Este blog parte del juego entre el recuerdo y el olvido. Es así como se inicia. Entre la amnesia y la hipermnesia, una memoria que abarca lo pertinente biográfico sostiene la posibilidad de reflexión, de mirada a todo lo que nos incumbe, sea como profesionales, como ciudadanos y, esencialmente, como sujetos, intentando siempre defender aquello que propiamente nos hace humanos frente a cualquier intento deshumanizador.
viernes, 10 de noviembre de 2017
PÁNICO.
Suele ocurrir gradualmente. O no.
Pasan días de cierta sensación de absurdo, con pesadillas, ansiedades, sudores y taquicardias; al final, una caída angustiosa en el absurdo.
Lo aprendido en el pasado, lo que se ha sido en el pasado, todo lo conquistado en la configuración del propio ser, parece esfumarse. El cuerpo no parece propio, sino enemigo, renunciando a la homeostasis cotidiana. Nada sirve. Todo lo que nos rodea es inútil excepto para recordar la inutilidad del propio estado, su brutal e incontrolable absurdo.
De repente, ha surgido. Aparece el demonio. Un demonio que se recuerda, que se recordará siempre, haciéndolo temible. Tiene un nombre: ataque de pánico. Su poder es extraordinario. Nos trae el infierno mismo. Nuestro Dios amoroso nos abandona en sus garras. Sería igual ser ateo porque nuestra racionalidad se desmorona. La imagen de la locura se hace perceptible. La necesidad de apoyo se asemeja a una regresión infantil, fetal; se necesitaría un amnios en el que refugiarse, porque el frío penetra hasta la médula ósea. Se encarna lo absurdo.
Ni siquiera se percibe la inminencia de muerte, tal vez porque en la muerte misma parezca que nos instalamos. Sólo hay necesidad de escapar. Pero no hay escape del demonio interior. No hay distracción que valga ante lo que nos precipita a un extraño Hades en vida.
El exorcismo es ineficaz, pues el auxilio de otros será un paliativo breve. El recurso a medicamentos puede ayudar. Ansiolíticos, antidepresivos… Habrá quien recomiende terapias de afrontamiento, de relajación… ¿Una relajación en medio de esa agitación demoníaca?
Amanece un sol negro. La negra noche puede calmar. Como para un vampiro, la luz se hace molesta porque no hay claridad admisible en esa negritud. El contraste de la luz exterior con la oscuridad anímica es insoportable.
En una situación de pánico colectivo se intuye una acción, aunque pueda resultar letal; se sabe que hay que escapar de algo exterior a nosotros, sea un incendio, un atentado, un tsunami. Que se logre o no, es otra cosa. Cuando el pánico carece de fundamento aparente, cuando es demoníaco, no hay escape, pero el cuerpo moviliza todo su potencial para hacerlo posible por inútil que sea, con descargas hormonales, con una movilización bioquímica sólo perjudicial.
No es depresión. Es angustia en estado puro, aunque los excesos químicos que induce produzcan una inundación de tristeza, desánimo, impotencia. Es ese afecto que, dicen los psicoanalistas, no engaña. Una extraña y siniestra Alteridad es mostrada. Sólo desde esa perspectiva, dura, brutal, quizá sea concebible tener esperanza en salir del pozo y en acogernos nuevamente a la luz que alimenta a los árboles.
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jueves, 9 de noviembre de 2017
Cáncer. Drama personal y épica científica.
Un diagnóstico
de cáncer no es fácil de asumir. Hay quien se derrumba, hay quien
pasa por esas fases que Kübler Ross
describió a raíz de su trato con moribundos… No lo es por el
paciente ni por sus familiares, especialmente cuando los afectados
por la enfermedad son niños.
Hay incluso quien lo llega a vivir de modo aparentemente extraño a los demás, gozando de la vida que le resta más plenamente que de la vida anterior, porque ante una situación así, de perspectiva de muerte, los valores cotidianos se transforman a veces en los ontológicos, como diría Irvin D. Yalom siguiendo a Heidegger. Esta posibilidad se plasma a veces en libros que narran experiencias personales, como "Momentos perfectos" de Eugene O’Kelly.
También hay algunas excelentes películas que muestran la dignidad y
el sentido gozoso de vivir la vida que reste del mejor modo posible.
Una es “Truman”. Otra,“The Bucket List” (en versión
española, “Ahora o nunca”).
Pero, se mire como se mire, cada uno es como es y, a quien se hunde, de poco le valdrá saber que otro se toma con aplomo un diagnóstico así. La vida definitivamente cambia (o no en la práctica) y eso, sea como sea, es dramático.
A la vez, vivimos tiempos de un avance tecno-científico impresionante. Ya lo fue, en su día, conseguir poner un hombre en la luna y traerlo de vuelta. Y eso indujo mediante fuertes presiones a la administración Nixon a lanzar una guerra contra el cáncer firmando el “National Cancer Act” en 1971. Si el proyecto Apolo había sido exitoso en poco tiempo, también era de esperar que el cáncer fuera derrotado. Pero la dificultad que suponen las restricciones físicas a la hora de ir a la luna es muy inferior a la que implica la complejidad de lo viviente. En el primer caso, hay pocas variables, en el segundo cada vez se ven más numerosas e intrincadas de forma no lineal. Y sigue siendo así. Por complicado que fuera, la detección de los quarks o del bosón de Higgs fue posible desde el proyecto. Pero no cabe hablar de un proyecto contra el cáncer. No, al menos, de un proyecto único; tampoco del cáncer como una entidad nosológica única.
Parece que estamos estancados, que sólo cabe insistir en una prevención primaria (no fumar, no beber, hacer ejercicio…) y en detectar “a tiempo” lo peor, mediante una proliferación de cribados de eficacia cuestionable. Los tratamientos siguen siendo agresivos, largos, cada vez más caros, muchas veces inútiles… Es fácil caer en la decepción.
Las promesas televisivas que surgen tras el hallazgo de un gen o de un nuevo tratamiento suelen ser eso, meras promesas y no hechos. Precisamente la proliferación de tantas novedades facilita la frustración ante la realidad del aquí y ahora.
Pero
cierto optimismo es concebible no desde la imaginación del futuro
sino desde la visión del pasado. Sólo desde su Historia es factible
entender el marco filosófico en que la Medicina se desenvuelve o
puede desenvolverse, algo descuidado pero que impregna todo acto
clínico y toda tarea de investigación.
En
2010, un médico estadounidense de origen indio, Siddhartha
Mukherjee, publicó un libro de gran interés, “El emperador de todos los males. Una biografía del cáncer”.
Ese interés, que le hizo merecedor del premio Pulitzer de 2011, es
doble; reside en lo que narra y, sobre todo, en cómo lo hace, con
una reflexión filosófica sobre la propia naturaleza de la vida,
íntimamente asociada a la de la muerte, no pudiendo concebirse una
sin la otra.
El libro nos muestra el valor de lo empírico y de lo científico, una mezcla que, a fin de cuentas, es la que sigue haciendo que la Medicina sea un arte y que lo sea influenciada por la concepción filosófica de quienes la practican y de quienes la desarrollan mediante la investigación.
Se nos describe lo que ha supuesto padecer cáncer a lo largo de la Historia y cómo la Medicina ha ido avanzando en los últimos siglos en una extraña mezcla de empirismo y ciencia, con una concepción de la enfermedad que ha ido también modificándose, conservando a la vez viejas influencias. Lo local y lo sistémico, lo fluídico y lo discreto celular, la base irracional de algunos enfoques terapéuticos exitosos, la impotencia de la investigación incipiente y su recientísima simbiosis con la clínica. No falta el contraste entre médicos abnegados y los que cometieron fraudes descarados. Podría decirse que todo lo humano con sus valores y defectos aflora en esta historia.
Si el avance terapéutico es perceptible desde hace unos doscientos años, ha sido claro desde mediados del siglo XX. Esa claridad se hace obvia cuando tomamos perspectiva temporal realista, que nos permite ver no sólo avance sino avance acelerado. Cegados con los avances técnicos en microelectrónica, no percibimos la rapidez real pero más lenta habida en los avances oncológicos. Se sabe mucho del cáncer y se va incrementando el potencial terapéutico desde una causalidad molecular ignorada hace unas cuantas décadas y cuyo conocimiento se incrementa de día en día con proyectos como “The Cancer Genome Atlas”. Se diagnostica mejor y se trata mejor. Hay curaciones. No es lo que era, aunque haya formas tan letales como en la época en que se construyeron las pirámides.
El libro concluye con una mezcla de realismo y optimismo. Es una gran obra, que debiera ser leída especialmente por los jóvenes médicos, porque nos sitúa, nos indica el valor humano de la Medicina y su necesidad de la Ciencia, que cede sin embargo ante la importancia de lo singular. En el texto se muestra cómo, a veces, no es factible el ensayo clínico bien estructurado, con sus controles y enfermos asignados al azar, por una razón bien simple: la gente se muere antes de que el ensayo concluya y no está para consideraciones estadísticas. A veces, lo individual revela la gran posibilidad. Otras, será el poder de la estadística el que muestre lo interesante. Ese balance entre método científico (desde el laboratorio hasta el ensayo doble ciego) y relación clínica siempre es, debe ser, muy delicado. Si, en general, cada paciente es distinto, esa singularidad es mucho más clara en el caso del cáncer, tanto por la diversidad de sus formas como por el modo de afrontarlas. Estamos ante un libro que recuerda vagamente a otro muy hermoso, "Cazadores de microbios", de Paul de Kruif
El
tiempo de la Ciencia es una cortísima fracción del tiempo de la Cultura.
La Medicina fue mágica, empírica y sólo recientemente también
es científica.
Tal
vez el mayor valor del libro de Mukherjee sea mostrarnos la rapidez
con la que, a pesar de lo aparente, se dan grandes avances en
Medicina; a veces paso a paso, a veces de modo revolucionario gracias
a felices contingencias. Desde 2010, fecha de la publicación
del texto, hasta ahora, ese progreso sigue dándose centrado cada vez
más en terapias científicas que en las simplemente empíricas. En
2011, la FDA aprobaba un anticuerpo monoclonal (ipilimumab) para el
tratamiento de un tipo de cáncer, el melanoma.
La inmunoterapia está abriendo perspectivas con enfoques múltiples.
También el estudio de las bacterias que conviven con nosotros
(microbioma). Y no son pocos los avances tecnológicos de diagnóstico
y tratamiento físicos.
Es
esa tarea de tantos, actuando en la relación clínica y en los
laboratorios de investigación, la que hace de la Medicina una
narración épica y de éste un momento de esa noble historia.
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martes, 31 de octubre de 2017
El terrible goce de la pureza.
“Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado? Ella respondió: nadie, Señor”. (Jn 8,11).
“No he venido a llamar a justos sino a pecadores” (Lc 5,32)
Quizá el ideal más atroz, el más pernicioso, sea el de la pureza.
Lo puro se muestra como límite, como lo más precioso. Lo puro atrae. Se habla de oro puro, de agua pura, pero también de filosofía pura, de matemática pura, como si hasta el intercambio de conocimientos con otros campos perturbara lo esencial de eso que se llama puro.
Lo puro es lo inocente, lo infantil. Que Freud hablara de una sexualidad perversa y polimorfa no es óbice para ver al niño como encarnación misma de la pureza. Si un niño muere, sus padres creyentes grabarán en su tumba que ascendió al cielo. Así, directamente, porque la pureza infantil es la angelical, la prístina.
Lo puro es lo virginal, lo que no ha sido mancillado, lo que puede evolucionar a una pureza distinta, la que supone la relación de entrega única, para siempre, a otra persona, también pura. Pureza y castidad pasan a identificarse en seres que se pretenden casi asexuados. Es cierto que esa concepción parece desterrada, pero sólo lo parece porque las familias siguen existiendo y, con ellas, los amores y los grandes odios.
La pureza supone la rectitud, la coherencia, el cumplimiento del deber, la honorabilidad. En el ámbito religioso, el ideal de pureza ha neurotizado, enloquecido incluso, a muchos que lo vieron inalcanzable a pesar de penitencias y oraciones. Podría decirse que, en su ideal de pureza, los cristianos más religiosos se han hecho por ello anticristianos; el aspirante a puro no puede soportar las palabras de Jesús, buscador de almas perdidas.
En nuestro tiempo, la pureza no afecta sólo al alma. Es también corporal, higiénica. Uno se purifica de toxinas, se libera de grasas aterogénicas, se protege contra virus, atiende a la pureza física que muestran hermosos cuerpos jóvenes, referentes con los que compararse. Desde esa perspectiva, el médico pasa a ser el exorcista moderno.
Lo puro es no beber, no fumar, chequearse, protegerse de una enfermedad a la que se le confiere ser, ontologizándola cada vez más. Y la impureza, que apunta a lo que uno es, puede hacerse sinónimo de lo que uno tiene, de enfermedad, en forma de alcoholismo, ludopatía, adicción al sexo…
La pureza parece intuitivamente exigible, especialmente a los demás. Y con ese ideal es contrastada la acción política. Robespierre, el incorruptible, se hizo ejemplar, aunque fuera por poco tiempo. El nazismo mostró la impureza asociada a ser judío o gitano, un mal terrible que justificaba la muerte industrializada en beneficio de la raza. Pero incluso los nacionalismos más humanistas tocan ese diabólico ideal: los nuestros, nosotros, somos distintos, hablamos nuestro idioma, creemos lo mismo, pisamos nuestro suelo, nos entendemos, no tenemos los vicios de los otros. Los grupos emergentes en política lo son desde la virginidad, desde la pretendida pureza que se desea transformadora de un orden corrupto.
La pureza también es profesional y puede decirse de alguien que ha deshonrado su uniforme o traicionado su juramento hipocrático.
La idea de la pureza se hace afán purificador. Y, si los metales se hacen puros, libres de ganga, de otros elementos, mediante elevadas temperaturas, el fuego se ha hecho también purificador social. La Inquisición lo usó como medio para liberar al pueblo santo, puro, de brujas, herejes y endemoniados. Fuego santo como prevención del fuego infernal, el último y eterno fuego purificador ante un Dios veterotestamentario, viejo, monolátrico, que no admitiría el menor atisbo de impureza en su creación.
Hoy el fuego es otro, es el de la segregación social más o menos clara del impuro por los que no han caído en su bajeza.
La falta, la caída que supone ser humano, lo que en tiempos se llamó pecado, esa falta en la que todos sin excepción acabamos incurriendo, sólo Dios puede perdonarla (sólo un dios puede salvarnos, decía Heidegger), porque los demás no lo harán. Y así, con demasiada frecuencia, los pecados del padre no serán jamás perdonados por sus hijos porque, aunque ellos mismos no sean puros, pues humanos son, su óptica sí lo será hacia los demás y, especialmente, hacia los más próximos; desde esa mirada justificarán un rencor, un odio, eternos.
Y, si en alguien es especialmente imperdonable la impureza, es en el envidiado. Si un gran escritor, por ejemplo, es sorprendido en cualquier tipo de falta moral, esa falta será tanto mayor cuanto más alto haya sido su mérito literario. Es la pobre y ansiada recompensa de los mediocres e infames que, por serlo, llegan precisamente a creer que ellos sí son puros.
Es por todo eso que sólo desde el reconocimiento de la propia falta, de todo lo que en nosotros es defectuoso, maligno, aborrecible, podremos cambiar un poco a mejor, sólo un poco, llegando a perdonarnos antes de pretender perdonar a otros, llegando a ser literalmente compasivos.
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sábado, 21 de octubre de 2017
Vida y gratitud. La creatividad amorosa.
“Sólo
puede ser conocido con el corazón, que se halla más allá de la sabiduría y la
mente”. (Katha Upanishad, II,6:9).
“Porque quien quiera salvar su vida, la
perderá”. (Mc.8,34).
Prácticamente cada día del año está siendo
dedicado a una enfermedad. No faltan lacitos de colores, carreras, historias de
supervivencia y ecos de avances científicos que podrían (siempre en
condicional) eliminar una enfermedad ontologizada. Los supervivientes sostienen
la promesa cientificista salvífica.
No es malo oír historias de supervivencia.
Pero quizá fuera mejor escuchar relatos de vida porque, aunque no se esté
muerto, no es lo mismo vivir que sobrevivir.
¿Cuánto tiempo vivimos o viviremos? Es una
pregunta que, en realidad, carece de sentido porque suele asociarse a algo muy
distinto: ¿Cuánto tiempo duramos o duraremos? Y es que no es lo mismo vivir que
sobrevivir, que durar.
Vivir de modo auténtico se asocia necesariamente
a eternidad y gratitud. Si vivimos realmente, lo hacemos en el instante eterno.
Si vivimos realmente, vivimos para siempre.
Vivir se asocia a gratitud, pero ¿a qué o a
quién? Podemos agradecer estar vivos, pero eso es muy distinto a dar las
gracias por vivir. Así, agradecemos a nuestros padres, hermanos, médicos, maestros,
amigos, pareja, hijos, muchos o pocos que nos han ayudado a llevar la vida del
mejor modo, a compartir nuestros problemas, etc.
Pero vivir va más allá de existir. Y supone
un sentimiento de gratitud sin alteridad a diferencia del que evoca la mera
existencia como vivientes. Es un sentimiento claramente poético, místico, pues
nos pone en comunión con toda la variedad de la vida, incrustada en el universo
que la hizo posible. Nos recuerda nuestra raíz animal que precede al lenguaje,
que lo sustenta mediante ese maravilloso proceso evolutivo que lo hizo posible.
Nos indica la gran oportunidad del goce eterno aquí y ahora, a sabiendas de que
tal goce no inmuniza de la muerte ni protege ante los terribles demonios de la
depresión, de la angustia, del sinsentido, del hundimiento absoluto en el
absurdo.
Tal vez por eso, siendo seres hablantes, la gratitud sea el sentimiento
más originario e inefable, incluso podría decirse que animal, y quizá también lo
bueno en nosotros que nos es inconsciente, eso que un psicoanálisis puede
ayudar a revelar.
Agradecimiento sin lenguaje, aunque
hablemos. ¿A quién? ¿A qué? Podemos darle las gracias a Dios si somos
creyentes, a las estrellas que formaron los átomos que nos constituyen, al
Universo, a Todo, a Nada. En realidad, es una gratitud no dirigida. Antes de
suicidarse, Violeta Parra había compuesto una hermosa canción, “Gracias a la
vida”. Le daba gracias a la vida por la vida misma, resaltando lo que supone
eso, mirar, oír, amar, reír, llorar... Tal vez fuera una canción plenamente
acertada, por tautológica, porque no cabe expresión finalista, por no requerir la
alteridad, aunque desde la creencia pueda ésta ser invocada, por no requerir
siquiera la permanencia futura de quien la canta y en ese sentido, quién sabe,
tal vez fuera también profética de su muerte.
Esa perspectiva gozosa supone el sentimiento
poético de lo eterno, porque, si vivimos, vivimos ya para siempre; no en
sentido cronológico, sino sumergidos en el río de la vida, que requiere de la
franciscana hermana muerte, de tal modo que una eudaimonía no es ya concebible como un progreso
de acumulación de saberes y posesiones sino más bien como una tarea de desapego y de
un vaciamiento que mira al origen, a lo esencial, haciéndonos partícipes de la
evolución cósmica, acercándonos al misterio del Ser.
Y ese agradecimiento esencial nos impulsa a
lo mejor, a lo amoroso, a lo creativo. Lo intuimos en grandes ejemplos, aunque
no los hayamos conocido, como Renoir, con sus viejas manos vendadas a pinceles
para pintar la alegría. Y lo intuimos en desconocidos que lo expresan de forma
cotidiana con la palabra transformadora, con el silencio contemplativo, con la
acción de ayuda inmediata y constante.
La gratitud que nos recorre el cuerpo vivo con
necesidad de expresión puede mostrarse como participación en el ser de un mundo
que se despliega en su incomprensible belleza y tiene la imposible posibilidad
de enriquecerlo con la humilde y pequeña participación en forma de creatividad
amorosa, de vida poetizada.
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viernes, 13 de octubre de 2017
La ausencia de voces.
Ya
sólo los meteorólogos hablan del tiempo. Antes lo hacía todo el
mundo; en el ascensor, en un mercado, al comprar el periódico. Era
el tema más socorrido por común, por fácil. Qué buen día, pero
dicen que lloverá mañana... Brevísimos encuentros pero suficientes
para hablar de algo, aunque fuera irrelevante.
Cuando el tiempo de
compañía con desconocidos se hacía mayor, en un viaje en tren por
ejemplo, surgían otros temas de conversación y algunas veces esa
comunicación derivaba en el establecimiento de amistades, incluso en
formación de parejas.
Ahora,
viajar en tren o en un bus urbano es hacerlo solo, aunque el vagón
esté lleno de gente. Cada soledad puede pretenderse paradójicamente
comunicativa. El “móvil” y las “tablets” son el elemento más
usado; sirven para trabajar telemáticamente, para comunicar
banalidades en redes sociales o para evadirse viendo películas u
oyendo música. El resultado es que en un medio de transporte público
rige el silencio.
Es
llamativo que un teléfono acabe concentrando todos los poderes de un
ordenador a la vez que se desposee de lo que le da nombre: ya no se
habla con él; de hecho, en los trenes se recomienda que, en el raro
caso de tener lugar una conversación real telefónica, se realice
entre vagones, para no perturbar a los demás viajeros.
Pero
el efecto va más allá. Tanto silencio se hace universal y se rompe
sólo en conversaciones con amigos claramente definidos como tales.
Las grandes superficies comerciales son atractivas en parte porque
evitan la necesidad de hablar; hay de todo y basta con elegir lo que
se quiera, que se pagará rápidamente al pasar por caja,
respondiendo automáticamente al “buenos días”; nada más.
Incluso
en un lugar de trabajo, el compañerismo que sustenta la conversación
en tiempos muertos va en declive, desaparece. En los grandes
hospitales, los médicos no se hablan entre sí; se mandan correos
electrónicos, atienden sus móviles en los comedores de guardias, en
las cafeterías. Lugares de encuentro como salas de descanso o
bibliotecas sencillamente desaparecen. Ya nadie conoce a nadie.
En
las casas, ese silencio lleva ya tiempo instaurado y es cada vez más
corriente que nadie conozca a sus vecinos.
El
resultado de tanto silencio, en la era de la información, con tanta
supuesta comunicación en “tiempo real”, es la soledad. De vez en
cuando, algún periódico resalta que alguien notifica su muerte en
soledad por el molesto hedor de su cadáver al cabo de días.
Cada
vez más gente vive sola, sin tener ocasión siquiera de decir, mucho
menos de oír, cualquier banalidad sobre la vida cotidiana. Esa
ausencia de contacto humano cotidiano se suple con contactos
artificiosos reglados, y así habrá quien se apunte a cursos de lo
que sea o a un gimnasio con tal de estar con otros, de coexistir al
menos una hora al día y no sólo de existir. Hasta las visitas al
médico se reducen “gracias” a la conversión de la propia
vivienda en un consultorio, con glucómetros, tensímetros,
básculas... y “apps”, esas maravillosas aplicaciones que
“cuidarán” de nuestra salud. Y cuando se produce esa visita clínica,
habrá siempre en la consulta un elemento disuasorio, el ordenador,
barrera entre médico y paciente, que registrará sólo lo que de
nosotros valga, sólo datos digitalizables y que servirán para
lo que tantos ven maravilla de maravillas, el enfoque “Big Data”.
No
sorprende que calen con cierta fuerza iniciativas de resultado
incierto como el “cohousing” ante el temor que supone la
perspectiva de envejecer en soledad. Pero, si para viejos tanto
silencio no es bueno, parece aún más pernicioso para niños, como
los que vemos aturdidos ante tablets con las que entretenerlos para
que ellos también se callen.
A
veces hay la tentación de creer en la existencia de un amo
incorpóreo que nos mandara callar y suplir las voces con datos en teclados.
Sólo ruidos masivos y gregarios, como los del botellón o de campos
de fútbol rompen tanto silencio. Un silencio que ni tal es porque
casi nadie se escucha siquiera a sí mismo. Un silencio de parloteo
en la nube electrónica.
En
la película “Gravity”, la protagonista mostraba la necesidad de
oír a alguien aunque no entendiera lo que dijera por hacerlo en
chino. La necesidad de la voz del otro es vital si tenemos en cuenta
que somos seres hablantes. Sin esas voces reales, no es descartable
que uno las acabe oyendo de un modo psicótico, como alucinaciones
auditivas. El tiempo dirá.
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