Nos estamos
quedando sin médicos. Es un hecho reconocido hasta por las propias autoridades sanitarias.
Hubo tiempos no
lejanos en los que los médicos ya especialistas vía MIR no tenían posibilidad
de un trabajo digno en nuestro país y habían de buscarse la vida emigrando a
Portugal, al Reino Unido,… a donde fuera. O hacer otro MIR, que ha pasado en muchos casos a ser considerado una salida laboral más.
Más tarde, con
ocasión de la crisis, término que se hizo mantra para explicar todo tipo de
decisiones extrañas, pareció políticamente oportuno acortar la edad de
jubilación de médicos en el sector público (se ahorraba, criterio sacrosanto
donde los haya) y así muchos médicos que habían entrado en el sistema a raíz de
la apertura de los grandes hospitales (ciudades sanitarias se les
llamaba) o pocos años después, se vieron jubilados bruscamente, a veces de la
noche a la mañana de modo literal. Ni siquiera se mantuvieron las formas de una cortesía elemental. Hubo
servicios que prácticamente se vaciaron al no haber una generación de
facultativos intermedia y adecuadamente formada entre los que se iban y los que
entraban.
Parece sensato,
necesario, que se dé paso a otros, que haya un recambio generacional, pero ese
no fue el motivo de que se echara a los viejos, porque no fueron sustituidos
por jóvenes en condiciones laborales similares, sino que se amplificó un
precariado médico que aún persiste ahora en forma de contratos horarios, de
guardias, por acúmulo de tareas, por diferentes razones administrativas (qué
más da el nombre que le den a lo que se llama justamente "contratos-basura") y que generan situaciones laborales inciertas. A
la vez, hay interinidades que se eternizan porque las ofertas públicas de
empleo (OPE) se dan cuando se dan, con una frecuencia temporal muy baja y con un
número de plazas exiguo para estabilizar a gente con muchos años de experiencia.
Y esto ocurre en
un contexto organizativo piramidal con promociones jerárquicas que parecen desconocer
criterios de mérito, capacidad y publicidad. Un contexto que se incluye en otro
en el que ha destacado una falta de previsión adecuada en la convocatoria de
OPE o en la oferta anual de plazas MIR para las distintas especialidades. En
aras de la excelencia, término en vigor donde los haya, se instala una nota de
corte tan alta como irrelevante a la hora de seleccionar a quienes podrán iniciar
los estudios de Medicina, en ausencia de relación alguna entre la calidad de un
futuro médico con que su educación secundaria haya sido brillante o sólo aceptable.
Nadie le preguntará a un cirujano por esa brillantez alcanzada o no en
literatura o matemáticas cuando fue adolescente.
Las listas de
espera diagnósticas y terapéuticas son como son, en hospitales que trabajan en
turno de mañana a pesar del concepto industrial en que ha caído la Medicina y
que algo bueno debiera tener. Quedan así para tardes y noches las urgencias que
saturan de un modo insensato los recursos disponibles, en vez de mantener una
actividad continuada en mayor o menor grado con mejores criterios de lo que es
urgente, algo que rqueriría más personal y que probablemente fuera razonable desde el mero aspecto economicista, ese que tanto gusta. La concepción industrializada de la Medicina, que roza tantas veces la
perversión en alianza con los intereses de las industrias diagnóstica y farmacéutica, no ha
conseguido así superar la visión burocrática que implica tantas peregrinaciones de urgencias
a primaria, de ésta a consulta especializada y de aquí a la obtención de
pruebas complementarias y retornos diversos, con el retraso diagnóstico y
terapéutico consiguientes. Hay enfermos que bien pueden perderse en semejante circuito. Se da la gran paradoja de que la bondad de nuevas
herramientas, como las de imagen, puede suponer a la vez un cuello de botella
diagnóstico por la demanda existente, tanto la natural como la inducida por una
hipocondrización generalizada.
Los brillos asociados
a trasplantes, cateterismos fetales y cirugías robóticas se dan a la vez que nos
quedamos sin médicos de familia y sin pediatras. De los geriatras ya ni se
habla y es que parece que la asistencia sanitaria sólo tiene como objetivo la
edad laboral, de tal modo que quienes tengan demencias u otras enfermedades
degenerativas asociadas a la vejez (esa etapa de la vida que algunos iluminados
dicen que es una enfermedad más y susceptible de futura curación) tendrán que
buscarse la vida cuando menos pueden encontrarla precisamente por su condición
socioeconómica, entrando en un limbo de pacientes olvidados y que alimentará
las noticias de muertos solitarios en sus casas.
Esa carga geriátrica es
paliada precisamente por médicos de familia, que hacen lo que pueden, lo que resalta aun más la gravedad de su limitación numérica.
Muchos médicos de
familia no lo son ya propiamente porque difícilmente pueden llamarse así los
que han de cambiar reiteradamente de lugar de trabajo y, por ello, de familias a las
que atender. La atención primaria es la gran afectada por el despropósito
organizativo en el sistema público, con consultas saturadas que han de
conciliarse con las debidas asistencias domiciliarias y restricciones temporales
en capacidad de atención clínica.
Los pediatras
también sufrirán los efectos de su propia escasez y de la dispersión geográfica
de necesidades asistenciales. A la vez parece que pagan también las consecuencias de un viejo deseo
de alargar la frontera de la niñez hasta los catorce años o incluso más allá, algo quizá muy natural en una época que alberga la “adultescencia”.
Y es ahora cuando
las lumbreras políticas caen en la cuenta de que quizá se precipitaron al
jubilar masivamente a la gente mayor, al no tener en cuenta las necesidades de formación
especializada, al potenciar una visión de la Medicina que hace que las primeras
especialidades elegidas por los MIR sean las que son, o al menospreciar la
visión generalista que se tiene de los médicos de familia y pediatras ante el
brillo mediático que brindarán otras especialidades.
Y todo ello
acaece en una época en la que el “santoral” ya no recuerda a santos, sino que
parece celebrar enfermedades. En él, las esperanzas celestes son sustituidas por
las constantes promesas salvíficas que abarcan desde la inminente cura de una enfermedad (suele
ser siempre en cinco años) a la difusión de publicaciones relevantes que
muestran las células como agentes intencionales (habiéndolas “malas”, que serán combatidas, incluso fortaleciendo a las "buenas").
Sobran los ejemplos de atentados a la inteligencia en esa visión de pseudo-divulgación médica
cotidiana, pero el hecho de ser falaz no impedirá que influya poderosamente en una
demanda creciente, en la proliferación de cribados y en la consolidación de algo tan perjudicial como es una medicina defensiva.
Tenemos unos
magníficos profesionales en el sistema sanitario (no sólo médicos) que, con su
trabajo cotidiano callado, bien hecho, vocacional en tiempos poco propicios a
vocaciones, sostienen lo que parece insostenible por obra y gracia de tanto gestor "político profesional" a quien nadie le pedirá jamás nota de corte alguna, aunque en muchos
casos parecería prudente hacerlo. Tampoco estarán nunca sometidos a un "numerus clausus" relacionado con necesidades reales. Eso sí, muchos de ellos podrán pagarse una
cara sanidad privada si lo precisan y no serán afectados por sus propias decisiones, esas que
inciden en tantos.