jueves, 11 de enero de 2018

Miedo y Amor. Fe y Ateísmo.


“Nada te turbe, nada te espante… quien a Dios tiene nada le falta. Sólo Dios basta” (Sta. Teresa de Jesús).

Hubo los grandes maestros de la sospecha, Marx, Freud, Nietzsche. Después muchos más negaron cualquier realidad a lo que consideraban un sueño, esa necesidad de que un ser supremo nos salve, de que ponga orden ante tanta injusticia moral que se ha dado en la Historia y que sigue produciéndose.


A la vez que cala el ateísmo, o su modo “light” conocido como agnosticismo, la promesa salvífica religiosa, mal entendida como inmortalidad, pretende ser incorporada por la tecno-ciencia, por todos los que ven el envejecimiento como enfermedad y creen posible y deseable “matar la muerte”, como ya expresan algunos. Al entender la vida como mera duración y la felicidad como el gran deber, un nefasto criterio médico traiciona a la Medicina y le hace asumir un papel religioso a la hora de definir buenos y malos comportamientos. La tentación eugenésica renace con las técnicas de edición genética y las posibilidades técnicas permitirán establecer (y quizá priorizar) perfiles genéticos idóneos. El delirio transhumanista no se apacigua.


El cientificismo, con su aspiración soteriológica, pasa a ser la nueva religión secular que muchos, como Dawkins y otros sacerdotes proselitistas de ella, confunden malamente con el ateísmo. Parecen ignorar que el ateísmo niega a Dios, a todo tipo de dios, y eso no es tan sencillo hoy en día aunque lo parezca.


En un célebre libro, “Por qué no soy cristiano”, se recogen estas palabras del gran Bertrand Russell: “No soy joven, y amo la vida. Pero me despreciaría si temblase de terror ante un pensamiento de aniquilación”. Unas líneas antes había dicho que “la religión, como tiene su origen en el miedo, ha dignificado ciertas clases de miedo”.


Pero es dudoso que el miedo lleve en esta época, incluso en la de Russell, a la creencia religiosa. Más bien la religión ha conducido a grandes miedos, cosa bien distinta. Así, ha habido una impresionante creatividad a la hora de imaginar lo terrible, el infierno eterno, en gran contraste con lo inimaginable que resulta la visión beatífica, la entrada en la realidad de Dios, eterna y por ello fuera del tiempo. Es probable que lo que amedrentara del infierno no fuera tanto el tormento como la inmortalidad de los atormentados, algo con lo que se “enriquecían” sádicamente tantas homilías de hace poco tiempo. Lo terrorífico, aunque sólo se mostrara para el infierno, es la inmortalidad. Por eso, difícilmente la esperanza de una vida inmortal tras la muerte puede evitar el miedo a la pérdida o el deterioro de la vida conocida, cotidiana. 


Por esa intuición clara de que tenemos una vida y es ésta, aunque podamos esperar otra, la creencia religiosa no evita el miedo ni mucho menos surge de él. El propio Jesús, “sumido en agonía” sudó sangre en Getsemaní (Lc. 22,44). Su coherencia no evitó el terror. Otros que lo tomaron como referente actuaron de modo similar, como los mártires de Tibhirine, que asumieron su miedo. Se es creyente por coherencia, no por valor, pues valiente no es quien carece de miedo sino quien actúa a su pesar.


Es muy dudoso que en nuestra época el miedo sustente la creencia, aunque ésta pueda consolar. De hacerlo, ese temor sería paliado en creyentes, pero pocos hay que alcancen la cota de Santa Teresa o la de San Francisco, y la fe religiosa en general no inmuniza frente al pánico. Por el contrario, saberse mortal puede aportar el valor para aceptar la muerte, una aceptación que supone asumir con todas sus consecuencias la libertad que, con todos los determinantes y contingencias que pueda haber, supone vivir. Saberse mortal permite afrontar la vida.


Aunque parezca paradójico, la perspectiva atea (“si Dios no existe, entonces ya nada está permitido”) desde la que el ser humano es fundador de su ética, puede ser una gran compañera de viaje, tal vez la mejor, para el creyente. Tal vez porque la gran creencia sea asumir lo que vemos sin entender, el misterio de la vida presente, de por qué vivimos aquí y ahora, más que esperar en la futura.


Somos en el enigma, pues podemos ser conscientes, concebirnos no como un algo sino como un  alguien que existe en una fracción infinitesimal del tiempo del mundo. Desde esta perspectiva cabe una creencia esperanzada en que no todo está perdido, en que toda vida es valiosa, aquí y ahora, y que nos salvamos en la medida en que contribuyamos a salvar la Historia.


La fe no surge del miedo, sino de la contemplación amorosa. Y eso salva cualquier diferencia que pueda existir entre creyentes y ateos si la ética de ambos es propiamente tal, humana. 


El místico San Juan de la Cruz dijo que “al atardecer te examinarán en el amor”. En ese examen, que quizá sea realizado implacablemente por uno mismo, poco importarán las creencias racionales o racionalizadas y mucho en cambio los instantes eternos en que se amó y por los que uno puede ser justificado, tal vez con una eternidad tan viva como inimaginable. A fin de cuentas, ¿quién puede imaginar lo Real? Ni siquiera la ciencia puede intuirlo aunque se le acerque asintóticamente. 

miércoles, 3 de enero de 2018

PSICOANÁLISIS. Cuando la medicación es necesaria para que la palabra fluya.



Hidrógeno, helio… litio. Un elemento muy simple, Dos electrones completan la primera capa que orbita su núcleo; uno solo habita la segunda.


Litio, de λιθίον, piedra. Tercer elemento de la tabla periódica y constituyente de su primer grupo, en el que es acompañado de elementos alcalinos. De ellos, el sodio y el potasio son cruciales en nuestra bioquímica. No parece que sean importantes los demás, el rubidio, el cesio ni el francio. Tampoco el litio.


Sin embargo, una investigación cuyo enfoque sería bastante inconcebible en nuestro tiempo hizo que algo tan simple, tan elemental, acabara siendo un medicamento eficaz en muchos pacientes afectados por lo que se llamaba psicosis maníaco-depresiva y ahora se dulcifica con el término “bipolar”. 


John Cade imaginó que algo tóxico se producía en los episodios maníacos de estos pacientes y que se excretaba en la orina. En los años cuarenta, los análisis clínicos eran muy rudimentarios. Se sabía de la existencia en aquélla de la urea y del ácido úrico. Cade intentó ver qué ocurriría si le inyectaba ácido úrico a cobayas pero se enfrentaba a un inconveniente. Como tal, el ácido úrico sólo puede disolverse con facilidad como sal, es decir, combinado a sodio o a litio. 


Y ocurrió que el urato de litio atontaba a los cobayas. Uno de los componentes de esa sal tenía algún efecto en el sistema nervioso. Y resultó ser el litio; en forma de carbonato era eficaz en los cobayas, pero también calmó los síntomas maníacos de un paciente. Más tarde, Mogens Schou lo utilizó en sus pacientes maníacos.

El litio nunca fue muy bien visto para uso terapéutico. Otros medicamentos habían sido, son, utilizados para sosegar a maníacos o para tratar de ayudar a deprimidos. Unos pocos más parecen relativamente eficaces en la terapia de ambos polos de la enfermedad maníaco-depresiva. Muy pocos. Hay razones para ese rechazo pues es relativamente fácil incurrir en dosis tóxicas, siendo el margen terapéutico estrecho. Pero no es menos cierto que el litio es algo “puro”, no modificable, como pueda serlo un tricíclico; tampoco patentable, como no podrían serlo el aire o las piedras y eso no contribuye mucho que digamos a investigar sus mecanismos de acción, aunque se haya avanzado bastante. Pero funciona en un porcentaje no despreciable de pacientes. 


Que algo tan simple tenga utilidad terapéutica y que ésta se haya descubierto de un modo tan extraño da que pensar. Nos recuerda que frente a los grandes avances diagnósticos, racionales, los progresos terapéuticos han sido hasta ahora más bien fruto de un proceso de ensayo y error de productos carentes a priori de base bioquímica que justificara su uso. Probablemente estemos en un punto de inflexión, ahora que tanto se habla, quizá excesivamente, de medicina personalizada, pero no parece claro de momento.


La Psicofarmacología ha resultado de un empirismo en el que lo casual ha prevalecido sobre lo racional. Ha sido a posteriori del hallazgo de un medicamento que se han formulado hipótesis patogénicas aun vigentes y que han calado casi como axiomas en la mente de muchos biologicistas, llegando a excesos de simplificación de una ingenuidad asombrosa, como los que sostienen que lo anímico es mera consecuencia de un balance de neurotransmisores en determinadas localizaciones cerebrales.


Pero, si mala es la simplificación en el intento de la explicación molecular del sufrimiento mental, no lo es menos la evitación del medicamento que puede ayudar a llevar mejor la vida, aunque no se sepa cómo actúa, aunque tenga serios efectos secundarios, aunque pueda ser adictivo.


El dolor del alma parece el peor sufrimiento. Hay enfermedades letales a corto plazo, pero la depresión es muerte en vida, pues ni tristeza es. La angustia metafísica de los existencialistas parece bien distinta de la angustia de quienes pierden, aunque sea brevemente en el tiempo, las más elementales fuerzas racionales para enfrentarse a la sombra. Sombra intemporal y, por ello, con apariencia de eterna. Bien distinta la angustia existencial a la de un terror inexplicable, irracional, eterno, que penetra hasta la médula ósea.


Es en casos así cuando la palabra es inerme y cuando la ayuda farmacológica puede ser bálsamo imprescindible y catalizador de la expresión posterior. Sólo desde cierto sosiego, podrá después alguien enunciarse a sí mismo. Sólo entonces la palabra podrá ser curativa. 


El psicoanálisis, por ser tarea de sabios, no es ajeno al recurso necesario a psicofármacos cuando estos son precisos. Eso realza su valor, a la vez que contrasta con el reduccionismo de los psiquiatras biologicistas que,
confundiendo lo anímico con lo amínico, usan y abusan de medicamentos, electroshocks, estimulaciones magnéticas y adiestramientos conductistas, haciendo callar la palabra que seguirá atravesando al paciente, a pesar de los pesares y de las mejores intenciones.

jueves, 21 de diciembre de 2017

Sobre mi libro “Estética de la Ciencia”

 "Beauty is truth, truth beauty,—that is all
                Ye know on earth, and all ye need to know."
(John Keats)



Hace escasamente un mes autoedité un libro sobre “Estética de la Ciencia”. Utilicé para ello los recursos que brinda Amazon y que parecen excelentes para una tarea así.


Lo presento aquí, en este blog en el que he tenido la agradable experiencia de ser leído y recibir comentarios que me han enriquecido notablemente a mí y a todos los lectores de ellos. 
Vivimos en un mundo electrónico (también de plástico) y la comunicación virtual no sólo es mala al impedir tantas veces que las personas se relacionen; también tiene la virtud de conocer a gente interesante y establecer vínculos de amistad que en la era pre-electrónica eran inviables. Dada la agradable experiencia que he tenido con este vehículo de intercambio de ideas que es el blog, me permito también presentar aquí este segundo libro, ahora que cae la noche más larga del año en este solsticio de invierno.


El libro en cuestión obedece a un resultado inacabado de un proyecto que en su día, hace años, fue ambicioso, pues hablar de la relación entre conocimiento científico y belleza no es tarea que uno pueda abordar con un mínimo de rigor acorde con la amplitud requerida. Pero, a pesar de inacabado y muy probablemente inacabable, creo que consigo, en el que ya considero “librito” por su brevedad, transmitir mi modo de ver la Ciencia.

En síntesis intento mostrar en ese texto aspectos diferentes pero complementarios.  

Pretendo una reflexión sobre la mirada de la Ciencia, lo que nos proporcionan los resultados del método científico, que no sólo suponen, ni mucho menos, un avance epistémico y pragmático, sino que desvelan la belleza de lo que muestran.
A muchos órdenes de magnitud en el espacio y en el tiempo se extiende la perspectiva científica, a la vez que lo hace en el ámbito de lo complejo. La belleza no es algo objetivo, medible, pero sí accesible, como pueda serlo la de una obra de arte, aunque de un modo muy distinto. Es diferente porque los modelos de la Naturaleza que proporciona la Ciencia son necesariamente miméticos y podría decirse que apuntan hacia lo Real, aunque sea inalcanzable. Esa imitación realista se diferencia del arte, que no está constreñido a ella, pero el mundo que muestra la Ciencia es sencillamente asombroso a todos los niveles de contemplación.

La Ciencia muestra formas hermosísimas en el ámbito molecular del que se nutre la vida, pero también en el mundo sintético; rotaxanos, catenanos, nudos borromeos, son ejemplos de auténtica belleza. Se trata de una belleza que va más allá de los sólidos platónicos y que sólo puede imaginarse donde no es obtenible la imagen microscópica ni la de los grandes telescopios, en las ecuaciones ricas en simplicidad, simetría, orden;ecuaciones que facilitan tanto como perturban la imaginación de lo que no es observable.

Pero el propio método científico puede ser valorado a su vez desde el punto de vista estético. Hay experimentos que son elegantes en medio de una maraña de trabajo que puede ser muy burdo. Hasta la propia comunicación que permite la objetividad intersubjetiva de la Ciencia puede o no ser hermosa, algo que se traduce en algunas publicaciones científicas.

Si el mundo físico-químico abiótico es extraordinariamente bello, el mundo de la vida supone el misterio, por más que nos resulte cotidiano.

En este librito dedico también un capítulo al contraste de la mirada científica con la mirada médica, bien distinta. 

Y trato de analizar si propiamente tiene sentido hablar de la belleza del mundo desde la perspectiva científica en el contexto de una adecuación darwiniana, atreviéndome a sugerir un principio antrópico, pero no epistémico, sino estético.

Lo que nos da la Ciencia es una imagen del mundo y de nosotros (en parte; evitemos los abusos cientificistas tan en boga). Una imagen que sólo puede irse construyendo con modelos visuales y con teorías que, en último caso, aspiran a ser formuladas matemáticamente, en una tendencia que hace que algunos científicos se declaren claramente platónicos. Los criterios estéticos influyen fuertemente en esta investigación teórica, principalmente en Física (Dirac fue un buen ejemplo) y en Matemáticas (Hardy decía que no hay lugar para las matemáticas feas).

Finalmente, tras analizar la estética de las teorías científicas, concluyo, sin concluir en realidad, con un breve epílogo en el que rescato al poético François Cheng (“parece como si el Universo esperase al hombre para ser dicho”).

Hay algo que quedará para otra ocasión y es una reflexión sobre la relación entre conocimiento e ignorancia. El conocimiento científico avanza de un modo que algunos califican de exponencial pero, a la vez, parece crecer también la magnitud de lo aun no explorado. El velo de Maya se restaura constantemente. Podría decirse que, en cierto modo, el valor epistémico del conocimiento científico no sólo reside en lo que resuelve sino en la ignorancia que nos hace ver sobre eso que llamamos Real, una ignorancia que apunta a lo bello por descubrir.

También mucho quedaría por abordar en un intento más serio de aproximarse a la Estética de la Ciencia, pero también es bueno que la ignorancia del autor pueda sugerir más de lo que dice.


El libro está disponible en Amazon en dos formatos, electrónico (para Kindle) y convencional (de pastas blandas). 

viernes, 15 de diciembre de 2017

Aceptar la muerte. Asumir la vida.



Corren tiempos inhumanos, o trashumanos si se prefiere, en los que se persiguen las distopías  científicas que varias lumbreras presienten tras esa singularidad tecnológica que pondrá fin a la muerte. 

Se augura así la gran apostasía. Jacques Lacan decía que la muerte pertenece al ámbito de la fe, que hacemos bien en creer que moriremos pues ¿cómo podríamos soportar la vida sin esa creencia? (“La mort… est du domaine de la foi. Vous avez bien raison de croire que vous allez mourir, bien sûr. Ça vous soutient ! Si vous n’y croyez pas, est-ce que vous pourriez supporter la vie que vous avez?”).


Borges describió el horror que supondría la inmortalidad. Sin la fe en la muerte no podríamos realmente vivir. Ser inmortal supondría estar inmortalmente aburrido. La inmortalidad imaginada no alcanzaría, sin embargo, la eternidad, porque ésta implicaría un planeta o, en general, un cosmos de duración infinita y con condiciones para seguir soportando la vida, lo que no es realista.


La eternidad sólo es concebible, aunque inimaginable, fuera del marco espacio-temporal. Las distintas religiones han deliberado sobre esto de modo diverso. Para el cristianismo, la resurrección supone el acceso a la realidad de Dios o, como se decía más antes, a la visión beatífica, algo que parece muy distinto a la inmortalidad concebible.


La vida, la que de verdad nos es accesible, vivible, es la limitada por la muerte.


Efectivamente, es la muerte la que, de hecho, permite la vida. Muchas muertes celulares son precisas para que se forme un embrión. Los órganos de nuestro cuerpo son, en mayor o menor grado, renovados constantemente. Muchos organismos han de morir para alimentar a otros.


Una selección ciega juega el juego de la contingencia; variaciones ambientales operan sobre variaciones vitales, informativas, genéticas, epigenéticas… Azar y necesidad, decía Monod, pero es difícil percibir cualquier signo de determinación por legalidad física que no sea restrictiva, negativa, en el juego de la vida, que es también el de la muerte.


También en el orden cultural la muerte es necesaria. Sin la sucesión de generaciones, la cultura se agotaría, moriría, por falta de creatividad y exceso de aburrimiento, de un aburrimiento que ya no busca su cese sino que se abandona a sí mismo. La tesis transhumanista conduciría, en el caso de que fuera realizable, a un mundo de viejos fosilizados y con un miedo atroz a cualquier contingencia letal ajena a las posibilidades médicas ¿Cómo aceptar la muerte accidental si ya no existe la debida a causas naturales?

Se dice a veces que la Medicina salva vidas, pero en realidad la Medicina sólo puede retrasar muertes, que no es lo mismo, no siendo poco. La Hygeia de Klimt, dando la espalda al río de la vida, que alberga la muerte, rechaza la omnipotencia de los médicos. Vida y muerte, muerte y vida. Inseparables. Pasteur luchó contra la muerte y el libro que dedicó Erik Orsenna a su biografía tiene por título “La vie, la mort, la vie”, sugiriendo una sucesión en la que ni la vida se concibe sin la muerte ni la muerte sin la vida. 


A veces, la creencia lacaniana se sostiene en evidencias, como las muertes de los otros (siempre es otro el que muere). También en intuiciones facilitadas por los ritos de paso, que son de vida porque son de muerte. Ritos de aceptación del recién nacido, de ingreso en la adolescencia, de matrimonio, etc. Algo nace a la vez que algo queda ya desterrado, anulado, muerto, aunque se recuerde. El rito remite a lo sagrado, a ese misterio de relación entre la vida y la muerte inherente a la renovación. El grano de trigo ha de morir.


Se descree de la muerte porque se ve en los otros, pero cuando el otro es próximo, cuando se entra en situación de duelo, la perspectiva de la muerte cambia, adquiriendo un carácter de proximidad que hace resurgir la creencia de que moriremos. Irvin Yalom, que se ve próximo a la muerte (y que no espera ninguna vida más allá, pues se declara ateo), ha hecho de la muerte piedra de toque de la psicoterapia existencialista que lleva ejerciendo muchos años. En ella ha visto cómo muchos casos de duelo no sólo suponen el sufrimiento de pérdida sino que principalmente remiten a esa angustia ante la muerte propia. En uno de sus libros, “Mirar al sol”, recuerda la expresión de La Rochefoucauld, “Le soleil ni la mort se peuvent regarder en face”. También en este libro hay recogida una impresionante expresión de Milan Kundera, “lo que nos aterra de la muerte no es perder el futuro, sino el pasado”


Terror del pasado, de la posibilidad perdida, más que ante la pérdida de la posibilidad. El evangelio de Marcos, el más antiguo, ya lo había advertido en palabras de Jesús, “Pues ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida?” (Mc.8,36), un interrogante que se ha desvirtuado totalmente en el contexto religioso de mirar a la salvación de almas para el cielo, a pesar de la advertencia bíblica en contra (“¿Qué hacéis mirando al cielo?” Hechos 1,11). 


Es sin terror al pasado que grandes hombres como Freud se han acercado también sin temor a la muerte. En una entrevista, finalizaba diciendo que amaba a sus flores: "Flowers,"  he  added  smilingly,  “fortunately  have  neither  character  nor  complexities. I love my flowers. And I am not unhappy – at least not more unhappy than others." 


Pero, si el pasado puede reconocerse como horrible, basta poco tiempo para salvarse, para salvar una vida con lo que quede de ella, porque el milagro de la vida no reside en su duración ni en proporciones de dedicaciones temporales a las distintas tareas y placeres, sino en lo bueno que de ella se obtenga, que a ella se otorgue, en el tiempo de eudaimonía. 


Dickens nos mostró en su cuento de Navidad la posibilidad del gran paso de la conversión radical, esa que Mr. Scrooge realzaba porque “su propio corazón reía y con eso le bastaba”.


Hay un rito de paso que, como los previos, no a todos les es concedido. Se trata de la jubilación, término que parece proceder de "iubilatio", pero en muchos casos la jubilación no resulta especialmente jubilosa y no sólo por darse a una edad en la que se es más propicio a enfermedades ni tampoco por las carencias económicas que pueden acompañarla o por tener que retomar roles pasados como el de actuar como padre de nietos. 


Para quien es posible pararse y mirar, ocurre que el último rito de paso no parece agradable porque muestra un horizonte de muerte. Ante él, hay quien no mira al sol que recordó Yalom y se empeña en seguir una inercia pretendidamente protectora de acumulación de dinero y honores, hay quien opta por neutralizar cualquier preocupación con una ocupación excesiva que no deje tiempo para nada, ni siquiera para pensar. Pero ese horizonte de muerte guarda analogía con los de las muertes rituales biográficas previas, haciendo factible una reconciliación con el pasado y una entrada en la vida que quizá no se produjo antes. Y es que siempre es posible renacer, aunque se sea viejo, algo que Nicodemo no entendía de la enseñanza de ese joven judío que él admiraba y que se llamaba Jesús.

viernes, 8 de diciembre de 2017

CIENCIA. La buena y aburrida repetición frente a la impaciencia del entusiasmo




En 2009 se otorgó el Premio Nobel de Medicina conjuntamente a Elizabeth H. Blackburn, Carol W. Greider y Jack W. Szostak por el "descubrimiento de cómo los cromosomas están protegidos por telómeros y la enzima telomerasa". Esa actividad telomerasa tiene un papel muy relevante en la reproducción celular, estando implicada tanto en procesos de envejecimiento como en el desarrollo del cáncer.  

Un premio Nobel puede permitirse cambiar radicalmente su campo de investigación. Abundan los ejemplos, como Francis Crick o Susumo Tonegawa. Y Jack W. Szostak se centra ahora en estudiar el origen de la vida. Algo tan enigmático ocurrió y no es observable, pero sí es factible realizar experimentos que permitan inferir un modelo plausible de cómo aconteció.  

1953 fue un año importante para la Ciencia (también para mí por una razón personal). Quizá el mayor hito acaecido entonces fue una carta publicada por Nature en la que Watson y Crick mostraban su célebre modelo estructural del ADN. También fue en ese año cuando, en el laboratorio de Urey se realizó un experimento conducido por Stanley Miller y publicado en Science, mostrando que, en condiciones ambientales que pretendían simular la atmósfera primitiva (una mezcla de agua, metano, amoníaco e hidrógeno), por medio de altas temperaturas y campos eléctricos intensos se obtenían moléculas bioquímicamente importantes como los aminoácidos. Ha de tenerse en cuenta que entonces, a pesar de la importancia que cobraba el ADN, había un sentimiento bastante generalizado de que eran las proteínas quienes portaban la información genética, por lo que la aparición abiótica de sus constituyentes, los aminoácidos, facilitaba la perspectiva materialista iniciada por el ruso Oparin sobre el origen de la vida en la Tierra. Otros experimentos posteriores, entre ellos los realizados por el español Joan Oró, revelaron que también podían sintetizarse así, abióticamente, las bases de ácidos nucleicos. 

Si fueron necesarios los experimentos de Pasteur para negar la generación espontánea de vida en su época, y en general, son necesarios otros experimentos que permitan imaginar un modelo de generación espontánea de ella “ab initio”. Y a eso se dedicaron Szostak y su equipo, siguiendo las ideas sostenidas por Miller y las sugerencias realizadas por Carl Woese y, principalmente, Walter Gilbert, de que el material genético primigenio no fue el ADN sino el ARN (se hablaba de un mundo de ARN).  

Szostak y su grupo realizaron en su laboratorio unos experimentos que sugerían la posibilidad de una reproducción molecular basada en el ARN y facilitada por un polipéptido sencillo. Desde ese apoyo experimental, la contemplación del origen de la vida parecía ser factible, aunque hubiera que refinar mucho el modelo, incluyendo el cambio posterior del ARN por ADN como material genético y demás complicaciones que vendrían después. Sus experimentos sostenían un modelo aparentemente aceptable del origen de una autorreplicación asociada a la vida; algo muy relevante que se publicó en Nature Chemistry en 2016; tan relevante que llegó a recogerse en el excelente libro de Mukherjee sobre el gen. 

Pero ocurre que la Ciencia requiere la reproducibilidad, algo que tiende a olvidarse en exceso últimamente. Tras la publicación, una de las integrantes del equipo, Tivoli Olsen, quiso repetir los experimentos (a saber por qué) y se encontró con que los resultados se habían interpretado mal; dicho de otro modo, no había nada de lo que se pretendía haber encontrado. No era fraude sino prisa.

Un entusiasmo inicial nubló la vista e indujo a publicar como relevante un artefacto, con la consiguiente retractación posterior del artículo (“We have been unable to reproduce observations suggesting that arginine-rich peptides allow the non-enzymatic copying of an RNA template in the presence of its complementary strand. We now understand that the data reported in the published article are the result of false positives”)

El chismorreo que abunda en Facebook afecta también a los científicos, incluyendo este tipo de cosas, existiendo al menos una página dedicada a retractaciones científicas; se trata de “Retraction Watch”  Uno de esos cotilleos, el inducido por la retractación de tan célebre artículo, fue divulgado incluso por Nature Briefing.

Ha de reconocérsele a Szostak la honestidad de retractarse de una publicación después de que alguien de su equipo viera las imperfecciones del trabajo. Pero, a pesar de eso, hay una lección importante en este caso, que no es único. Se trata del riesgo de la impaciencia. Si un premio Nobel no es capaz de amortiguar su entusiasmo ante lo aparente, poca paciencia podemos esperar de muchos investigadores que tienen como meta publicar en vez de buscar la verdad.

Estamos ante un caso en que se nos muestra a dónde pueden llevar las prisas y el entusiasmo por ser el primero en publicar un hallazgo especialmente interesante. 

El método científico requiere algo que cada día escasea más, la reproducibilidad, que se logra con la repetición. Es habitual que, en Física de partículas, se dé esa repetición disminuyendo así progresivamente la probabilidad de que algo, una relación entre variables, la aparición de una nueva partícula, etc., pueda deberse al azar. Repeticiones y más repeticiones van conduciendo el valor de esa significación estadística, la célebre “p”, a niveles que pueden llegar a la billonésima. En el campo de la experimentación biológica y médica hay, por el contrario, la tendencia a conformarse con una “p” relativamente bastante alta para concluir sobre una relación entre variables (p < 0.05). 

Otro elemento es importante y es la paciencia. Lo asombroso, aunque se espere, puede apresurar a publicar algo que no llega a ser evidente. En este caso, parece haber sido esa impaciencia la que motivó el innecesario descuido de alguien que había sido galardonado con el premio Nobel, alguien que, por otra parte, no es la primera vez que se retracta de un artículo.

El panorama de la investigación científica tiene algo de inquietante porque no asistimos a la buena repetición, la que soporta una evidencia, sino a la frecuente repetición de lo peor como comportamiento que busca el prestigio antes que la verdad. Es dudoso que sea sólo la honestidad la que ha conducido tantas veces a retractarse de publicaciones que en su día fueron impactantes. Los investigadores no son insensibles a envidias y otras miserias humanas.

Este ejemplo, como tantos otros, incluyendo casos célebres de puro fraude, incitan a reconsiderar la educación de los jóvenes, se dediquen o no a la investigación científica. Se trata de mostrarles la bondad del método científico cuando es claramente respetado. Y se trata de imbuirles de la ética que le es exigible tanto a quien se dedica a la ciencia como a quien la financia, la interpreta y la aplica. 

Mientras se siga alentando la competitividad y el afán de prioridad, crecerá en la misma proporción la ciencia basura. Es muy probable que quien aspire a ser científico logre serlo mucho mejor siendo educado en la lectura de los clásicos que en un laboratorio, aunque ambas actividades sean perfectamente compatibles.