miércoles, 21 de septiembre de 2016

MEDICINA. Alzheimer. El olvido casi total.


En una consulta, la neuróloga hace unas preguntas muy simples. La paciente, acompañada por su marido y su hijo, las responde de un modo extraño, con circunloquios. Sabe decir propiedades de las cosas pero no nombrar las cosas mismas. Dirá, en el caso más simple, que lo que tiene en las orejas es algo muy bonito que le regalaron o que lo que lleva en la muñeca le sirve para saber qué hora es, aunque no pueda decirla, ni el día, ni el mes ni nada; no dirá “pendientes” ni “reloj”. Sólo los mostrará. 

Otras cuestiones se harán ya imposibles de responder pero no habrá sentimiento aparente de carencia. Ya se ha pasado por esa fase, en la que se quería decir algo y no se podía, ese período terrible de consciencia de pérdida, muy distinto al de pérdida de consciencia, de que hay algo que falla en la mente y que nadie quiere reconocerle. ¿Quién podría hacerlo sin ser brutal? Se atribuye a la depresión para la que está siendo tratada. Es lógico, porque depresión suele haber también, coexistiendo o antecediendo lo peor, la demencia. 

Si la depresión es muerte en vida, aun es posible que los otros, quienes sólo la presencian, conciban la esperanza de curación con el tiempo y con la dudosa ayuda de fármacos. En la demencia hay un irse muriendo que no acaba y la espera es bien distinta: se ansía para el enfermo la muerte franciscana, hermana, liberadora.

Alois Alzheimer unió su nombre al de esa forma tan común de demencia. Incluso se dice de alguien que “tiene Alzheimer”. Y todo está dicho. O más bien nada. 

Poco a poco, el mito se hace realidad. Se beben las aguas del Leteo definitivo. Sorbo a sorbo. Primero se olvidan los nombres de las cosas, más tarde el de personas conocidas. Después los seres queridos no parecen ser ni siquiera reconocidos. Al final, el enfermo hasta se olvida de cómo se bebe y su sed no puede paliarse por ingesta de agua; se atragantaría. Lo más biológico es olvidado. 

Quienes visitan al paciente o conviven con él creen, con todo fundamento, que es una situación muy triste pero no pueden saber de su dramatismo. Nadie puede saberlo porque no hay modo de intuir si el paciente recuerda algo, quizá lo esencial, aunque no dé la menor muestra de ello. A veces, cuando nadie lo espera, se verbaliza una pregunta por algo propio,  biográfico, en lo que parece un esfuerzo tan extraordinario que puede ser único. Y, por no esperarlo, se hace incómodo y nadie sabe qué decir, qué responder, casi deseando que esa chispa de lucidez vuelva a apagarse en lo que ya es rutina sombría. La rutina brutal se hace más llevadera que imaginar lo que puede ocurrir en un alma atrapada por lo mismo que la sostiene. ¿Quién sabe en realidad cuánto y qué olvida el otro?

La demencia se vive por quien la presencia como la ausencia progresiva de alguien concreto, pero nadie es capaz de saber lo que puede ser la falta del mundo entero para quien la sufre. Preferimos pensar que no se entera ya de nada y que, por ello, no sufre. Todos deseamos que sea así, pero ese deseo no garantiza nada.

Se pierde todo un mundo, parece, pero quizá eso se compense del modo más extraño, queriendo retornar al más propio, al infantil. El paciente quiere ir a casa, pero no a la suya, en la que ya está, sino a la que considera realmente propia, la de sus padres, la que ya no existe más que en su deteriorada mente. Hay que mantener las puertas bien cerradas. Quizá la enfermedad de Alzheimer enseñe del modo más cruel la persistencia hasta el final del niño que llevamos dentro, que se desentiende ya de todo lo que no sea puramente originario. 

Se habla de diagnóstico precoz. ¿Para qué? ¿Para añadir sufrimiento inútil? En el estado actual del conocimiento, tal diagnóstico sólo serviría, en el mejor de los casos, para decidir si se quiere o no algo que, a fin de cuentas, no es permitido aquí y ahora, una buena muerte, lo que realmente significa el término eutanasia, tan mal empleado; tan cínicamente usado. El hipotético retraso basado en hacer construcciones infantiles resulta patético.

El teólogo Hans Küng planteó la dignidad de tal posible decisión personal (en “Humanidad vivida” y “Una muerte feliz”) y no por desesperación sino precisamente desde su propia fe en Dios. Las pulcras vestiduras eclesiásticas se rasgaron como en tiempos sucedió con las farisaicas.

La obsesión preventiva genera cierto humor macabro. Ahora parece (siempre lo pareció, aunque no se hicieran sesudas investigaciones) que el colesterol es bueno para el cerebro por lo que el empeño por reducir sus cifras en casos moderados de hipercolesterolemia puede asociarse a un mayor riesgo de demencia. De hecho, se ha descrito una asociación entre el uso de estatinas y la pérdida de memoria. Quién sabe. A fin de cuentas, los riesgos van por modas con sesgos comerciales. A nadie le importa que en África la gente se muera de hambre, excepto a los hambrientos de allí. Aquí el interés se centra en no ser obeso y tener buenas analíticas. 

La demencia plantea un serio problema social. Son muchas las personas que viven solas en su casa. Y han sido demasiados y demasiado crueles los recortes económicos que muchas de ellas han sufrido. Hoy, día del “alzheimer” (en este contexto estúpido de dedicar un día a una enfermedad en lo que ya es una versión médica del viejo santoral) se hablaba de los cuidadores. Pero, en este contexto de soledades y de un neoliberalismo feroz que sigue entendiendo de caridades pero no  de justicia, ¿cuántos dementes se podrán permitir, cuando aun están a tiempo de planteárselo, la posibilidad de un cuidador? ¿Cuántos habrán de señalar su existencia a otros sólo por el olor de su cadáver?

Ante el vigoroso mito del progreso tecno-científico con sus delirantes excesos transhumanistas, la realidad nos sitúa


lunes, 19 de septiembre de 2016

MEDICINA. Precariado médico en un sistema perverso.




Alguien es un buen alumno. Tras la selectividad, confirma sus esperanzas de llegar a ser médico. Ha superado la fatídica nota de corte para iniciar sus estudios. Y se inician y se continúan, a lo largo de esa carrera, que lo es cada vez más en sentido literal, competitivo. 


Se acaba siendo médico y se prepara el MIR, sabiendo que es un examen un tanto irreal pero al menos justo. Se elige una especialidad y un hospital en el que formarse en ella. El MIR, algo queda. Es la única opción seria, pública, para formar especialistas que no sólo servirán al sistema que los hizo posible; también nutrirán al privado, tan ensalzado últimamente.


Se es ya especialista en algo, cuando ha pasado los mejores años, si por tales se entienden los de la juventud. ¿Y ahora qué? En muchos casos, ahora nada. Y después tampoco. Porque lo que tantas salidas ofrecía para exigir aquella nota de corte resulta que no las tiene.


Una reciente sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea muestra la realidad de nuestro país, en el que los contratos por días y por semanas, incluso por guardias, son legales y abundantes en proporción. Es factible que un enfermo sea operado un día por la tarde por un médico contratado para la guardia de ese día. Entre ellos no se han visto antes. No se verán después. 


Con el examen MIR se acabó la época de la igualdad de oportunidades. Hay pocos contratos como médico adjunto, lo son por períodos cortos o cortísimos de tiempo y en la selección para las escasas interinidades priman criterios de “confianza” por parte de gestores y mandos intermedios que actúan aparentemente como propietarios de lo que es público.


No es extraño que el MIR pase a considerarse más como alternativa laboral que como período de formación remunerada y así hay quien hace un segundo MIR, para asegurarse un sueldo otros cuatro o cinco años. Tendrá dos especialidades aunque ninguna le dé de comer y se plantee la opción cada día más frecuente de emigrar.
 

Un informe de la Organización Médica Colegial, del que se hizo eco “El País”, revela que el 18,5% de los médicosdel sistema sanitario público tiene contrato de menos de seis meses.  Eso supone, en la práctica, un desmantelamiento del propio sistema público por quien tiene el poder de decisión política, pues un buen mecanismo para lograrlo es disponer de una plantilla “líquida” en estos tiempos tan líquidos en que nos hallamos. Después se dirá el conocido lema de que “esto en la privada no pasa” para referirse al mal funcionamiento de la pública, en donde las listas de espera diagnóstica y quirúrgica facilitarán que, quien se lo pueda permitir, vaya efectivamente a operarse a un hospital privado en el que con frecuencia será atendido por el mismo médico que trabaja en el sistema público. Y es que, a la vez que hay esa precariedad laboral que afecta a uno de cada cinco médicos, otros compaginan su actividad en todos los sectores posibles, con todas las implicaciones negativas que ello supone.


En la misma nota de “El País” se indica que el sindicato CCOO reclama una convocatoria especial de unas 94.000 plazas para acabar con esta situación. Pero ese sindicato, como los demás, tiene un problema y es el desinterés generalizado por la unión, incluso por la unión defensora de derechos, por parte de los profesionales afectados. 

Estamos en una sociedad de solitarios; no hay peor mentira que llamarle a la nuestra la era de la comunicación. Ese aislamiento hace posible que nadie se una en la práctica para reclamar nada. Un aislamiento directamente proporcional al número de personas que trabajan en un hospital, por paradójico que parezca.


Por otra parte, si bien ha habido grandes respuestas sociales frente a los ataques a la sanidad pública, se han dado cuando la arrogancia con que se hacían, en un contexto corrupto, era evidente.


No es tan claro el ataque cuando el sistema atacado sigue funcionando, no por la inoperancia de sus gestores (médicos en general, que todo hay que decirlo), sino por la dedicación excelente de muchos de sus profesionales, todos los que, a pesar de los pesares, sienten que son médicos y actúan como tales. 


Hay un elemento contaminante que facilita lo peor y es la concepción algorítmica de la Medicina, confundiendo bondades de la llamada “Medicina basada en la Evidencia” con la tecnificación del médico. En ese contexto se hace concebible la confusión de un médico con un técnico que sigue una guía o protocolo, de tal modo que todos son intercambiables porque se desprecia la singularidad de cada relación clínica.


Es cierto que nadie es insustituible, pero no lo es menos que todos somos necesarios y no sólo “recursos humanos”, una expresión detestable que apunta sólo a la que la complementa, los “recursos materiales”. Muchos términos de la “moderna” gestión de hospitales han facilitado grandes perversiones como la confusión de un paciente con un usuario y de un médico con un técnico acreditable. No sorprende que, a la vez que hay ese precariado, algunas sociedades autodenominadas “científicas” insten a un sistema de acreditación continuada del médico, basada en concebirlo como un coleccionista de valores curriculares en vez de un sujeto poseedor de un saber.


Cuando los despropósitos políticos son evidentes cabe una respuesta social. El problema lo tenemos cuando el deterioro es subrepticio y se invoca la supuesta finalidad bondadosa que facilita el beneplácito general.


El precariado médico no sólo afecta a los profesionales. Las implicaciones para pacientes son obvias. En este contexto hay quien defiende un cambio a la modernidad (o post-modernidad, si se prefiere). Pero hay cambios y cambios. No es lo mismo el de adaptación que el de rebeldía ante un sistema cruel revestido de eufemismos.

martes, 13 de septiembre de 2016

MEDICINA. Chequeos y votos.


La candidata a la presidencia de EEUU se desvanece un día de campaña. A consecuencia de una neumonía, se dice. Los partidarios del candidato republicano aluden a la excelente salud de éste. Es previsible que afloren próximamente informes médicos detallados sobre ambos, pues parece que el electorado americano precisa saber lo saludable que estará quien ocupe la presidencia. 

No se pretende tanto un diagnóstico actual como un pronóstico. ¿Y si no es sólo neumonía? ¿Y cómo tendrá Trump su tensión o su colesterol? Preguntas que remiten al  futuro próximo, a cómo estarán o incluso a si estarán al cabo de dos o tres años.

Ese afán pronóstico no afecta sólo a figuras públicas que asumirán una gran responsabilidad política. Mucha gente participa de él y trata de colmarlo mediante la realización de chequeos periódicos de salud. Analíticas, electros, radiografías, endoscopias, incluso TACs de cuerpo entero, certificarán que estamos sanos o, más generalmente, que estamos enfermos pero que nuestro mal se ha cogido a tiempo, o que precisamos controlar factores de riesgo.  Se dice que es una medicina de la salud cuando, en realidad, parece un modo de medicalización de lo normal. 

Tradicionalmente, se buscaba ayuda médica ante una semiología manifiesta (un dolor, un sangrado, un bulto…) Ahora se indaga la semiología oculta, la que revelan los instrumentos, para certificar que se está sano o para “coger a tiempo” una enfermedad. Nadie duda de la conveniencia de saber si se es diabético o hipertenso, por ejemplo, pero el abanico de enfermedades que se pretende prevenir se extiende cada día más y es presumible que alcance una expansión impresionante cuando a cada recién nacido (o a cada embrión) se le secuencie su genoma, que mostrará un perfil probabilístico de todo lo malo que le puede acontecer. Pero la verdad buscada no siempre es absoluta y bien puede ocurrir que los resultados de los exámenes realizados sean falsos negativos o, con cierta frecuencia, falsos positivos, un ruido que obligará a una cascada de pruebas diagnósticas con la consiguiente ansiedad y coste económico. Por otra parte, salir airoso de un chequeo, por completo que se pretenda, no garantiza que se vaya a vivir al día siguiente de realizarlo. Cabe incluso la posibilidad de que la prevención farmacológica de un riesgo detectado desencadene la manifestación letal de una patología larvada.

Si bien la decisión de chequearse la salud parecía propia del ámbito personal, ahora eso que parecía íntimo le es demandado públicamente a quien se presenta para el desempeño de un cargo público tan importante como la presidencia de EEUU. Parece que la Medicina instrumental ha hecho transparente el cuerpo, no sólo al médico a quien se le confía; también a los otros en general (empleadores, periodistas, electores…). No sería extraño que en la campaña americana actual se dijeran entre los candidatos “yo estoy más sano que tú y aquí están las pruebas”. ¿Podría en tal contexto ser candidato un fumador o un obeso? No lo parece. Recientemente se barajó “castigar” en el Reino Unido a estos nuevos pecadores contra la salud situándolos al final en las listas de espera quirúrgicas. 

Un breve informe clínico, un conjunto de números, puede dar al traste con el mejor discurso político a la hora de votar. La biografía, incluso la que se pretende importante, acaba siendo abducida por la biología. 

El gran físico Stephen Hawking es un afortunado ejemplo de fracaso pronóstico por parte de quienes lo diagnosticaron siendo joven. Abundan los fracasos en sentido contrario pero, a pesar de eso, sigue rigiendo la perspectiva de una medicina omnisciente y el postulado del “más vale prevenir”, lo que significa en la práctica que más vale medicalizarnos de por vida y que más vale votar al que certifican como sano aunque nadie pueda garantizar que vivirá mañana.


La obsesión por saber lo sanos que estamos o lo sanos que están quienes decidan destinos de naciones puede acabar matándonos. Hay quien se mata corriendo para evitar morirse. A la vez, podemos elegir a sanos que seguirán estándolo cuando pulsen un botón nuclear si se tercia.

domingo, 4 de septiembre de 2016

Envejecer


“Para que la vejez no sea una parodia ridícula de nuestra existencia anterior no hay más que una solución, y es seguir persiguiendo fines que den un sentido a nuestra vida”
Simone de Beauvoir. "La vejez".

Perseguir fines que den sentido no es estar en el sentido mismo. Vidas con sentido, vidas sin él. ¿En relación a qué? No hay una ciencia del sentido. Sólo parece posible la instalación en una esperanza que haga buscarlo, el de verdad, el inscrito en el deseo auténtico por descubrir y no en otras aspiraciones internalizadas. Una esperanza que se relaciona con una creencia fundamental en que nuestra vida, aun en su último momento, puede ser dotada de ese sentido.

No es lo mismo saber que creer, aunque haya en ambos casos un sentimiento común, la confianza. Podemos considerar el saber como el conocimiento otorgado por la confianza empírica,  objetivable intersubjetivamente, siendo la ciencia la mejor representante de ese saber. Y podemos entender la creencia como la esperanza firme, desde lo más hondo, en algo no necesariamente observable. Podemos creer en Dios aunque no sepamos de su existencia. Podemos creer en la Materia como último fundamento aunque no sepamos propiamente a qué nos referimos. Y podemos no creer pragmáticamente en nuestra propia muerte aunque sabemos que indefectiblemente ocurrirá. 

No suele haber límites claros entre el saber y el creer. Asumimos la isotropía espacial y temporal de la legalidad física, pero no podríamos asegurar con plena certeza que lo sabemos. Creemos en la certeza de la deducción lógico-matemática y no podríamos vivir sin confiar en la inducción que, aunque con distinto grado de confianza, nos asegura que mañana amanecerá y que podremos atestiguarlo.

Hubo un tiempo en que se creía más que ahora en la propia muerte. “Sabiendo que era llegada su hora”, se decía. Era cuando se consideraba como tránsito a la considerada vida real, eterna, precedido generalmente de algo que, en nuestro medio, va siendo afortunadamente paliado, la agonía. Se temía la muerte súbita (“A subitanea et improvisa morte, liberanos Domine”) porque privaba al moribundo de la ocasión de un cierto tiempo de determinación salvífica final. Un tiempo difícil en el que toda una vida podía perderse ante el pecado final. En el siglo XV florecieron las Artes Moriendi, destinadas a advertir de las grandes tentaciones con las que el maligno acechará al moribundo: contra la fe, la esperanza y el amor, induciendo la permanencia en la soberbia y la avaricia. La inminencia de la muerte era así más temida como examen del alma que como término del cuerpo, algo muy diferente al miedo actual a morirse.

El avance de la Medicina hizo posible desterrar la agonía y aplazar la muerte, al menos en lo que llamamos primer mundo (y no siempre). A cambio, nos dio la vejez. Se habla del aumento de esperanza de vida, pero ¿qué vida? El gran ideal es la juventud, incluso fosilizada cuando ya pasó su tiempo mediante costosos, a veces patéticos, tratamientos “anti-aging”, incluyendo la cirugía estética. El higienismo reinante tiene su límite, tan bien expresado por Lagarde: “el riesgo de que la gente viva más de lo esperado”. ¿Esperado por quién? Hasta en los cuidados, hay que ser “eficiente” y, por eso, habrá que “optimizar” la máxima esperanza de vida. Los viejos acaban siendo una carga, incluso aunque muchos de ellos hayan paliado los efectos de la crisis económica reacogiendo en sus casas a hijos y nietos antes emancipados. Los viejos se quedan sin espacio humano; son propiamente en muchos casos recluidos por su bien, como tan bien expresó en su excelente blog Juan Irigoyen. 

Tal vez por la contemplación de viejos achacosos, invidentes, dementes, la muerte, que siempre es de los otros, no suele aterrar tanto como el envejecimiento. ¿Cuándo empieza? Ya en su libro, Simone de Beauvoir se fijó en la frontera de los 65 años. Podrá decirse que eso era antes, pero no. Los 65 o 70 años marcan una gran frontera, el inicio de la jubilación, algo que no suele ser jubiloso en general, por más que se diga ocupar todo el tiempo en visitar museos, hacer jogging, juntar sellos o cazar Pokemons. Caen los ingresos, cae la salud y el prestigio social y hasta los órganos se desmoronan. ¿Qué haremos con los viejos? ¿Qué haremos cuando lo seamos socialmente aunque no lo sintamos biológica ni psíquicamente?

En su libro sobre la vejez, Cicerón se refiere a haber vivido “de una forma que me hace estimar que no he nacido en vano”. Whitman nos enseñó algo parecido, probablemente desde su propia experiencia: “que existe la vida y la identidad, que prosigue el poderoso drama, y que tú puedes contribuir con un verso”, un hermoso poema en el que parece centrarse la película “El club de los poetas muertos”. Somos lo que somos gracias a muchos que ya nos han dejado. Tal vez el sentido resida simplemente en eso, en dejar algo propio, singular, a los que vengan, satisfechos de haber sido arrastrados por el mismo flujo de la vida de los que nos precedieron y de los que nos seguirán.


Tal vez la vejez tenga algo saludable a pesar de ser período enfermizo y es que a veces permite el retiro, como se le llamaba antes a la jubilación. Ese retiro real puede ser humanamente enriquecedor. Ahora, en estos tiempos de cierta generalización de debilidad mental y proliferación de libros de autoayuda, es reconfortante recordar las palabras de un hombre, Bertrand Russell, de quien podría decirse que llegó a viejo sin envejecer. Su legado permanece vivo y vitalizan las palabras con las que concluye su libro “La conquista de la felicidad”: “El hombre feliz… es el que se siente ciudadano del universo y goza libremente del espectáculo que le ofrece y de las alegrías que le brinda, impávido ante la muerte, porque no se cree separado de los que vienen en pos de él. En esta unión profunda e instintiva con la corriente de la vida se halla la dicha verdadera”. 

viernes, 2 de septiembre de 2016

El recuerdo del cuerpo.



Hay personas agraciadas por los dioses en lo concerniente a su belleza, algo que a veces se les reconoce públicamente en concursos si se presentan a ellos, proclamándolos “míster” o “miss”… lo que sea, Madrid, España, Mundo, o incluso Universo, tal vez porque los jueces imaginen que en el Cosmos la máxima expresión de belleza sólo pueda tener forma humana. 

No es extraño que, en entrevistas posteriores, la miss del año declare que no es sólo un cuerpo lo que han elegido los jueces, aludiendo a sus especiales cualidades humanas y rasgos de personalidad anímicos, no visibles directamente. Y, aunque esas declaraciones provoquen sonrisas, encierran una gran verdad; nadie es sólo un cuerpo. Y eso no implica incurrir en el viejo dualismo.

Ni siquiera la cuestión ¿Qué somos?, una vez formulada, tiene sentido si no parte de otra directamente singular, ¿Qué soy? bien diferente a la de mucha más fácil respuesta ¿Quién soy? Y es que la mirada a lo que sea siempre se da desde un cuerpo. El recuerdo de nuestro entorno infantil no puede corresponderse a la realidad del mismo simplemente porque la mirada era otra, más a ras de suelo; era otra realidad porque había otro cuerpo, previo.

Podremos decir que somos en un cuerpo, por un cuerpo, gracias a un cuerpo, pero no el cuerpo mismo. Ni siquiera el cuerpo vivo, ya que el cuerpo sigue siendo tal aun tras la muerte, en descomposición, pero cuerpo al fin. Polvo formado en estrellas que retorna al polvo de esta tierra. Somos algo más o, más bien, algo claramente distinto a un conjunto extraordinaria y dinámicamente organizado de células. La importancia de lo corpóreo en nuestro propio ser se ha ido reduciendo a lo que parece imprescindible, el cerebro. Incluso aun así, habría que ver cuál es el cerebro “mínimo”, lo básico esencial corpóreo, para dar cuenta de un alguien que se reconoce como tal. En ese sentido, podríamos hablar de grados de muerte, como involución, ligados a lesiones cerebrales de mayor o menor relieve, admitiéndose en general que uno está muerto cuando el registro encefalográfico es plano.

El problema de por qué algo se reconoce como un alguien aquí y ahora, de por qué emerge la subjetividad en un cuerpo concreto, el problema de la consciencia en sentido fuerte, no ha sido resuelto y es discutible que alguna vez puede ser un problema intrínsecamente científico y no exclusivamente filosófico. Quizá sea una frontera entre lo que proporciona respuestas y lo que hace preguntas.

La vida es sorprendente. Creemos entenderla a veces, pero es una cuestión abierta. Exceptuando a grandes soñadores como Lem, no la concebimos sin cuerpos, sin individuos corporeizados, y no es fácil reconocer siempre lo individual. Lo es una célula, pero también un conjunto organizado de ellas en el que muchas se mueren, otras se reproducen. Y también un conjunto aparentemente desorganizado pero que, de pronto, toma una extraña conciencia del valor cuantitativo y desde él lo individual se transforma cualitativamente. Quizá el ejemplo más simple (y bien complejo que es) sea el “quorum sensing” bacteriano. “Sintiendo” el nivel cuantitativo de una colectividad, la luminiscencia o la virulencia emergen como manifestación conjunta de un “individuo otro”, de un individuo no reconocible morfológicamente como ente claramente diferenciado, pero distinto a la vez a cada bacteria que participa en ese impresionante fenómeno.

Otros cuerpos colectivos surgen de cuerpos individuales. Las sociedades de insectos son un buen ejemplo. Quizá lo sean también las humanas. Tal vez en lo más biológico, en lo más orgánico, radique el poder de lo organísmico supraindividual, amplificado extraordinariamente por la cultura. Un poder que puede manifestarse como la capacidad de regular la vida social en bien de todos los que la constituyen, y también un poder que puede derivar en el peor autoritarismo precisamente desde la identidad de cada individuo con el cuerpo del que pasa a formar parte, confiriendo al ente grupal liderado la única razón de existir.  

¿Hasta qué punto nos reconocemos al mirarnos en el espejo? Se dice que los memoriosos de verdad, los que nos recuerdan al Funes imaginado por Borges, tienen problemas para reconocer cuerpos por su dificultad de abstraer lo constante de la variedad en la que cada uno de ellos se muestra a lo largo del tiempo, incluso en cortos intervalos. La prosopagnosia por un lado y los trastornos somatomorfos por otro nos señalan la complejidad del entendimiento del cuerpo, del de los otros y del propio. El cuerpo puede sentirse como aliado o como enemigo. ¿De qué? De lo que el mismo cuerpo soporta, de cada uno. Es esencial pero nada peor que identificarse con él. Desde esa identificación se le castiga actualmente con dietas y disciplinas gimnásticas encaminadas a su supervivencia, en el contexto de un higienismo sin sentido, y que recuerdan a las mortificaciones monásticas dirigidas a lo contrario, cuando primaba la salvación del alma.

Las alucinaciones psicóticas dan cuenta de lo que puede ser para algunos sentir la posesión del propio cuerpo por un otro. No es raro que tantas extrañezas sostuvieran la posesión demoníaca como algo realista; hoy en día el diablo, que aun suscita exorcismos, es sustituido para algunos por alienígenas.

Lo corporal nos asiste en nuestra percepción del mundo, no sólo desde el cuerpo propio sino con el cuerpo como modelo general. Y así hablamos de cuerpos geométricos, de corpus lingüísticos, de corporaciones…  y concebimos las sociedades humanas como entes corpóreos. Así también perciben los cristianos a su Iglesia como Cuerpo Místico de Cristo. Pero también la imagen corpórea permite imaginar lo que dicen las ecuaciones que describen electrones, átomos, moléculas… A todos ellos les conferimos particularidad, un cierto modo de corporeidad, aunque de uno en uno puedan negarla empíricamente atravesando una doble rendija e interfiriendo cada uno consigo mismo, golpeando nuestros sentidos, eso que muchos creyeron garantía de verdad. Sin la concepción del cuerpo emanada del nuestro no podríamos seguramente concebir nada del mundo que nos rodea; no podríamos interpretarlo ni científica ni socialmente.

No nos queda sino el recurso a la metáfora para tratar de imaginar lo que ya vemos, porque la visión no basta. La fe es, en realidad, creer lo que vemos. 

Tan importante nos parece en general el cuerpo que creemos natural su afán de supervivencia. Sin embargo, Freud ya nos habló de la importancia de todo lo contrario, de la pulsión de muerte. En realidad, el siglo XX entero parece haber sido movido por Thanatos. Un tiempo en que los cuerpos se mostraron del peor modo, como seres famélicos, como cadáveres innominados, amontonados en fosas comunes, o como uniformes vistiendo esqueletos. Un tiempo en que los cuerpos sociales también se desintegraron, dando lugar a otros.

A la vez que hay cuerpos de uno en uno, el lenguaje hace de ellos otra cosa bien distinta. En eso nos diferenciamos de otros hermanos naturales, de otros animales muy próximos incluso en todo lo demás. Hablamos. Ésa es la gran diferencia que complica las cosas, dando el paso de la Biología a la Cultura.

San Pablo habló bien del cuerpo, a pesar de todas sus represiones; dijo que era Templo del Espíritu Santo, nada menos. Y parece que es una expresión feliz porque no es tanto creencia cuanto constatación de que cada cuerpo humano remite al Gran Misterio de su existencia y de la subjetividad que ésta permite. Cada cuerpo hablante alberga el gran enigma del Ser.

Post dedicado a Venancio Salcines, que lo inspiró con una pregunta.