jueves, 10 de agosto de 2017

PSICOANÁLISIS. Lo que no engaña.



"De los amores de Ares y Afrodita (diosa del amor) nacieron Eros y Anteros, Deimo y Fobo (el Terror y el Temor) y Harmonía". Pierre Grimal. Diccionario de mitología griega y romana.

Y, de repente, aparece. El mismísimo demonio. A veces, sin anunciarse siquiera; otras, dando algunas señales de llegada, señales que harán recordarlo en el futuro.

Sin saber por qué, ese demonio se hace con la mente, que no puede pensar sino sólo sentir horror ante una desgracia inmediata que no tiene nombre, que ni muerte se llama, y que, además, no ocurrirá. Con una paradójica parálisis de agitación, el demonio se adueña del cuerpo. El corazón se nota en la garganta, la tensión se dispara, las manos tiemblan, la respiración se descontrola, una náusea sartreana se hace físicamente vómito. De un calor infernal que empapa en sudor se pasa al frío. Lo peor se ve inminente, sin saber a qué se le puede llamar así, peor.

Se ha entrado en pánico.

No es propiamente el miedo que incita a escapar de lo que lo provoca o a neutralizarlo. Ni siquiera es el horror, que siempre responde a una causa real o imaginada y que puede paralizar de verdad.

En realidad, ni siquiera es pánico aunque esté de moda llamarle así. Es angustia, es el afecto que, según Lacan, nunca engaña.

El demonio de la angustia se ha mostrado.

E.T.A. Hoffmann nos contagia un terror que lo recuerda en su cuento “El hombre de arena”, que utilizó Freud en su ensayo “Das Unheimliche”. Lacan tomó eso, lo siniestro, como punto de partida para su análisis de la angustia, diferente al de Freud.

Es en la angustia que el quién de uno desaparece para abrir el interrogante sobre su qué y en relación con la alteridad, porque uno es convocado por un Otro del que no sabe y, quizá por ello, haya sido tan extendido el temor de Dios en forma angustiosa en otros tiempos. Desde el anuncio de Nietzsche, las formas han cambiado, también los potenciales desencadenantes, pero persiste la relación con un Otro desde la que surge el "qué" angustioso. Llamarle a la angustia ansiedad o ataque de pánico y que el consumo de ansiolíticos y antidepresivos esté tan extendido no cambia las cosas.

La inhibición que supone la depresión puede tapar la angustia. El síntoma facilitará su ocultación, pero cuando se desvanece, cuando eso que incordiaba se amortigua, la angustia revela la falta y el interrogante definitivo no puede ya ser pospuesto.

Los fármacos apaciguarán la constelación de síntomas a la que curiosamente ha desembocado la pérdida del síntoma nuclear. Retomarlo sería la alternativa paliativa, tanto como errada. La aproximación cognitivo-conductual tratará de domar lo ingobernable del no saber sobre el “qué”, pero ni un adiestramiento ni el extendido mindfulness o métodos de relajación diversos, ni rezar, calmarán la angustia cuando ésta lo es de verdad.

El efecto farmacológico calmante (ansiolíticos, mirtazapina…), balsámico, necesario muchas veces,  inducirá a pensar en una fisiopatología molecular cerebral, como se hizo y se sigue haciendo, inútilmente, en el caso de la depresión. Algo acabará mostrando la naturaleza química de ese demonio, sea como alteraciones en receptores neuronales, en la transducción de señal, en genes alterados... A eso se aspira legítimamente, y ahí están los proyectos BRAIN y Human Brain Project, para “explicarnos” y calmarnos, pero suele confundirse en exceso un correlato con una relación causal. El cuerpo, cada molécula que lo constituye, es causa necesaria del ser humano, pero no suficiente. Si la consciencia en sentido fuerte dista mucho de ser abordable científicamente, la subjetividad en general, incluyendo todo lo que de nosotros no conocemos aunque nos influya en gran medida, eso que suele llamarse lo inconsciente, es mucho menos susceptible de la reducción a una óptica celular, molecular, científica.

La angustia, ese afecto que no engaña, no es cuestión sólo filosófica por existencial que se defina, a lo Heidegger, sino lo que apunta a lo más enigmático y singular de la vida. Podemos negarla pero no engañarnos. Es la puerta estrecha, el filo de la navaja, que hay que cruzar para alcanzar cierta cota de libertad.

Aporto una excelente referencia bibliográfica al respecto: 

Manuel Fernández Blanco: "Lo viejo y lo nuevo de la angustia". El psicoanálisis. Revista de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis. 2007,11: 27-42.

miércoles, 2 de agosto de 2017

CIENCIA Y CIENTÍFICOS. SER Y TENER.


Ser científico supone responder a un deseo, el de saber, y aceptar que el acceso al conocimiento es factible en determinadas áreas, no en todas, mediante la aplicación del método científico, esencial para poder entender y opinar sobre resultados científicos, algo muy olvidado en la enseñanza y divulgación de lo que es la ciencia.

El avance de la ciencia implica necesariamente la comunicación del conocimiento logrado, algo que actualmente se hace principalmente a través de las publicaciones en revistas especializadas. Pero esta necesidad, que es el efecto final del interés científico, está pasando desde hace años a constituirse en motivación esencial de la carrera de profesionales de muy diversas disciplinas (no sólo científicas).

Se está confundiendo así al científico con un productor de publicaciones, a la vez que se tiende a olvidar muy seriamente el rigor que supone el método científico. De este modo, el afán epistémico es asfixiado por el interés obsesivo por un curriculum basado en el número y la supuesta calidad de las publicaciones realizadas; ambos elementos son tristemente cuantificados en forma de factores de impacto, índices “h” u otras medidas bibliométricas. 

Tal contexto pervierte la actitud de muchos investigadores, haciendo que su objetivo no sea el conocimiento sino la publicación, cada vez más separados. Se asiste de ese modo a una sobreabundancia de publicaciones, la inmensa mayoría de las cuales es perfectamente prescindible, a la vez que aumentan las que ofrecen resultados no suficientemente contrastados. Si lo único que realmente importa es publicar, se publicará, llenando las revistas de ruido, de falsedades por falta de reproducibilidad y, a veces, incluso de puro fraude. 
 
Pero ese exceso de ruido y falta de ciencia auténtica no se da por igual en todas las áreas. Predomina en Medicina, incluso en la más "científica", la llamada MBE, Medicina Basada en la Evidencia, o en pruebas como dicen los puristas, porque tal evidencia muchas veces es construida en vez de hallada. Para lograrla, la herramienta estadística es esencial, pero no siempre se emplea bien, ni al principio, por sesgos a la hora de establecer grupos de comparación, ni al final, a la hora de presentar las conclusiones (no es lo mismo, por ejemplo, resaltar un riesgo relativo que uno absoluto). Teniendo en cuenta que no escasean los conflictos de interés, pasa de todo a pesar de una apariencia metodológica correcta. 

Incluso con corrección metodológica, es habitual asumir una relación entre variables cuando la probabilidad, "p", de que los efectos se deban sólo al azar es baja (“p” menor de 0.05). Pero esa baja probabilidad bien puede ser insuficiente; basta con compararla con el nivel exigido en física de partículas en donde el resultado se acepta cuando “p” es mucho menor, un valor inferior a 0,0000003 o lo que se conoce como 5 sigma . Es concebible que llevar ese concepto de 5 sigma al contraste estadístico en Medicina permitiría establecer conclusiones más claras con menos falsos positivos, pero implicaría también mucho más trabajo riguroso. 

Un ya viejo lema dice “publish or perish”. Lamentablemente sigue siendo un hecho que, si un investigador no alcanza un nivel de “impacto” determinado en sus publicaciones, pueda en efecto perecer académica o incluso laboralmente. Pero, a la vez, con tanto “publish” es la propia ciencia la que perece en gran medida, sucumbiendo a un exceso de ruido.

¿Qué hacer? La política científica puede priorizar campos de investigación y decidir el dinero asociado a ellos, pero la buena ciencia sólo parece factible como un proceso que Guillermo Fernández Navarro califica, también para la divulgación de ella, de transformación y no de adaptación  Algo que difícilmente se podrá realizar bajo fuertes restricciones burocráticas y bibliométricas.

Quizá no precisemos tantos científicos sino sólo los que puedan permitírselo, los que nos podamos permitir, porque será difícil que alguien presionado laboralmente pueda investigar con un mínimo de libertad. Y es desde la libertad que se han conseguido importantes descubrimientos, o no tan llamativos, pero que propiciaron aplicaciones metodológicas de gran interés. Por ejemplo, las restrictasas, la hibridación celular o la proteína fluorescente verde, fueron en su día ejemplos de “curiosidades” que quizá no merecieran ser financiadas, pero su valor se mostró cuando se desarrollaron las técnicas de ADN recombinante, cuando se obtuvieron anticuerpos monoclonales o cuando se pudieron marcar proteínas concretas en células vivas. Algo parecido está ocurriendo con las técnicas de edición genética. A veces, la transición entre el juego y aplicaciones importantes es sutil.

La investigación científica requiere honestidad y rigor, algo que implica más cooperación que competitividad, más calma que prisa, más repetición que prioridad, menos publicaciones prometedoras y más resultados consolidados, menos ruido y más nueces. 
 
Eso supone educación y ética. La ética parece sugerir que, si no se puede hacer buena ciencia, mejor será dedicarse a otra cosa. La educación debe fomentar el pensamiento crítico que supone el método científico, más que limitarse a estudiar los grandes resultados a los que ha conducido. 
 
Al final, cualquier joven que se interese por la ciencia debiera elegir entre tener o ser. Entre luchar por tener un curriculum brillante basado en el sistema actual, bibliométrico, o tratar de ser un buen científico que persigue el conocimiento, con independencia de que, de su búsqueda, se deriven muchas o pocas publicaciones y de que éstas sean recogidas o no en las principales revistas. No son opciones incompatibles pero raramente coinciden

Agradecimiento: Quiero expresar mi gratitud a Guillermo Fernández Navarro, consultor de proyectos museísticos de ciencia, por proporcionarme frecuentes publicaciones relacionadas con su campo, una ardua tarea con la que intenta mostrar la ciencia como proceso de transformación y no de adaptación. 

miércoles, 26 de julio de 2017

FILOSOFÍA IMPRESIONISTA. Una reflexión sobre el libro “Ética del desorden”, de Ignacio Castro Rey.




“Es necesaria la violencia del amor, su éxtasis, para que tenga lugar la eternidad del presente”. Ignacio Castro Rey.

Muy recientemente ha visto la luz una obra de Ignacio Castro Rey. Su título, “Ética del desorden. Pánico y sentido en el curso del siglo”, llama la atención porque es difícil imaginar a priori qué es una ética del desorden. Lo vamos viendo a medida que leemos. El texto, en el que apenas se usa el término “ética”, sugiere que ésta tiene una fuerte relación con mostrar el desorden mismo y su importancia vital. Un desorden del mundo, desorden del ser humano, que facilita la creatividad y el amor, y que es asfixiado por imposiciones reguladoras del tiempo de trabajo y de vida, del modo de lenguaje, de todo lo que concierne a la civilización. Y es al mostrar ese desorden que vemos cómo  “la rutina, la inercia de lo familiar es indispensable para vivir, pero también es el peor enemigo de lo primero, la percepción”, porque “la primera tarea para pensar sería no interpretar desde el andamio de lo ya sabido, sino bajar, dejando entrar el desorden de lo que ocurre ahí, atreviéndose a que nos afecte lo que sucede”.

A eso nos requiere el autor, a sentir, a percibir y a la activa pasividad de intuir. Los animales lo tienen más fácil porque viven sin pensar la vida y quizá haya que recuperar algo de la animalidad que nos fundamenta. No es extraño que Castro se refiera a Uexküll y a Frans de Waal. Bien dice que la intuición “es una especie de certeza animal que irrumpe en el hombre, ahorrándole el largo rodeo del ascenso inductivo o la espera informativa”. La intuición es, en efecto, algo “más femenino que masculino; tal vez más oriental que occidental”. Y hay buena base oriental en el libro. El autor tiene en cuenta a Lao Zi, a Alan Watts, a Buda, a Cristo (a quien se ha occidentalizado en exceso), los Upanishad, también a Basho al final. Lo femenino influye también fuertemente a través de figuras como Lispector o Simone Weil.

Su sencillez se revela al hablar del lenguaje, donde topa con el enigma y busca apoyo para reflexionar sobre él en Heidegger, Nietzsche, Lacan… Y siendo el lenguaje misterioso, limitado, no podían faltar las referencias a Wittgenstein ni a los grandes místicos.

¿Cómo referirse a este libro? No tendría sentido intentar un resumen de un texto de filosofía de 460 páginas y que es, además, claramente, obra de madurez. Es grande el acervo de conocimiento requerido para producir un libro como éste y todavía mayor el nivel de reflexión existencial que implica. Se le facilita al lector una amplia gama de sugerencias, de interrogantes, de tal modo que cada lectura, si es correcta, será singular, subjetiva en el mejor de los sentidos y de hermanamiento en la búsqueda que, como humanos, nos concierne. A fin de cuentas, un buen libro de filosofía actual es el que induce a que el lector piense por sí mismo sobre la vida, el tiempo o el lenguaje que lo atraviesa. Y eso se consigue sabiendo transmitir a los grandes de la Filosofía e induciendo a recurrir a las fuentes, y sabiendo comunicar la reflexión propia, como sucede en este texto.

No es tarea sencilla. En filosofía difícilmente lo bueno mejora siendo breve, porque esa brevedad a veces parece imposible (con discutidas excepciones como Han, también citado) o coquetea con la vertiente simplista de la autoayuda. Sería absurdo, por ejemplo, tratar de reducir el número de páginas de “Ser y tiempo” o de intentar una divulgación; ofenderíamos la inteligencia de Heidegger y despreciaríamos su esfuerzo realizado. Pero, a la vez, la calma atenta que requiere la lectura de un texto serio, como el de Ignacio Castro, se ve recompensada porque con ella uno se enriquece, y no al modo tradicionalmente entendido, de aumentar su información, sino facilitando perspectivas que permiten dar un pequeño paso más en la difícil búsqueda de la sabiduría. A fin de cuentas, el propio término “filosofía” a eso se refiere.

Cada lector tendrá una perspectiva de conjunto propia, en una exégesis que toca a su vida. En mi caso, diría que el libro me suscita una cierta reacción sinestésica que me hace asociarlo a un hermoso y gran cuadro impresionista, aunque no exista plasmado en la pintura. Un cuadro de la vida, del instante eterno, en el que insiste el autor, valorando el kairós frente a la cronología. Un lienzo impregnado por distintos colores, como son el pensamiento de grandes filósofos occidentales, la luz oriental, la literatura, el cine… Colores que se funden en imágenes que sugieren algo más y que remiten al esfuerzo de la quietud personal, a la difícil tarea del sosiego.

Si se ve en conjunto, un color parece predominar, el del sosiego y la vida. Es el esperanzador verde del campo soleado, el que transforma la energía de sus fotones en moléculas de vida, el de las hojas de hierba, pues Walt Whitman es un acompañante a lo largo de todo el texto. Es por eso que, sin ser yo experto en la materia, creo que Ignacio Castro ha conseguido, con su más reciente obra, una excelente muestra de algo que me atrevo a calificar de filosofía impresionista que, a la vez, y quizá por ello, es también impresionante.

sábado, 15 de julio de 2017

EL GOCE HIPOCONDRÍACO Y LA SOCIEDAD MEDICALIZADA.



"Alabado seas, mi Señor,
por nuestra hermana muerte corporal,
de la cual ningún hombre viviente puede escapar."
(S. Francisco de Asís),

En general, nadie quiere morirse, aunque siempre hay excepciones; un dolor insoportable, una invalidez grave, un sufrimiento psíquico inmenso, pueden hacer desear la muerte, pero es sabido que el ansia de vivir se da también en circunstancias en las que muchos sacan fuerzas de flaqueza: guerras, epidemias, hambrunas, exilio…
 

El deseo de permanencia puede abarcar desde el sentimiento trágico unamuniano hasta la locura transhumanista. En tono más amable, Woody Allen ya dijo que prefería su inmortalidad real, física, a la de sus obras, y es conocida su expresión de lo que considera la noticia más feliz imaginable: “es benigno”.

La muerte es compañera de la vida. El gran y sencillo San Francisco de Asís le llamó hermana, como a la luna y al agua. Así son las cosas y parece que es bueno que así sea, que el flujo de la vida, que requiere la muerte en seres pluricelulares como nosotros, prosiga.


La muerte acaecerá pero hay quien se regocija en amargarse fantaseando con la posibilidad de su inminencia o del deterioro físico que tantas veces la precede. Una cefalea, un sangrado, un lunar extraño, incluso un número o una expresión en un informe clínico, pueden percibirse como algo que anuncia la catástrofe definitiva. Internet confirmará siempre la peor sospecha ante cualquier consulta temerosa: es una neoplasia, un aneurisma, lo que sea, pero siempre terrible. 


En la idealización narcisista, no basta con sentirse sano ahora; es preciso garantizar el saberse sano para el futuro y quizá por ello la anticipación de lo peor es la marca hipocondríaca.


Hay siempre algún médico exagerado que llega a decir que uno es un enfermo mientras no se demuestre lo contrario. Es frecuente que se demande dicha demostración, que puede ser tan laboriosa como costosa e inútil, cuando no claramente perjudicial; mucho dinero público y privado se destina a descartar graves dolencias, de cuya existencia el cuerpo es lento en avisar mediante síntomas y signos de alerta real. Una lentitud con la que nos ha agraciado la evolución porque muchas veces se detecta instrumentalmente lo que nunca molestaría al organismo. En aras de la prevención, de los “cribados”, cada día más recomendados, casi hasta la obligación moral, se harán analíticas “completas”, citologías, radiografías, ecografías, TACs de cuerpo entero, alguna resonancia que otra, electrocardiogramas, incluso biopsias sólidas y, dentro de poco, líquidas, que revelarán la existencia de cánceres antes de que se manifiesten, si alguna vez lo hacen. No son pruebas inocuas, pues los falsos positivos, además del trastorno psíquico que implican, pueden suponer cascadas añadidas de estudios con potencial yatrogenia. 


Un hipocondríaco que se precie lo es de todo lo que pueda padecerse, aunque siempre haya alguno especialista por fijarse preferentemente en algún órgano concreto. Pero, en general, el hipocondríaco no desprecia nada anómalo y así se verá ictérico, cianótico o anémico, se fijará en sus excrementos, en sus lunares, en sus ganglios, en sus encías, en todo, y creerá que un temblor anodino muestra el inicio de un Parkinson, que olvidar un nombre sugiere el innegable Alzheimer, que sus palpitaciones anuncian el infarto letal, que una cefalea antecede al inminente ictus y que un sangrado señala la presencia del cáncer que acabará con su vida.
Del placer corporal se pasa a un extraño goce de hipervigilancia que no se da satisfecho jamás y que la edad no palía sino todo lo contrario.


La aprensión puede sobrecargar las consultas pero también inducir a prescindir de las más elementales, porque la confirmación de lo posible, creído probable, puede provocar un miedo paralizante que evite acudir al médico cuando realmente es necesario.


Es plausible que trabajar en un medio en que lo cotidiano es lo anormal, como puede ocurrir en un hospital o en un tanatorio, facilite la deriva hipocondríaca. Sería interesante estudiar si el personal sanitario, por ejemplo, se comporta estadísticamente en su requerimiento de atención médica como quien es ajeno al trabajo relacionado con enfermos. 


¿Qué teme en realidad el hipocondríaco, en qué clase de goce se instala? Aunque cada caso sea único, tal vez se dé siempre el gran temor narcisista de la desolación absoluta, el de ver posible la gran falta, la suya, como ausencia tristísima, irreparable, para otros, sean sus padres, hermanos, cónyuge o hijos. Hay situaciones en que efectivamente la muerte de uno puede comportar implicaciones nefastas para los más próximos y no sólo por razón de duelo, pero el hipocondríaco va más allá y considera que su ausencia sería insoportable para el mundo entero, viendo perversa la expresión de que “la vida sigue”. ¿Cómo puede seguir sin él?


Cuidará a los demás, a veces contagiándoles sus miedos, con tal de cuidarse a sí mismo.


Nadie es hipocondríaco porque lo dicten sus genes, sino porque lo facilita su entorno. Claro que eso era lo que sucedía hasta ahora, porque ya llevamos bastantes años en los que vivimos una tendencia a la hipocondrización generalizada, promovida en buena medida por las industrias diagnóstica y farmacéutica. A más miedo, más negocio; es simple. Si hacemos caso a lo que se dice todos los días en todos los medios de comunicación, uno sólo se moriría por su culpa, por no “mirarse”, por ser sedentario, por despreciar como banal un dolor que obliga a ir al hospital, por no hacerse “chequeos” periódicos. Y habrá quien se mate corriendo para evitar morirse. Y es que ser inteligente no evita la aprensión, como tristemente nos mostró el gran Gödel, amigo de Einstein y que murió de inanición para evitar ser envenenado. 


Partiendo del lamentable lema “más vale prevenir” se nos induce a entrar en una espiral de hipervigilancia. Los médicos son proclives a “divulgar” su saber, que consiste en propiciar numerosas indicaciones preventivas, varias por especialidad, promoviendo cada vez más extensos, frecuentes y perjudiciales chequeos.


Recomendar prudencia, sostener el “primum non nocere” no sale gratis; supone, en definitiva, el riesgo de ser tachado de lo contrario que se defiende y ser llamado, precisamente por ello, imprudente. 


La hipocondría generalizada es incluso visible cuando trata de fosilizar la vida en vez de la muerte. Lo es en criogenizados sin frío gracias al exceso de la cirugía estética, y que reflejan el pánico a los cambios que la vida va imponiendo en el cuerpo.


Nuestra Medicina ha caído bajo el influjo del mito cientificista de la omnisciencia y la omnipotencia y ha olvidado lo que propiamente puede hacer con el sufrimiento humano real. En vez de elemento de ayuda humilde, se convierte en promesa salvífica, pero mera promesa a fin de cuentas.

lunes, 10 de julio de 2017

¿Importamos?




"Mirad los lirios del campo". Mt 6,28.

En un reciente artículo publicado en AeonNick Huges  se pregunta si importamos: “Do We Matter?”

La cuestión surge desde el reconocimiento de nuestra situación en el Cosmos. Hughes nos recuerda que, viajando a la velocidad de la luz, tardaríamos 100.000 años en cruzar nuestra galaxia, Y ocurre que ésta sólo es una entre, al menos, dos billones de galaxias. Si la pequeñez espacial de nuestro mundo es difícil de intuir, no lo es menos el escaso tiempo que ha supuesto la hominización (ya no digamos el mucho más corto de la Historia) en comparación con el transcurrido desde el Big Bang.

En su reflexión, destaca el contraste entre nuestro significado causal objetivo, más bien pobre teniendo en cuenta la magnitud del Universo, y un significado subjetivo axiológico. El artículo muestra posturas y sugiere la pregunta habitual por el sentido. ¿Lo hay? Pregunta singular donde las haya, aunque sea formulada por muchos.

El Universo parece objetivo, y todo sugiere que, contra Berkeley, estuvo ahí antes de que albergara observadores (exceptuando la infatigable mirada divina), pero lo objetivable, lo observable, es limitado. Podemos describir un cuerpo o clasificar las especies que existen en una extensión determinada de tierra. Resulta mucho más difícil, a la vez que fútil e insensato, contar los granos de arena de una playa o de un desierto. Y, en cierto modo, lo que sucede con los granos de arena nos pasa con el Universo; no somos capaces de dar la cifra de cuántas estrellas existen, sino sólo toscas aproximaciones; mucho menos sabemos cuántos planetas hay en él.

La sensación ante la contemplación del Cosmos es de insignificancia. Pero ese término, “insignificancia”, no equivale a ausencia de significado. El Universo en su conjunto no habla ni piensa, aunque poéticamente podamos admitirlo con François Cheng, quien, en su “Cuarta meditación sobre la belleza”, afirmó que “Todo sucede como si el universo, al pensarse, esperase al hombre para ser dicho”. Podríamos no ser nosotros y sí otras criaturas quienes lo “dijeran”, pero parece que el Universo esperaría a ser dicho por alguien, parece que esperaría la consciencia y el lenguaje.

Vale la pena resaltar que, pese a su magnitud impresionante, el Universo físico es potencialmente reducible a un marco teórico. Pocas ecuaciones bastan y se sueña con unificarlas. Curiosamente, esa comprensión progresiva por la que pasamos en la Historia desde una cosmología ptolemaica a una copernicana, que después fue newtoniana y einsteiniana, ha simplificado la comprensión y expandido el asombro. Por el contrario, algo como la consciencia tal vez no sea reducible y, de serlo, supone enfrentarse a unos niveles de complejidad muy superiores a aquellos con los que pueda describirse el origen y desarrollo del Universo y sus constituyentes. En realidad, una célula es más compleja que cualquier estrella. Tal vez Berkeley no estuviera tan equivocado y la consciencia sea lo primero.

Lo que hace Cheng no es sino formular poéticamente la versión fuerte del principio antrópico. Incluso cabría pensar en un principio antrópico no epistémico sino estético: tanta belleza “espera” ser contemplada y admirada, incluso más allá de ser dicha. ¿Cómo la contempla un animal, sea un lobo, una abeja o un delfín? ¿Cómo percibiría un dinosaurio la caída del letal meteorito? ¿Cómo la percibe un científico? Quizá el único modo último sea el don gratuito de la perspectiva mística a la que la ciencia puede indudablemente contribuir. Y el éxtasis amoroso ante la belleza prescinde forzosamente del lenguaje por ser inefable ¿Es aceptable algo así, con tintes teleológicos, aunque no fueran teológicos? No es ciencia, pero tampoco nos basta sólo con la ciencia.

Desde una perspectiva que lo afirme, Dios mismo, el Innombrable, requeriría ese ser intuíble como finalidad acogedora, atractiva, quizá al modo sugerido por Teilhard de Chardin, más que como ese motor inmóvil causal, frío,  aristotélico-tomista cuya obra de silencio eterno espantaba a creyentes como Pascal. Sin Dios, de algún modo tendremos que conferir un sentido a nuestro mundo, como un saber qué hacer con la vida en él.

En cualquier caso, nuestra “insignificancia causal” (que parece bondadosa, a la luz de los horrores que el ser humano ha hecho y hace con su planeta), no sustenta el nihilismo, sino la imperativa búsqueda de sentido, aunque no se encuentre, aunque no exista incluso, porque, aunque las grandes preguntas queden sin respuesta, nuestras acciones son susceptibles de valor por la responsabilidad inherente a la libertad a la que estamos condenados.

Sin amor, nada soy, decía San Pablo. Muchos más lo repitieron y lo atestiguaron con sus propias vidas. La insignificancia de nuestra agencia causal con respecto al Universo no es relevante en el ámbito que realmente importa, porque en nuestro pequeño mundo, ese punto azul de Sagan, no estamos solos sino relacionados y por eso cada acción, cada pensamiento y deseo singulares, cuentan con la posibilidad ética.


Por muy grande que sea, conforta imaginar, con fundamento más poético que científico (o quizá no, porque parece que la ciencia teme contagiarse de poesía), que el Universo mismo, que el Todo, no es indiferente a las acciones humanas, a la de cada uno de nosotros aquí y ahora. Que ahí fuera, como aquí mismo al lado, en cualquier gorrión, en cualquier flor, el Amor mismo es perceptible y basta con verlo, porque cada uno puede reconocerse como un autorreconocimiento singular del Todo. La mirada basta.