese tren y se mate a consecuencia de un descarrilamiento. No hay relaciones causales… ¿O sí? 

“Está de Dios”, se dice a veces. También hay quien afirma que “casamiento y mortaja, del cielo baja”.

Creemos que controlamos el azar porque, al menos, podemos medir sus efectos, contrastar hipótesis, evaluar si, en el ámbito de la medicina, una significación estadística lo es también clínica. Pero eso nos sitúa en el orden frecuentista, tan alejado del bayesiano. ¿Cuál es la probabilidad de la vida en Marte? ¿Y en un exoplaneta de “zona habitable” en otra galaxia? No hay criterio frecuentista alguno que permita imaginarla, ya no digamos calcularla. 

Queremos más que creemos el propio escepticismo, aunque sepamos que la creencia tiene efectos, que el placebo es uno de sus ejemplos.

Un observador interfiere en el resultado de un experimento de mecánica cuántica, y el caso de la elección diferida lo resalta. Pero también en el ámbito clásico la subjetividad se impone demasiadas veces. O todas. Hablamos, y eso, para bien o para mal, interfiere con la marcha del mundo. Y así, una contingencia será percibida como algo neutro, como un desastre o como una oportunidad. Hablar de buena o mala suerte carece de sentido, a la vez que casi siempre atribuimos sentido a algo aleatorio. Dios, los dioses, los hados, el mal de ojo… alguien lo ha querido. El sentido se confiere al deseo del Otro, que se cumple como destino inexorable.

Einstein decía que Dios no juega a los dados y que habría variables ocultas en la extrañeza cuántica. No fue así y, llamativamente, el experimento que imaginó con Podolsky y Rosen se volvió en su contra. Una extraña mezcla de determinismo matemático y probabilismo físico se incrusta en la ecuación de onda. El gran escéptico Martin Gardner resultó ser creyente en un Dios atento a la oración intercesora, en un Dios que podía elegantemente influir en la parte matemática de esa ecuación de onda; nadie percibiría el truco divino en tal caso. La creencia en Dios sería sostenida o, al menos, factible.

No podemos vivir sin atribución de significado. No sabemos. Todo ocurre por una causa, suponemos. La Ciencia misma se percibe como la búsqueda de relaciones causales. Podrá ser racional o irracional afirmar esto, pero la contingencia, mostrándose causal y no sólo casual en un contexto enraizado en lo mítico, nos saluda, nos reta, permite que hagamos algo con lo novedoso...o que nos hundamos. 

Con mayor o menor acierto, no podemos desprendernos del ámbito simbólico. Y la naturaleza es percibida en él. La Ciencia nos ha ayudado a ver mejor las cosas, pero no puede excluir el valor de la referencia mítica, especialmente cuando ella misma torna en mito cientificista de progreso imparable; no, porque ese mito es demasiado pobre por olvidar a los dioses y a la poesía que los celebra. 

El mito exige y proporciona a la vez el significado. Y tal significado será siempre otorgado, en forma clínica, en modo religioso, como oráculo ambiguo, como criterio filosófico, como sentido o sinsentido. Renunciar al significado supondría asumir que el logos ha enterrado el mito, pero el logos siempre es manifestado simbólicamente, aunque sea en ecuaciones matemáticas, mediante la narración mítica. De no ser así, muchos nos volveríamos locos. 

Ante una ciencia que deviene tantas veces infantiloide, necesitamos el retorno a esa buena infancia que requiere la fantasía de un cuento. Tal vez esa fantasía, que subyace a la ciencia y a la filosofía, sea lo que mejor nos haga intuir lo inaccesible, lo Real.