El
tiempo aparenta ser algo medible. Pero sólo en una de sus manifestaciones, como
Chronos. No lo es Aión, tampoco Kairós.
Decía
Lord Kelvin que sólo hay conceptos claros cuando se puede medir aquello de lo
que se habla (“When you can measure what you are speaking about, and express it
in numbers, you know something about it”). Y eso supondría una buena concepción del tiempo objetivable, cronológico. Sin embargo, algo así es discutible.
Sí
sabemos de calendarios con ciclos circadianos,
estacionales, anuales, orientados por ritmos astronómicos, pero inscritos en una direccionalidad que estructura las edades del ser humano. "Cumplimos" años. De “flechas temporales” se
habla a veces. Nos orientan la cosmológica (el Universo tuvo un inicio y
evoluciona), la termodinámica (la entropía del Universo aumenta) y la
psicológica (podemos recordar eso a lo que llamamos pasado, pero no el futuro).
Y,
sin embargo, lo aparente apunta a un fondo de misterio. Desde Einstein, la
imbricación del espacio y el tiempo, algo tan poco intuitivo, ha mostrado su
potencia a la hora de explicarnos precisamente lo maravilloso predecible y no intuible
desde la concepción newtoniana. Algo parecido ocurrió con la mecánica cuántica.
Si la perspectiva atómica triunfó claramente en la comprensión de la materia y en
la discretización de la energía, hay físicos que plantean que algo así también
se daría con el tiempo, aunque fuera a escalas inconcebiblemente pequeñas. A
la vez, hay quien simplemente niega el tiempo, considerándolo una mera correlación
fenoménica.
Heráclito
nos dijo que no nos bañamos dos veces en el mismo río. ¿Qué río? No siendo yo
filósofo, no osaré interpretar esa frase de alguien a quien se le llamó “el
oscuro”. La recuerdo sólo como elemento poético, por llamarlo de alguna forma,
seguramente muy exagerada.
Es
cierto que un río fluye y que cambia. En ese sentido, puede decirse con
propiedad que ningún río será el mismo hoy que ayer. Sin embargo, lo que lo
constituye principalmente, el agua, es indistinguible en términos moleculares
o, si se prefiere, atómicos. No desaparecen unos para dejar paso a otros
distintos. Dos, mil, o un billón de billones de moléculas de agua son idénticas entre sí. Todo cambia... o no tanto. No, al menos, el
agua del río a escala microscópica. Sí lo hace macroscópicamente el río y su
entorno, de modo cíclico estacional y a mayor escala en términos geológicos.
Pero no es probable que fuera el cambio del río en sentido literal lo que le
interesara a Heráclito.
¿Qué
cambia? Parece que quien se puede bañar en el río. Nosotros. Los que vivimos y
moriremos.
En
su “Nueva refutación del tiempo”, Borges decía que “el tiempo es un río; pero yo soy el río”.
Yo.
Un término curioso. Tenemos tendencia a la visión narcisista, a una perspectiva
cartesiana alejada de la realidad y desterrada por el psicoanálisis. Pero más
allá, más alejado del presente, si algo es concebible de ese modo, como actualidad tan pretendidamente pura como inasible,
vemos que lo individual es un modo de hablar y que hay una experiencia
subjetiva que se ancla en la ontogenia misma de la que parte, y también en la
filogenia (aunque ésta no sea recapitulada por aquélla).
Somos en y con una
dinámica vital compartida con otros seres. Somos en un flujo material, en ese
río.
En
su obra para la Facultad de Medicina, Klimt pintó solo un afluente, el de la
especie humana, que nace, crece, se reproduce y muere. Hygeia, que sabe de ese
flujo, le da la espalda, impávida y orgullosa. A fin de cuentas, es hija de un
dios.
Ese
afluente confluye con otros viejos y se unirá a otros nuevos en el gran río de
la vida, rico en especies, en presas y depredadores, en vida y muerte.
Relaciones alométricas, determinantes genéticos, contingencias diversas, regirán
tiempos de permanencia en el río. Cambios raros en su flujo como la caída de un
meteorito modificaran su composición vital.
El
río de la vida no es solo biográfico, sino biológico en el sentido más amplio,
porque todas las especies, en mayor o menor grado, se relacionan entre sí. Un
afluente, el vírico, se ha unido recientemente a nuestro afluente para
desgracia nuestra, pero así es la vida y su dinámica. Llevamos incrustadas en
nuestro genoma más secuencias virales antiguas que las que llamaríamos “propias”,
esas que informan nuestras proteínas. ¿Qué es lo “propio”? Parece pueril hablar
de determinismos genéticos de modo excesivo.
Ese
substrato biológico lo es de nuestra posibilidad humana, trágica al convertirse
en biografía si ésta se pretende auténtica.
A
la vez, cada individuo no es un ente estático en ese río, siendo prácticamente
todas sus células removidas a la vez que fluye en él. Nos destruimos y
construimos, rechazamos e incorporamos información de seres muy diferentes y
que suponíamos alejados. Cambia el río porque cambiamos nosotros y todos los
elementos de vida con los que nos relacionamos. Cambia el río porque todo lo
que parece diferente y estático en apariencia, las especies, también lo hacen,
naciendo, viviendo y muriendo, a veces dando paso a otras que de ellas emergen.
Es
un río extraño por maravilloso, por estar lleno de “mirabilia”.
En
realidad, sólo una vez se baña cada cual en él, el tiempo en que vive. Algunos
suponemos una desembocadura, un mar. No es raro que Freud hablara de la
perspectiva mística como de algo oceánico. Pero eso ya es suponer, creer,
incluso confiar, en ese viejo y noble sentido del término "fe", tan deteriorado.
Vislumbrar ese océano hace que el río cobre un cierto sentido direccional,
pero, en realidad, eso quizá sea lo menos importante en comparación con
sabernos río con tan diferentes seres, incluso aquellos que pueden hacernos
salir prematuramente de él.