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domingo, 19 de abril de 2020

MEDICINA.Covid-19. Anestesia generalizada.





"O Herr, gieb jedem seinen eignen Tod".
R.M.Rilke


El pasado año, como en otros anteriores, se recordó a las víctimas del atentado del 11-S contra las Torres Gemelas. Fueron 2.983 nombres los que se leyeron en el acto celebrado 

Ante lo absurdo, lo traumático, eso que, no debiendo ocurrir, sucede, caben mejores y peores respuestas. Una de ellas consiste en buscar enemigos. Sabemos lo que pasó a raíz del 11-S, desde guerras asimétricas hasta controles exagerados de pasajeros en aeropuertos.

El trauma, sea un accidente de circulación o un ataque por terroristas en el que ellos mismos mueren, suscita el deseo de reparación, de solución, algo que induce a buscar un enemigo, aunque no exista.

Y quien haya sido afectado por lo traumático, podrá ser o no traumatizado en mayor o menor grado, porque eso depende de cada cual, más que del propio trauma. No hay respuesta “correcta” a lo brutal. Alguien recibe un diagnóstico infausto, o simplemente es jubilado, y se suicida, mientras que otro reacciona de un modo muy distinto. 

Cuando lo traumático afecta a lo colectivo, sobre todo si incluye el símbolo de la unidad de lo plural, como lo fueron las Torres Gemelas, el recuerdo ritual que evoca a la vez lo plural y lo singular se impone. “Fuimos atacados” puede decirse, y murieron estas personas, con nombre y apellidos. Arde una llama y se revive el duelo colectivo y personalizado a la vez.

En estos momentos, ahora mismo, alguien está falleciendo en una UCI. Estamos siendo atacados, según la tan manida metáfora bélica, por un virus. Una metáfora que sirve para todo, desde tratar de aglutinar a todos en torno a decisiones estúpidas del gobierno, hasta para aplaudir a héroes que lo son solo si están alejados, por su posible contaminación.

Bien podría decirse que algo así es traumático, pero resulta que no. No como algo colectivo. 

Tal vez si el coronavirus matara solo un día y a 2.983 personas, ese día fuera recordado con actos anuales de conmemoración, con el ritual de banderas a media asta, con la lectura de los nombres de fallecidos y el reconocimiento a los que se llama héroes en la lucha habida. 

Pero no ha sido, no es así. No, porque ese virus, que se pretendió identificar con algo banal, con una “gripe” (médicos muy reconocidos lo afirmaron apresuradamente), persiste en llevar su vida, sin consciencia alguna del bien y del mal, ni de ser enemigo de nadie, pero matando a muchos. Muchos más de dos mil, muchos más de tres mil, de veinte mil y solo en nuestro país a día de hoy. O más. O menos, porque no se cuentan bien los que fallecen por esa causa. Ni siquiera eso.

En realidad, ¿Qué más da si son diez mil o veinte mil? Lo importante ha pasado a ser el individuo colectivo, el que no es representado por un rostro o por veinte mil caras, sino por una simple curva. Esa que, como buena noticia, nos dicen las lumbreras que coordinan, del modo más descoordinado imaginable, la situación, que se aplana. Hoy, de hecho, “sólo” se han registrado 410 muertes por coronavirus en España, la cifra más baja desde que esto empezó a ser un problema, tras desmoronarse la negación frívola de lo que ocurría. Ah bueno, sólo unos cuatrocientos. Menos mal, esto va mejor, sobre ruedas. El problema será la economía, pero ya se solucionará. De momento, como humanos que somos, atendemos a la imagen del ser que sufre, a la curva estadística. Ya sabemos que está mal calculada, mal hecha, pero aun así… se aplana. Entre todos lo lo lograremos. “Este virus lo paramos entre todos” nos dicen, con pretensión infantilizadora. 

El individuo colectivo podrá cantar con el Dúo Dinámico que “resistirá”. Que no lo hayan hecho veinte o treinta mil (¿a cuánto ascenderá la cifra?) es un efecto colateral, un conjunto de “casualties”. Por cierto, muchos de ellos ya viejos, con patologías previas, en geriátricos… Ya les tocaba. 

No se leerán nunca sus nombres. Ninguno de esos muertos tendrá la dignidad que le fue reconocida a los que murieron un 11-S en EEUU o un 11-M en España. 

¿Qué más nos da que sean hoy cuatrocientos que quinientos o trescientos? Lo importante es la dichosa curva, que iluminará el momento de salir del confinamiento casero. 

R. M. Rilke es claramente de otra época. Hoy sería un play-boy o un muerto de hambre. Y escribía bien. Una de sus obras es “El libro de horas” en el que encontramos la siguiente expresión: “O Herr, gieb jedem seinen eignen Tod”. Sugerente, inquietante, llamativa en todo caso. Se podría traducir así: “Oh Señor, dale a cada uno su propia muerte”. Pero alguien sabio, François Cheng, lo ha traducido de un modo más acertado: “Señor, da a cada cual la muerte que le es propia”. Parece lo mismo, pero no lo es del todo. Cheng afina mucho.

Rilke murió a causa de una leucemia. Hay quien dice que la espina de una rosa facilitó una sepsis en su organismo, ya muy debilitado. No parece inapropiado para un poeta que la hermana muerte tenga forma de rosa.

“La muerte que le es propia”. No es de temer esa muerte, envés en donde el haz es la vida. Porque solemos olvidar que, sin muerte, tampoco habría vida.

Ante esa singularidad de la muerte, que lo es de la vida, la cifra del individuo colectivo carece de significado. Cada muerte, como cada vida, lo es de una en una. Y cada cual merece eso, “la muerte que le es propia”, la que realzará su vida desde la negación absoluta, desde la gran castración. O… desde la Vida. El propio Cheng, que no se confiesa creyente sino “adherente” crístico y taoísta, nos dice “¿Tendrá la muerte la última palabra? Esto es improbable”, recordándonos a San Pablo (1 Cor. 15,55).

En realidad, nacimos desde el deseo que nos convocó, sin que tengamos un porqué obvio, y moriremos sin un para qué evidente. El Misterio nos envuelve y constituye.

Pero precisamente, por la singularidad de cada vida, que es clausurada con la muerte, ésta ha de ser bien acompañada, bien sentida, asumida, propia, con la vida agradecida y perdonada por uno mismo. Quien pasa a ser algo, ese polvo estelar o ceniza de la que emergió, no dejará con la muerte de ser alguien, querido, dolido y que mantendrá un nombre para el recuerdo de otros mortales. De eso, del duelo con su ritual, se nos priva en nombre de la higiene anti-vírica. ¿A qué extremo de deshumanización hemos llegado?

Lo que suponemos que pasa en las UCIs en estos días con cada uno de los que vislumbran la otra orilla o la Nada, no es que vayan a tener una muerte propia, que sería un proceso, en el que la palabra fuera viático (religioso o ateo), en el que la mano, la cara, pudieran ser acariciadas, besadas. En el mejor de los casos… hay un “móvil” o una “Tablet”. A veces, un sacerdote unge la frente y consuela con viejas palabras de amor divino.

Cada una de esas muertes, impropias, pasan a ser elementos del conjunto “muertos”, un sumatorio irrespetuosamente mal calculado incluso. Un sumatorio que se nos muestra como mejora posible de una situación que jamás podrá ser colectiva sino solo singular. 

Quienes no hemos visto aun en la puerta a la hermana muerte que presenció Tagore, debemos resistirnos a esa anestesia inhumana que nos considera a todos elementos de un subconjunto. Una anestesia robustecida con mensajes pueriles que abarcan desde abstenernos de criticar al gobierno por su estupenda gestión de esta crisis a enriquecernos con la amplia gama de posibilidades que nos ofrece el confinamiento en casa, obviando que muchos no la tienen o que la perderán en muy poco tiempo, aunque sobrevivan. 

Es una anestesia inhumana, repugnante, que precede a la amnesia que sobrevendrá después en quienes no hayan, o hayamos, sido afectados por este horror secundario a tanta estupidez revestida del manto de Galileo.