jueves, 23 de julio de 2015

"Nature" se olvida del alma

Nada duele más que la enfermedad del alma, incluso aunque ese dolor no parezca ser percibido por el propio sujeto, como podría ocurrir en el caso de demencias avanzadas o de ciertas formas de locura. Pocas tareas tan nobles como la de tratar de curar o paliar el dolor anímico. El propio término “Psiquiatría” alude a tal intento de curación (ἰατρεύω) del alma (ψυχή).

En su afán por clasificar lo inclasificable, el lamentable manual conocido como DSM trata de mostrar cuándo es factible realizar un diagnóstico de depresión mayor (curiosamente, el primer criterio reside en tener un estado de ánimo deprimido). Unos criterios cualitativamente pobres, en comparación con las patografías clásicas. Claro que tampoco puede haber mucho más que sea de aplicación general, al no disponerse de marcadores medibles. 

Ante esa carencia, la falsa medida es habitual en el ámbito "psi". De hecho, proliferan los tests psicológicos, y el análisis factorial que, de lo cualitativo, pasando por lo ordinal, retorna a lo cualitativo del peor modo. 

Se ha negado el alma. No precisamos ser dualistas para conservar tan hermoso término, alma, lo que anima el cuerpo, aunque surja o emerja del cuerpo mismo (término que también se va desposeyendo de lo que alguna vez significó). 

Sartre dijo aquello de que “L'enfer, c'est l´Autre”, así, con mayúscula y en singular, aunque se suele traducir su expresión por otra más suave, la de que el infierno son los otros. Y no; suele ser el Otro, con mayúsculas, ese amo incorpóreo que echa a uno al paro, lo desaloja de su casa o que lo enajena de mil modos. No es extraño que un infierno así deprima, pero ¿Por qué acontece la caída en depresión en ausencia de ese infierno que la explicaría, cuando incluso a la vista de otros, supuestamente “objetiva”, la vida parece sonreír? Si lo supiéramos, se abriría la posibilidad de buscar fármacos eficaces, en vez de esos mal llamados "antidepresivos".

Una concepción materialista muy mal entendida (cada materialista tendría que tener claro qué entiende por materia, como cada ateo o deísta qué entienden por Dios) ha sustentado el reduccionismo cientificista y, desde él, nada anímico puede propiamente ocurrir. Siendo máquinas bioquímicas, complejas, basta con saber qué falla en ellas para que la conducta, lo anímico observable, lo único que para muchos existe, se trastorne.

En ese contexto en el que la Genética es la gran metáfora, el nuevo libro de la vida, no es extraño que se busque en ella la respuesta a todo, como si de un texto sagrado se tratara. 
El primer borrador de ese nuevo libro santo se obtuvo en 2001, pero el nacimiento real de la Genética Humana, más allá de la herencia ligada al sexo, más allá de la citogenética, tuvo lugar con un descubrimiento que pasó un tanto desapercibido, pero que resultó crucial: ver que el DNA, además de ser substrato genético, podía ser usado como marcador fenotípico para buscar los propios genes. Genotipo y fenotipo en la misma molécula. Ese fenotipo, altamente polimórfico, era mostrado como un patrón electroforético obtenido tras cortar en fragmentos el DNA con restrictasas. Ese polimorfismo en los fragmentos de restricción (RFLP) fue usado con éxito (y mucha suerte) por el equipo de Gusella para hallar una asociación con la enfermedad de Huntington.

A partir de ahí, empezaron a surgir noticias sobre hallazgos de genes. Todo parecía simple; si se había dogmatizado la relación “un gen - una enzima”, ¿por qué no otra, “un gen - una enfermedad”? Y enfermedad es también la psicosis maníaco - depresiva, sufrimiento terrible suavizado ahora con el término “bipolar”. ¿Por qué no buscar los genes alterados en esa afección? Así se hizo y así se sigue haciendo, obsesivamente. Se hicieron intentos con ese enfoque exitoso de los RFLP en la población amish. Inicialmente, todo iba bien; parecía que el cromosoma 11 estaba implicado en que uno se deprimiera, pero el contraste estadístico, esencial en estudios de este tipo, fracasó cuando se estudió un número adecuado de amish y se vio que no se comportaron tan locamente como se esperaba, eliminando la significación estadística previamente obtenida. 

Las técnicas genéticas se fueron refinando y el conocimiento de los propios genes también. Se indagaron los llamados genes candidatos (aquéllos que por alguna razón deberían ser especialmente sospechosos), pero los resultados fueron pobres, apuntando más bien a un determinismo poligénico débil, como el que da cuenta de la obesidad.

Pero era necesario insistir. Porque todo ha de ser genético en este contexto simplista en el que nos movemos; todo ha de ser determinado, escrito en nuestro genoma, también para explicar lo inexplicable y corregir lo incorregible. Y, si los genes candidatos no ofrecían respuestas, habría que aplicar un enfoque de fuerza bruta, el basado en comparar, entre casos y controles, miles de polimorfismos de nucleótido único (llamados SNP y algo mucho más moderno que los RFLP), con enfoques llamados “genome wide association”.

Y es que ¿será por dinero? Constituyamos grandes equipos, como el “CONVERGE Project”, gastemos lo que se precise y la verdad surgirá. Éste es el triste panorama de muchas aproximaciones, supuestamente científicas, a los problemas humanos. La misma visión que indujo al presidente Nixon a ver la lucha contra el cáncer como la conquista de la Luna. Fracasó.

Una pretendida divulgación científica es cada día más afín al sensacionalismo, con titulares como el reciente de El País: “Halladas dos de las grandes causas de la depresión”; a pesar del amarillismo, es de agradecer al menos su referencia a la publicación científica de la que deducen tan impactante conclusión. Se trata de una carta firmada por más de cien autores (como si de un trabajo realizado en el CERN se tratara) a la prestigiosa revista Nature y en la que se indica que, mediante una aproximación “genome - wide”, se compararon 6,242.619 SNPs entre 5.303 casos de depresión mayor con 5.337 controles. Los resultados mostraron una asociación de la depresión con dos lugares (loci) genéticos, ambos situados en el cromosoma 10. El significado estadístico fue excelente (la probabilidad de que se debieran al azar era inferior a uno entre mil millones). El estudio se realizó en mujeres chinas, con la participación de 58 hospitales. 

Lamentablemente, las chinas parecen deprimirse por causas genéticas distintas a las de personas europeas porque los resultados del estudio no fueron todo lo coherentes que se esperaba con respecto a otra investigación realizada por otro gran grupo, el mega - análisis (a diferenciar de meta - análisis) del Psychiatric Genomics Consortium, que asoció la depresión más bien al locus CACNA1C.

Es fuertemente llamativo que todo este trabajo se haga partiendo de estudios caso - control en los que los criterios de “caso” son los que son, los que refleja el DSM o los que definen los distintos psiquiatras participantes desde su saber empírico, pero que no soportan el rigor que se asociaría a una entidad objetivable anatómica o bioquímicamente. No parece científico pensar que, con tal base, se llegará a alguna conclusión, por mucho dinero y esfuerzo que se ponga en el empeño y por mucha significación estadística que se alcance. Y, en este sentido, parece muy útil la revisión muy reciente de dos autores recogida en Neuron, en donde apuntan claramente a las dificultades metodológicas inherentes a este tipo de estudios. De dicha revisión, se deduce la ausencia de determinantes genéticos claros, hallándonos más bien ante un determinismo poligénico débil y un terreno en donde las conclusiones alcanzables requieren un amplio número de participantes y algo tan difícil como evitar factores de confusión, derivados principalmente de elementos de comorbilidad.

A pesar de todo, sabemos que el geneticismo no cesará en su empeño por desentrañar las bases de lo más anímico, por tratar de explicar en términos informativo - mecanicistas el dolor psíquico, siempre con la distopía de la ciencia como progreso lineal hacia un mundo feliz. Nada peor que la depresión para frenar esa nueva e infantiloide utopía, que enmarcará la dinámica de grandes publicaciones supuestamente científicas y revistas que las recojan. 

Esta vez, nuevamente, Nature ha olvidado el alma, creyendo leerla.

viernes, 10 de julio de 2015

El olvido del sujeto. Análisis y Psicoanálisis.

Peter Gay nos dice que Freud “utilizó por primera vez el decisivo término psicoanálisis en 1896, en francés y después en alemán”.

¿Por qué eligió ese término? Tal vez por su propia biografía científica. Freud había trabajado en el laboratorio estudiando gónadas de anguilas. Puede parecer un trabajo extraño o banal pero todo trabajo científico riguroso acaba haciendo uso de lo más aparentemente banal. El gran científico (también cientificista) Sydney Brenner, premio Nobel, es reconocido mundialmente, entre otros muchos logros científicos, por mostrar que un vulgar nematodo, el “Caenorhabditis elegans” es un excelente modelo experimental. 

Freud no estaba destinado a seguir en los laboratorios, pero su paso por ellos, sus lecturas iniciales, como la del libro de Goethe sobre la naturaleza, y la inmersión en un ambiente claramente empírico en el que se oían las voces de Brücke, Helmholtz o Virchow hicieron de él un científico y, como tal, un observador atento que analiza la naturaleza.

Análisis (ἀνάλυσις) es una hermosa palabra, relacionada con λύειν, la acción de soltar, de descomponer, de resolver algo en sus elementos constituyentes. Y eso se aplica a múltiples campos: análisis químico, espectral, matemático, dimensional, sintáctico…

Pero, ¿por qué analizar? En ocasiones, sólo para saber; en otras, con finalidad utilitaria. En Química, análisis y síntesis guardan una íntima relación. En otros ámbitos, como la Medicina, esa relación es menos obvia o nula. Pasar del análisis a la síntesis sería la gran utopía transhumanista: analicemos el cerebro y podremos sintetizar la mente o copiarla a un soporte informático. De momento, sólo es factible pasar del análisis a una cierta restauración, a una reparación de salud, que no es poco.

Los avances bioquímicos han transformado la semiologia médica; con unos pocos mililitros de sangre podemos evaluar funciones hepáticas, renales, riesgos cardiovasculares… e identificar genes alterados o procedentes de gérmenes invasores. También identificarnos como individuos, sólo como individuos, no como sujetos.

Hay algo que condiciona el valor de los tradicionales análisis clínicos. Exceptuando los cualitativos, generalmente dicotómicos, que indican si hay o no embarazo, presencia de virus VIH, VHC, etc., estamos ante niveles cuantitativos individuales cuyo valor informativo depende de una métrica lograda desde otro análisis, el estadístico. En ese sentido, el análisis químico de cada uno cobra valor en función del análisis de muchos, de lo que se llama “valores de referencia”, y también en términos de probabilidad bayesiana de enfermedad, obtenida desde la aproximación de ensayos clinicos y epidemiológica.

El análisis químico de nuestro organismo vivo, que puede abarcar con el tiempo el del cerebro mismo, nos muestra como un conjunto de medidas situado en una métrica de lo saludable, nos compara, pero no nos dice propiamente nada más allá de esa situación que, a veces, sirve para enfermar a sanos más que para curar a enfermos. El análisis químico, que abarca la química genética, nos dice algo sobre nuestro qué, pero nada sobre nuestro quién. Los grandes proyectos como el Human Brain Project o el BRAIN superarán viejas clasificaciones como el DSM pero sólo para clasificar mejor, para realzar el posicionamiento métrico, incluyendo una potencial segregación y haciendo renacer la tentación eugenésica.

El "revival" del positivismo hace más necesaria que nunca la perspectiva clínica que, más allá de situarnos, de clasificarnos, intenta curar a través del reconocimiento de lo subjetivo. Y ocurre que ese reconocimiento, ese recuerdo del sujeto, se resiste no sólo a lo medible de nuestro organismo particular, sino a la reflexión filosófica sobre nuestra posición en el mundo, pues el planteamiento filosófico parte demasiadas veces de una premisa infundada, la de nuestra libertad de pensamiento. 

Entre la creencia determinista cientificista y la supuesta libertad de pensamiento filosófico, la aproximación psicoanalítica centra las cosas, recuperando lo subjetivo y lo que lo condiciona. El psicoanálisis no es ajeno a las contingencias del acontecer biológico, pero se centra primordialmente en lo que biográficamente es determinante para cada cual sin que él mismo lo sepa, en su forma de situarse en el mundo como sujeto único, similar a otros pero irrepetible aunque él mismo se condene inconscientemente a una repetición de lo peor.

El psicoanálisis es modesto en su afán pero precisamente de esa modestia deriva su gran potencial, que trasciende la mera curación del síntoma que lo reclama. Requiere tiempo, calma, y humildad, lo que precisa cualquier aproximación seria al intento de cumplir el viejo mandato délfico. Freud lo expresó de un modo excelente: "wo Es war, soll Ich werden".

sábado, 27 de junio de 2015

La imagen científica y el olvido de lo real

No te harás escultura ni imagen alguna ni de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay abajo en la tierra
Ex. 20,4.

Durante mucho tiempo se discutió en el cristianismo, incluso con las armas, sobre la posibilidad de representar a Cristo. Tras el concilio de Nicea del año 787 y el sínodo de Constantinopla de 843, la veneración a imágenes se consolidó, aunque se hicieran distinciones teológicas contundentes entre las diversas formas de culto. Las pasiones iconoclastas revivieron con Savonarola, con la reforma protestante y con la revolución francesa, pero el culto a las imágenes se mantuvo vigoroso especialmente en el ámbito católico y ortodoxo. Los debates suscitados en torno a la Sábana Santa, antes y después de la discutida datación por carbono 14, no son sino una variante del poder atribuido a la imagen relacionada con lo divino en el ámbito cristiano.

La frase recogida del libro del Éxodo es llamativa porque apunta a la distinción entre la tradición judía, que no admite representación alguna de lo divino, y la cristiana, con toda la proliferación de imágenes de Cristo, de María y de los santos, incluyendo figuras mitológicas como el dragón de San Jorge.

Hay, al margen del aspecto religioso, algo muy interesante en esa frase, la prohibición de hacer imagen de lo que hay en la tierra. No es una prohibición que haya pesado mucho pues todo el arte figurativo la contradice, pero hay algo en ella que induce a la reflexión. ¿Debemos intentar representar lo terrenal del mejor modo, científicamente? Tal es la pregunta sugerida, que podemos concretar en dos modos: ¿Es representable a naturaleza? y ¿Es bueno hacerlo? 

En principio, la bondad de la representación es pragmática. Quizá el ejemplo más claro sea el proporcionado por ilustraciones anatómicas, curiosamente entroncadas históricamente en el arte figurativo; los hermosos dibujos de Cajal son una muestra del valor de la imagen. El mayor pragmatismo cotidiano de la imagen se manifiesta cuando es diagnóstica; una radiografía, un TAC, una biopsiarevelan o descartan lo que amenaza la propia vida y, desde ese conocimiento, a veces se puede hacer algo, curar incluso.

Nuestra visión se limita a una banda muy estrecha del espectro electromagnético, pero la tecnología permite transformar la oscuridad en luz y así es factible vislumbrar tiempos originarios del universo mirandoel fondo de microondas, contemplar la emisión infrarroja de una galaxia o reconstruir matemáticamente en un modelo el espectro de difracción de rayos X de una molécula. Esa traducción factible a la banda electromagnética visible tienta a la extrapolación modélica. Cualquier estudiante de bachillerato está familiarizado con el modelo del ADN, pero eso no es el ADN; ni siquiera lo es propiamente la imagen de una larga molécula de ADN viral obtenida con un microscopio electrónico ni el patrón de difracción de sus formas cristalizadas. 

La imagen modélica es necesaria de modo instrumental, operativo. El modelo del ADN sugirió que era la molécula informativa esencial, lo que Schrödinger había postulado años antes como cristal aperiódico, pero se precisaron muchos experimentos para confirmar la idea derivada de la imagen. 

Si el modelo estructural del ADN vino para quedarse como una representación adecuada de lo que pretende transmitir (la ordenación y relación espacial de los distintos átomos que lo constituyen), otros modelos han tenido que ser retirados o mantenidos sólo como meros instrumentos de enseñanza básica; tal fue el caso del modelo atómico de Bohr, que desapareció para dar paso a la imagen de orbitales.

Cualquier modelo científico, sea una estructura molecular, sea una imagen celular o la representación plástica de un cerebro, tiene el valor de que permite aproximar un sector de lo real a la intuición y eso es así a tal punto que modelos desfasados, como el átomo de Bohr o un dibujo simplificado de una célula, conservan su valor como herramientas educativas a cierto nivel de enseñanza.

Le geometría vendría a ser el máximo refinamiento de la imagen, incluso a expensas de desterrar lo intuitivo, como ocurre en el caso de las geometrías no euclídeas. En ese sentido, la imagen geométrica trata de satisfacer una aproximación ideal a la realidad, llegando incluso para algunos a confundirse platónicamente, junto a la expresión matemática, con lo real mismo.

Podríamos entender el esfuerzo icónico como dirigido a tres fines, el mimético, que comprendería el arte figurativo y la geometría euclídea, el operativo, constituido por los modelos, con afán de investigación pero también pedagógico, y el realista, que supondría en último término la eliminación de la imagen misma en aras del formalismo matemático.

El problema reside en confundir la realidad con la imagen construida desde su observación o con la expresión matemática de su legalidad física. Tal confusión fundamenta, de hecho, uno de los aspectos del cientificismo, el que hace de la ciencia creencia. Hay un ejemplo muy llamativo al respecto y tiene que ver con la evolución de lo viviente, en cuyo caso abundan los modelos secuenciales”, que muestran la evolución como algo progresivo, instalándose muchas veces esa idea del cuadro evolutivo como creencia más allá de la postura religiosa o atea de quienes ilustran la evolución, como muy bien expresó Gould. Efectivamente, las imágenes de árboles filogenéticos suelen inducir a ver un progreso cuando en realidad estamos ante una masa de acontecimientos propiamente contingentes y en donde la ley física actúa sólo como determinismo restrictivo. 

Y es que lo real se oculta como no imagen, como inimaginable. La pregunta sobre el qué esencial sigue abierta.

martes, 16 de junio de 2015

Del "memento" al momento.

Tal vez por la propia naturaleza del recuerdo, evocación del pasado, sea sorprendente la insistencia que el contexto judeocristiano de nuestra cultura otorga al recuerdo del futuro. Si ser judío supone la inmersión en una herencia materna y en una tradición que mira hacia un futuro prometido colectivo y terrenal desde el recuerdo de una alianza pasada con el Dios de los padres (en el caso de que persista la creencia al lado de la tradición), el cristianismo mira más bien a un futuro personal trascendente. Como indica Aussman (“Poder y Salvación”) el cristianismo parece más próximo a Egipto que el judaísmo, atendiendo más a la salvación individual que a la de un pueblo. 

La visión apocalíptica del judío Jesús fue transformándose en una religión cristo-céntrica paulina, con todas las variantes a las que dio lugar y con casi todas ellas centradas progresivamente en la muerte como el gran momento, el del tránsito hacia un juicio, incluso aunque todo estuviera predeterminado, predestinado, como en el calvinismo. 

A lo largo de la Historia del Cristianismo, la responsabilidad individual, entendida principalmente como culpa, fue haciéndose mayor; ya no bastaba con ser bautizado y enterrado “ad santos”; ya no bastaba con que, en algún momento, uno sabría que había llegado su hora. Entre los siglos XIV y el XVI proliferan las “artes moriendi” y a partir del XVII el purgatorio entra con fuerza en el imaginario creyente. 

Fuera con confianza o con angustia, el cristianismo miró demasiado a la muerte (incluso son frecuentes en la pintura las miradas a restos humanos, calaveras principalmente, por parte de santos) y eso tuvo como efecto algo tan llamativo como vivir recordando lo que no se puede ni imaginar: el acontecimiento futuro de la propia muerte, del que sólo se sabe que ocurrirá. 

Se suele decir que esa reflexión sobre la propia mortalidad se imponía a cada triunfador romano por el portador de la corona triunfal (“Respice post te, mortalem te esse memento”) pero eso es algo recogido por Tertuliano, lo que hace sospechar de una realidad generalizada; parece incoherente que en pleno principado, cuando cabía incluso la posibilidad de divinización apoteósica post-mortem, pudiera alguien aguantar tales monsergas en el mejor de sus días.

Ese “memento” cuajó con el triunfo de la propia Iglesia que, cada miércoles de ceniza,  insiste en esa expresión macabra: “Memento homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris”. La angustia de tal memoria sólo podía paliarse implorando el propio recuerdo del Salvador, y ningún modo más adecuado para hacerlo que rezar el requiem franciscano: “Recordare, Iesu pie quod sum causa tuae viae, ne me perdas illa die”

Y ahora , ¿qué? Ahora tenemos la Ciencia. En ese nuevo contexto vivimos, como colectivo, con confianzas cuasi - mesiánicas y, como individuos, con esperanza salvífica, no en la trascendencia, sino en la negación o el retraso indefinido de la muerte. Los transhumanistas llevan esta esperanza en la singularidad tecno-científica a extremos claramente psicopatológicos. 

Desde la óptica pragmática individual, se confiere omnipotencia a la Medicina. Se sigue recordando el momento de la muerte pero ya no como algo que acontecerá cuando menos esperemos sino como algo que está en nuestras manos retrasar. Con razón decía Bauman que ya nadie se muere de mortalidad y es que, si uno se muere, es por no haberse mirado y cuidado. De ese modo, la vida pasa de considerarse como algo con calidad y cualidad a concebirse desde una métrica, a cuantificarse. Sea desde la obligación cristiana de cuidar el cuerpo otorgado por Dios, sea desde la perspectiva atea de que no hay tal Dios, hay demasiada obsesión ahora con vivir muchos mañanas, incluso a expensas de estar muerto cada hoy. Del memento del momento se ha pasado a ver éste como algo a retrasar, y el “carpe diem” ha dado lugar en muchos casos a una vida tristemente higiénica.


La vida es demasiado hermosa para confundirla con supervivencia. Vida y amor van de la mano y ya dijo Machado que “en amor locura es lo sensato”.  Y es que, al final, todo será "in icto oculi".

viernes, 5 de junio de 2015

No podemos cambiar el pasado... pero lo parece.

"Denn wenn man nicht zunächst über die Quantentheorie entsetzt ist, kann man sie doch unmöglich verstanden haben"
Niels Bohr

"If you think you understand quantum mechanics, you don't understand quantum mechanics."
Richard Feynman


Una partícula elemental puede comportarse como tal partícula o como una onda (principio de complementariedad), dependiendo esa elección del sistema de observación elegido. No sólo ocurre con partículas elementales, pero es en ellas en donde ese extraño comportamiento es más fácilmente observable. 

Ya en 1927 se observó que un haz de electrones que atraviesa una doble rendija forma un patrón de interferencia, incluso aunque los electrones pasen de uno en uno. Si se usa un láser con muy baja intensidad, de modo que los fotones pasen de uno en uno a través de una doble rendija, pueden registrarse flashes de partículas en detectores situados frente a cada rendija o, si no hay tales detectores, podemos ver un patrón de interferencia en una pantalla. Es decir, el modo de observación hace que cada fotón “elija” comportarse como partícula o como onda. Se plantea una cuestión: ¿Cuándo toma el fotón esa “decisión” para un sistema observacional dado?

Hay un experimento que indica que lo que el fotón haya decidido en el pasado dependerá, curiosamente, de lo que elija el experimentador en el futuro. En ese experimento, imaginado por Wheeler en 1978 y llamado de “elección diferida”, en vez de usar una doble rendija, se hace  incidir un rayo láser en un espejo semirreflectante que lo dividirá en dos, un haz que lo atraviesa y otro que se refleja en él. Ambos haces pueden ser reunidos mediante espejos de forma que incidan en una pantalla y en ella se encontrará un patrón de interferencia. Si, en vez de esa pantalla tuviésemos dos detectores obtendríamos flashes en uno o en otro (no simultáneamente en ambos). La elección de pantalla o detectores es retrasada con respecto a la “decisión” tomada por el fotón (actuar como partícula o como onda) pero influye en ella.  

Las dificultades de realizar ese experimento mental dependen de que hagamos un cambio efectivamente retrasado con respecto a la emisión de fotones y, a ser posible, aleatorio, entre detección de interferencia de ondas o de partículas aisladas.  Tales dificultades fueron solventadas en 2007 utilizando un interferómetro Mach Zender. El fotón se detectará como onda o como partícula según la disposición elegida del detector. 

El 25 de mayo de este año, 2015, se publicó otro experimento real de elección diferida, pero llevado a cabo con átomos de helio, en un camino lento pero progresivo hacia lo macroscópico.

Esa elección puede ser muy retardada, incluso millones de años, en otro experimento  posible, el de hacer elección diferida en el modo de detección de la luz emitida por un quásar muy lejano y que haya sufrido la influencia de una lente gravitatoria debida a una galaxia interpuesta. 

En síntesis, lo que decida un observador influye en la decisión tomada en el pasado, incluso muy remoto, por una partícula (o un átomo o… quién sabe dónde se alcanzará un límite). Aunque debe resaltarse que tal conclusión es una mera interpretación.  

Alternativamente, si no podemos cambiar el pasado, parece que lo que hagamos en el presente influye en el modo de narrarlo desde lo que observamos. 

Quizá haya que conformarse sólo con los hechos, con las excelentes predicciones de la mecánica cuántica, porque si pretendemos interpretarla, en el modo que sea, chocamos con algo muy extraño, incomprensible para una intuición que, filogenéticamente, parece haber sido construida para entendérselas con un mundo clásico. 

Referencias:
1. Greene B. El tejido del Cosmos. Espacio, tiempo y la textura de la realidad. Crítica. Barcelona. 2006.
2. Jacques V, Wu E, Grosshans F, Treussart F, Grangier P, Aspect A, Roch JF.  Experimental Realization of Wheeler's Delayed-Choice Gedanken Experiment. Science 2007; 315: 966-968.
3. Manning AG, Khakimov RI, Dall RG, Truscott AG. Wheeler's delayed-choice gedanken experiment with a single atom. Nature Physics 2015. Online. doi:10.1038/nphys3343