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sábado, 23 de septiembre de 2017

México llora. Dios se calla.



"Que nuestra respuesta sea o el silencio o las palabras que nacen de las lágrimas” Francisco, Papa.

Ocurrió en Lisboa en 1775 y Voltaire escribió “Candide”. Ya había pasado en Pompeya. Se repitió en muchas ciudades. Ahora le tocó a México. Volcanes, terremotos, tsunamis... Un terremoto hace ver que los temblores de la tierra no son precisamente los de la madre que a veces es imaginada por un ecologismo ingenuo. No se estremece Gaia; simplemente el suelo deja de ser sólido y todo se cae.


Bueno, ya lo sabemos. Esas cosas pasan. Un meteorito extinguió los dinosaurios y las nuevas condiciones propiciaron la expansión de los mamíferos y, al final, de esa ramita colateral que nos dio origen. 


En la frontera Pérmico - Triásico muchas especies se extinguieron. Quién sabe, de ellas podría haber surgido una inteligente y, a la vez, buena, no como la nuestra. Contingencias.


Desde la posición atea, no hay nada más que decir y mucho que hacer: investigar para que la ciencia avance y permita pronosticar esas catástrofes, reduciendo su impacto.


¿Y desde la opción de la creencia en Dios? Quizá la misma respuesta en la práctica, pero parece imposible no asociarla a tintes emocionales. Se retorna al eterno problema de la teodicea, ¿Por qué Dios, siendo omnipotente y supuestamente bueno (no cabe mayor antropomorfismo en esto), permite que haya decenas de niños muertos, sepultados en un minuto? Si coincidimos con el escéptico creyente Martin Gardner, un milagro podría hacerse de modo elegante, sin ser percibido, si Dios manipulase la longitud de onda asociada al fenómeno básico que inscribe algo. Y, por otra parte, ni milagro parece necesitarse. ¿No podría evitar Dios una tragedia así? Ni nos daríamos cuenta de que lo hace. ¿Por qué esa lejanía?

Ante una catástrofe tan grande, ante la visión súbita del mal natural, como ante el choque con la maldad humana, la creencia colisiona frontalmente con el gran silencio del Absoluto en quien se cree. Un silencio mostrado en Auschwitz, un silencio que resuena aquí y ahora en México, como lo hizo, como hace, tantas veces.


La única oración que parece permisible es la queja, incluso odiosa más que de resignación. El Absoluto, lo Innombrable, el Gran Espíritu, Dios, parece alejado, como si no existiera, invitando a creer, de hecho, que no existe en realidad, porque no le importa lo importante. ¿O acaso no es importante lo sucedido? 


No es que Dios se haya muerto. Es que es inconsciente, nos dijo Lacan.


No hay consuelo religioso que valga ante tamaño absurdo. Sin embargo, aun así, algunos somos obstinados y persistimos en dar por hecho que, a pesar del horror y del absurdo, un fundamento amoroso sostiene el mundo. Parece un sentimiento patético. No es algo racional. Tampoco es algo emocional, sensiblero. No es el resto de una aspiración infantil. Es el sentimiento de una evidencia íntima que se resiste incluso ante lo más horroroso. Sostenida en la belleza del propio universo, en la contemplación de una flor silvestre, de un gorrión. La estética natural puede fundamentar la creencia esencial, aunque sea difícil expresarla como discurso no simbólico.


Mirar serenamente una brizna de hierba nos funde con ella, nos permite la participación cósmica que nuestro pensamiento racional elude. No es propiamente el sentimiento oceánico freudiano. Es distinto. Esa mirada, que se hace infantil, renuncia paradójicamente al infantilismo que permanece como sesgo antropomórfico de la perspectiva. 


De algún modo extraño, tanto como evidente e inefable desde la creencia real, Dios, a quien se llega a poder incluso “odiar” de algún modo en más de una ocasión, esta ahí, sugiriendo que lo más próximo, lo más inmediato, nos resulta a la vez demasiado lejano. Si Jesús, que llegó a defender su natural filiación divina, sintió el gran abandono, toda esa aparente crueldad del Padre, en la cruz, parece que la única opción del creyente ante la tragedia sea la minúscula ayuda que pueda ofrecerse, como la que presta ahora mismo tanta gente, y el abrazo espiritual realizado con unos ojos limpios por las lágrimas con que aflora la gran incomprensión del mundo que nos hace humanos. 

De algún modo extraño, el amor se impone en medio del horror. Eso también nos humaniza y nos acerca al Gran Misterio ante el que justificadamente nos quejamos.

jueves, 9 de junio de 2016

MEDICINA. El recuerdo del presente.




El recuerdo alude a lo temporal pero se enmarca necesariamente en el espacio.

Hay algo interesante en el recuerdo, sea biográfico o histórico, y es que suele tener un carácter local, situándose en espacios que son relevantes para nosotros: nuestra casa, el barrio, la ciudad. También el país o incluso el continente, pero la viveza e importancia de lo recordado parecen inversamente proporcionales a la extensión espacial que implica. 


En general, el recuerdo pasa de ser biográfico a histórico en la medida en que el espacio se amplía. Saber de guerras lejanas como las europeas del siglo XX es importante porque el conocimiento histórico nos sitúa, nos da perspectiva, pero, emocionalmente, parece prescindible frente a impresiones biográficas particulares aunque sólo a nosotros nos importen y a pesar de que lo biográfico dependa de lo histórico; las consecuencias de la guerra civil española, por ejemplo, siguen sintiéndose biográficamente por parte de muchas personas.


No importa que los medios de comunicación nos proporcionen información casi en tiempo real de lo que ocurre en los lugares más apartados del mundo. Tampoco que podamos desplazarnos a ellos en un tiempo razonablemente corto. Somos egoístas en el recuerdo.


Es imposible recordar sin que haya habido un presente que se hizo pasado. Y hay acontecimientos presentes que precisan ser contemplados, recordados, porque no sólo nos sitúan de un modo descriptivo o explicativo (algo imposible si no tenemos en cuenta lo inconsciente). Precisan ser contemplados porque nos interrogan éticamente.  Es, en ese sentido, que se hace imperioso asumir que precisamos recordar la amplitud del mundo en que vivimos, que necesitamos recordar lo que está sucediendo, que es preciso el recuerdo del presente.


Lo cuantitativo, lo estadístico, nubla la vista e impide observar lo importante, que siempre, siempre, es cualitativo. Que nos digan que el paro ha disminuido o aumentado no nos dice nada si sabemos que una persona concreta trabaja mucho y, a pesar de ello, es pobre. Que en los telediarios se hable de la guerra de Siria tampoco nos dice mucho más que para sostener charlas de café estratégicas. Pero la cosa cambia si sabemos de alguien concreto que está allí, como ocurrió con el pediatra de Alepo muerto en un ataque al hospital en que trabajaba. 


Una de las mejores revistas médicas es el New England Journal of Medicine (NEJM). En su último número (9 de junio) recoge un artículo cuyo título es elocuente: “El infierno de los hospitales de campaña de Siria”. Su autor, Samuel Attar, es un cirujano de Chicago que ha vivido ese horror cotidiano.  Su texto es tan duro que se hace difícil leerlo entero, aunque sea breve. Basta con poner un ejemplo. Frente a tanto protocolo, consentimiento informado y criterios de calidad y seguridad al paciente en nuestros hospitales, contrasta una de sus preguntas, tan simples como duras: "Si tenemos dos pacientes críticamente heridos y sólo sangre suficiente para salvar a uno, decidimos a cuál.... ¿Qué decimos a la familia cuyo hijo dejamos morir sabiendo que podríamos haberlo salvado?"


La guerra muestra lo peor del ser humano, su barbarie, su crueldad, su absurdo. Pero también muestra algo bueno: el coraje y el amor de gente valiente, radicalmente humana como estos médicos, que no sólo se juegan su vida en Siria sino que además han de tomar decisiones insoportables porque su resultado siempre es terrible, trágico.


El viejo problema de la Teodicea (o Dios no es bueno o no es omnipotente) sigue siendo tan irrelevante como siempre. Lo es para los ateos por razones obvias, pero también para los creyentes, porque no hay ningún Dios antropomórfico al que cargar con un mal debido a la brutalidad de la que sólo un ser humano, por demasiado humano y no animal, es capaz. 


Por eso es necesario recordar el presente, lo que ha ocurrido estos días, lo que pueda pasar hoy, en lugares a los que hace pocos años podríamos ir como turistas.


Recordar el presente es saber no sólo que lo peor de la Historia se repite hoy mismo, refinándose incluso su maldad. Supone también asumir que no bastan “soluciones” estructurales, de despacho, geoestratégicas, ni siquiera de dólares o euros de ayuda para paliar miserias humanas, sino que lo que realmente cuenta, lo que realmente salva al ser humano es que algunos tomen la decisión de ayudar a otros en las peores condiciones posibles.