domingo, 2 de abril de 2017

MEDICINA Y PSICOANÁLISIS. Una deriva inquisitorial.



El Colegio Médico al que pertenezco ha emitido recientemente un boletín en el que, además de noticias de gran interés sobre agendas culturales, incluye una nota relativa a algo tan importante como la existencia de un “Observatorio OMC contra lasPseudociencias, Pseudoterapias, Intrusismo y Sectas Sanitarias”.
Se incluye en él un “formulario para denuncias” , algo que no está nada mal en la lucha contra intentos demoníacos anti-científicos.

No se trata, pues, de una iniciativa local, sino que es la Organización Médica Colegial (OMC) la que acoge la protección de la ciudadanía con una iniciativa de vigilancia, incluyendo denuncias, que defiende el buen hacer médico frente a la influencia poderosa de charlatanes y pseudo-científicos varios.

Una iniciativa sin duda necesaria si se piensa que alguien mayor de edad, cuerdo y educado en un país civilizado como parece ser España, sigue siendo una criatura a la que hay que evitarle el esfuerzo intelectual de distinguir el grano de la paja o de diferenciar un médico titulado de un charlatán quiromántico. Parece que tan extraordinario y loable esfuerzo organizativo redundará en una mejor educación y más eficaz vigilancia en aras de la salud de los españoles.

El documento que recoge tan feliz propósito aporta tres enlaces, ninguno de los cuales parece resultado de un agobiante trabajo colegial. Uno de ellos nos dirige a un extenso y aburridísimo documento elaborado en 2011 por el Ministerio de Sanidad, Política Social e Igualdad en el que se analiza la situación de las terapias naturales.

Hay otro “link” llamativo que no parece ser fruto de esforzados médicos colegiados sino de “un grupo de personas preocupadas por el auge de las terapias pseudocientíficas y del daño que están haciendo a la salud pública, aprovechándose de la falta de cultura científica en la mayor parte de la población”. Así es como se define la “Asociación Para Proteger al Enfermo de Terapias Pseudocientíficas”Esta asociación “ha sido creada en la Comunidad Valenciana, pero es de ámbito  nacional,  y presta  su ayuda y pretende  conseguir sus finalidades, en la medida de sus posibilidades, en todo el Estado Español”.

Finalmente, hay un tercer enlace que nos facilita saber de un modo rapidísimo si una práctica está incluida en las pseudociencias, al presentar todas éstas en formato de fichas.  El esfuerzo de sus dignos autores no parece haber pasado por una gran labor de lectura previa, si se echa un vistazo a la escasa bibliografía en que se apoyan  y asumible por cualquier círculo de “escépticos” que se precie. Citan a Martin Gardner. Nada menos. El escéptico y a la vez creyente Gardner , que tal vez se echara las manos a la cabeza al ver cómo su nombre es usado en apoyo de tan pobre discurso. Y tampoco dudan en apoyarse en la colección "Vaya timo"Bunge, también citado, estaría contento. 

¿Por qué ocurre esto? ¿Por qué personas adultas han de ser “protegidas” de lo que no es ciencia?

Asistimos a una tendencia dicotómica, algo habitual en todos los órdenes, desde el fútbol a la política; buenos o malos, científicos o pseudocientíficos. Y parece defenderse, especialmente por los llamados a sí mismos "escépticos", que, si algo no es ciencia, es pseudociencia y, como tal, ha de ser conjurada. En ese proceso de purificación se dan dos fases, la iluminación de los necios y el ostracismo de los culpables. Y así un Colegio Médico puede pasar de acoger la posición de médicos homeópatas en un periódico local a condenarla al silencio. Y no seré yo quien defienda la homeopatía. Pero vivimos en un país en que no hay grados, sino oposiciones, sí o no, bueno o malo, todo o nada.

¿Quienes deciden sobre la verdad y el bien? Los “expertos”. Siempre existen, aunque no los conozcamos. A ellos aluden todos los días en los telediarios. “Expertos” y sociedades “científicas” rigen nuestras vidas, sea para explicar terremotos, sea para hablar del suicidio de células.

La acogida por parte de la OMC de enlaces de asociaciones protectoras de enfermos es llamativo.

Parece que vivimos, si alguna vez no lo hicimos, en tiempos de ortodoxia, ya no religiosa sino científica, como si la Ciencia no se bastara a sí misma y precisara de un apoyo que evoca la censura inquisitorial.

Y esto ocurre en Medicina, una práctica, porque práctica es, que difícilmente puede calificarse de científica, aunque en la ciencia se apoye, pues es técnica pero también relacional, transferencial, singular encuentro de subjetividades. Una práctica en donde las bondades de la llamada “evidencia” son lo que son, resultado de reificación revestida en demasiados casos de sesgos por conflictos de interés. No son pocos los fármacos de efecto “evidente” que han tenido que ser retirados del mercado tras un corto período de fármaco-vigilancia.

No sólo hay que elegir entre ciencia y pseudociencia. La Filosofía no es una ciencia. ¿Alguien sensato la calificaría de pseudociencia? Y lo mismo ocurre con la Literatura, con el Arte… Y también con la Medicina misma, a pesar de muchos médicos embelesados por el reduccionismo molecular. La Ciencia auxilia a la Literatura, al Arte, en mayor medida aun a la Medicina. Pero no absorbe a esas facetas del saber, del interrogar humano.

El Psicoanálisis entra, de la mano de aparentes ignorantes de lo que es tal cosa (ya se sabe que la ignorancia es atrevida), en el club de las pseudociencias en los últimos dos enlaces citados . Habrá quien lo ponga al lado de la aromaterapia y se quede satisfecho. Parece algo lógico en ese esquema aparentemente infantiloide y maniqueo que no sabe de una clasificación que no sea binaria, oposicional.

Hay dignos colegiados que ejercen, para bien de muchos pacientes, el psicoanálisis. Pueden adivinar lo que le espera a su práctica cotidiana en caso de que la OMC siga empeñada en ese empeño cientificista que lesiona a la propia Ciencia, pasada a ser confundida con un producto bibliométrico de mero interés curricular y con expertos y sociedades "científicas" como nuevos sacerdotes de una ciencia hecha religión.  


sábado, 25 de marzo de 2017

MEDICINA. Cáncer. Vida y contingencia.



“Pero llevamos este tesoro en vasijas de barro”. Segunda Carta a los Corintios, 4,7.

Hace dos años, dos investigadores, Vogelstein y Tomasetti, habían propuesto que la diferencia en la tasa de cáncer existente entre distintos tejidos tenía que ver con el número de replicaciones celulares que en ellos se daban. 

Ahora, en un artículo publicado en este mes de marzo en Science, muestran que alrededor de dos tercios de las mutaciones relacionadas con el cáncer no se deberían a la herencia ni a factores ambientales sino al azar. Dicho de otro modo, un 67% de los cánceres se deben sólo a errores aleatorios en nuestras células, con independencia de que nos cuidemos o no.

Es bien sabido que cuando una célula se divide su ADN es replicado (cada cadena sirve como molde para la síntesis de una complementaria). Se trata de un maravilloso y complejo proceso en el que, en condiciones normales, se da una fidelidad de copia altísima, acompañada de mecanismos de reparación que hacen que la tasa de error sea del orden de uno por cada diez a cien millones de nucleótidos (las “letras” del ADN). Aun así, en cada reproducción celular se estima que se produce un promedio de unas tres mutaciones. 

No todas las mutaciones son perjudiciales, pero desde hace décadas se ha relacionado la tasa de mutagénesis con el cáncer. Se conocen muchos agentes mutagénicos, como las radiaciones ionizantes o los componentes químicos que inhalan los fumadores. La relación entre mutagénesis y carcinogénesis no siempre existe, pero, a pesar de eso, la investigación del potencial dañino de un nuevo agente químico se suele probar con tests de mutagénesis, mucho más rápidos que los de carcinogénesis. 

El riesgo del tabaquismo para el cáncer de pulmón es claro. A la vez, es sabido que a veces el cáncer de mama tiene que ver con la herencia de unos genes concretos alterados. Esa influencia de lo ambiental y lo genético en el cáncer en general ha dado lugar a numerosas investigaciones para tratar de restringir al máximo la exposición a carcinógenos potenciales y ha impulsado la financiación de programas de investigación como el “Cancer Genome Atlas”. Desde una información probabilística limitada sobre el riesgo genético pueden adoptarse medidas drásticas como la tomada por Angelina Jolie.

El artículo publicado en Science no niega la importancia de los genes y del ambiente físico-químico, pero realza el papel del puro azar en la aparición del cáncer. Errores aleatorios en la polimerasa, desaminación hidrolítica de bases o alteraciones por radicales libres pueden conducir a mutaciones que acaben siendo nefastas.

Todo estudio importante precisa ser confirmado (también o quizá más aún los publicados en Science y Nature), pero las conclusiones de éste son llamativas y no tanto por pragmáticas cuanto por sus potenciales implicaciones filosóficas, pues ponen de relieve la importancia de lo aleatorio frente a lo determinista. A veces desearíamos que nuestros mecanismos bioquímicos fueran perfectos, que el ADN no sufriera al replicarse ni un solo error, pero la Naturaleza sigue su curso no intencional y no actúa según nuestros deseos. Y parece que no sería bueno que lo hiciese, pues sin tasa de error, sin mutaciones, no habría una variabilidad sobre la que operasen los mecanismos evolutivos. Bien podría decirse, simplificando, que, si no hubiera errores en la replicación del ADN, no estaríamos aquí. La variación es inherente a la vida misma, que precisa azar y necesidad. Para organismos pluricelulares como nosotros, la vida y la muerte están íntimamente imbricadas, necesitadas de colaboración entre sí.

El cáncer se ha convertido en la plaga del primer mundo y es preciso combatirlo ahondando en todo tipo de medidas de prevención primaria como lo son evitar el tabaco o la exposición al amianto, tomar decisiones políticas para disminuir la contaminación urbana y adoptar medidas higiénicas generales concernientes a la limpieza, alimentación y ejercicio. 

Pero la cuestión es más problemática en el caso de la prevención secundaria, la que tiene que ver con el llamado “diagnóstico precoz”, porque muchas veces es dudosa tal precocidad o el valor real de detectarla. Los autores concluyen al final de su artículo que “para los cánceres en que todas las mutaciones son resultado de errores aleatorios, la prevención secundaria es la única opción”. Con tal afirmación parece sugerirse que, a más azar, mayor obsesión por neutralizarlo y así la medicalización de la vida puede pasar a ritualizarla en el peor sentido, ya que no sólo convendría insistir en los cribados cuando uno se sabe portador de genes malos o ha estado expuesto a carcinógenos químicos o físicos, sino que se trataría de hacerlos universales desde el argumento de que todos somos blancos potenciales del nuevo demonio.

Unas líneas antes, se expresa en el artículo el sueño de evitar mutaciones insertando buenos genes reparadores. Un sueño en un artículo científico, cosas de la modernidad. Pero parece que asistimos a un afán inútil por controlar lo incontrolable, el mismísimo azar, haciéndolo mediante el cribado masivo de todo lo analizable y a edades cada vez más tempranas. Este planteamiento, unido a los avances en métodos de detección múltiple como los que permitirán la llamada “biopsia líquida” y la mayor resolución de técnicas de imagen, podrá facilitar la detección precoz de algunos cánceres, pero a un alto precio, el que implicará el incremento de falsos positivos, la instalación de una hipocondrización generalizada y el retorno de un neo-mecanicismo que, de tanto fijarse en el cuerpo – máquina informado por genes, nos niegue el alma.

Hay algo que muestra el estudio y, al parecer, a pesar de lo que concluyen los autores. Se trata de que somos frágiles y que esa fragilidad subyace a los propios mecanismos moleculares de nuestro cuerpo. No es malo percibir esa fragilidad intrínseca y sabernos así, limitados, igualados por la franciscana hermana muerte. Podemos optar por la vigilancia extrema, cada día más instrumental y sofisticada, de los efectos del error molecular. Pero también, siendo prudentes y no temerarios, aceptando la bondad de lo que la ciencia nos proporcione para nuestra salud, podemos optar por aprovechar la vida del mejor modo posible, sencillamente viviéndola, aceptando la propia contingencia. En realidad, es la presencia de la muerte la que confiere a la vida su extraordinario valor. Borges ya nos mostró lo que supondría la inmortalidad, un insoportable aburrimiento.


sábado, 18 de marzo de 2017

Ciencia, mirada y cultura.




"Todo sucede como si el universo, al pensarse, esperara al hombre para ser dicho". François Cheng.



La ciencia amplía la mirada. Hacia lo pequeño, lo grande y lo complejo. Y esa ampliación en el ámbito de lo complejo no parece tener fin de momento. La completitud es lejana, si no inexistente como en matemáticas.


Por razón misma de nuestro propio cuerpo y de nuestro modo de vida cotidiano, lo que se aleje de la perspectiva habitual, en un sentido u otro, varios órdenes de magnitud, podrá ser registrado, analizado, estudiado científicamente, pero muy difícilmente intuido cuando no imposible. Se podrá describir un electrón y predecir su comportamiento. Si hay algo que tiene importancia práctica son los electrones, soporte de aplicaciones eléctricas y electrónicas; también porque si no se dieran unos complejos flujos electrónicos en cloroplastos y mitocondrias no estaríamos aquí. Pero a pesar de todo el conocimiento existente y de su aplicación cotidiana, no es intuible un solo electrón. Que nuestra retina sea sensible a fotones de un estrecho rango de frecuencias no permite sin embargo que podamos “verlos” aisladamente como tales. Tampoco puede nuestra mente intuir las fabulosas distancias y tiempos del universo. Fáciles de escribir, imposibles de imaginar.


Y ocurre que esa dificultad de intuición se da también en lo concerniente a nuestra propia existencia como seres culturales, porque la Historia, eso que se inicia con la escritura, se hace pequeña. Los medios de información se han hecho eco ahora de lo que se considera el dibujo más antiguo realizado por seres humanos. Se trata de un animal, el uro, del yacimiento de Abri Blanchard. Hace 38.000 años que alguien lo hizo. Y perduró, mucho más tiempo que cualquier soporte informático imaginable (exceptuando, quién sabe, el que se augura basado en el ADN). Tal lejanía temporal, revelada por la ciencia, tampoco es intuible para quienes vivimos en general menos de cien años.


Si imaginásemos que mil años equivalen a un "mes", y sin afinar mucho el cálculo, ese dibujo se habría realizado hace un "mes" y una "semana"; Göbekli Tepe aparecería hace once "días" y Stonehenge hace cinco; la era cristiana sería cosa de anteayer; ayer ya no existiría el imperio romano, la ciencia habría nacido hace sólo pocas horas y la informática sería cosa de minutos o segundos.


O durante mucho tiempo hemos ido muy despacio o corremos demasiado en los últimos "segundos". Tal vez ambas cosas. Pero lo interesante parece ser que ese dibujo muestra algo importante. Y no tanto por lo representado, sino por el afán de representar. Quien trazó ese animal, como quienes pintaron en Altamira o en Lascaux, nos recuerdan a nosotros mismos en un intento esencial, el que persigue un saber y hace de ese intento expresión. Somos en un mundo y sabemos que somos en él. Un saber o un creer que siempre tiene mucho de simbólico, de mítico y de mágico.


En cierto modo, hay un gran paralelismo entre el grabado de ese animal y algo recientísimo considerando los años que nos separan de aquél. Se trata de la placa de oro transportada por la sonda Voyager, que contiene sonidos de la tierra y símbolos de nuestro mundo. El paralelismo podría resolverse en una palabra: expresión. Desde entonces hasta ahora, el afán de representación simbólica permanece. 


Podría decirse que hay más verdad en ese animal grabado que en la ciencia, porque apunta a una invariancia esencial de lo humano durante miles de años. Y eso supone un toque de atención a nuestra responsabilidad en lo que en comparación es novísimo, la ciencia con la actualización tecnocientífica de lo posible, sin cegarnos por el afán transformador del mundo. A la vez, ese animal nos recuerda el misterio de su vida y de la nuestra, de la vida en general, atendiendo al cual tal vez surja lo único que valga la pena, aunque parezca ser nada.


La ciencia nos amplía la mirada, permitiéndonos disfrutar de la inconcebible belleza del mundo, pero el saber real, el que tiene que ver con qué somos cada uno, es otra cosa. Supone la aceptación de la ignorancia esencial y la disposición a ser acogido en el misterio del mundo, en su belleza, y quizá tratar de mostrarlo sin más, sin finalidad alguna, sin apetecer los frutos de la acción, como nos enseña el Bhagavad Gita, y mirando los lirios del campo como nos decía Jesús. Eso sí, la ciencia nos permite mirarlos mejor, siempre que no la usemos para destruir los lirios y a quienes los puedan mirar.