sábado, 16 de junio de 2018

PSICOANÁLISIS. La pulsión de muerte y su afán de completitud tecno-científica.




"Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo?" Hechos de los Apóstoles, 1,11

Sirva esta entrada para el objetivo de difundir y comentar brevemente un excelente artículo del psicoanalista y escritor Gustavo Dessal, cuyo título es "El hombre curado definitivamente del síntoma de ser humano".

Leer este artículo es de gran interés por los diversos aspectos en los que incide el estilete analítico de su autor, cuyo discurso se sostiene en una sólida base documental. El delirio transhumanista en sus distintas formas se muestra ahí con claridad meridiana, y sería redundante, incluso necio por mi parte, insistir en un tema tan bien analizado y al que, por otra parte, ya me referí en otra ocasión

Me limitaré aquí a subrayar algo que Dessal sugiere con una frase: “¿Hasta qué punto ese deseo no esconde una voluntad más oscura que, procurando retar a la muerte, es, en el fondo, un demonio aún más letal?” Es esa pregunta la que ha sugerido esta entrada. El texto en donde se formula es de 2015. Desde entonces, en sólo tres años, hemos visto y oído en nuestro propio país, tanto en la televisión como en periódicos, la afirmación de que asistiremos a “la muerte de la muerte” 

Esa patética expresión parece a primera vista realzar el valor de la vida, pero nada más contrario a ello. En realidad, “matar a la muerte” parece obedecer a la pulsión de muerte en su extremo, el que aspira a tal afán de completitud que ni a la muerte perdona. Matar la muerte no supondría un canto a la vida sino negarle a ésta toda esperanza al eliminar lo que le otorga valor, su límite. Es saber de la limitación de la vida por la castración letal, final y definitiva, lo que nos induce a vivirla en plenitud, como si no hubiera un mañana, aunque hagamos (y bueno es hacerlos) todo tipo de proyectos. Es propósito de la Medicina favorecer la vida, retrasar la muerte, pero “matar la muerte” sería el objetivo de una determinación demoníaca mucho peor que asumir la perspectiva de saberse mortales; sería, como sugiere Dessal en su pregunta, mucho más letal que la propia muerte.

En esa vana esperanza, el transhumanismo se hace clímax de lo inhumano. En el supuesto, más bien irreal, de que tal posibilidad se alcanzase, nos encontraríamos con un mundo en el que una elite de viejos tan rejuvenecidos como fosilizados e inmortales paralizaría la Historia, el flujo de la vida colectiva con su posibilidad de innovación, de evolución. Borges ya imaginó en su día el mortal aburrimiento de la inmortalidad, pero su relato se queda corto ante el abanico de posibilidades distópicas que ofrece el transhumanismo en un mundo en el que vivimos ahora más de siete mil millones de personas.

Ni siquiera las creencias religiosas aspiran a algo así. En el budismo, la muerte hace posible el flujo del samsara hasta que sea posible alcanzar el nirvana. El cristianismo, que tiene como elemento nuclear la resurrección de y con Jesús, no promueve la esperanza en la inmortalidad, sino en algo bien distinto, la eternidad. Y es arrojado a esa confianza radical en el Misterio que el cristianismo sólo puede concebir a la muerte como hermana, tal como la llamó Francisco de Asís.

La vida humana es tal porque es limitada. Tanto si se es ateo como creyente, no hay cielo al que mirar mientras estemos vivos.

El objetivo de la Medicina no reside en “salvar” vidas, sino en facilitar el tiempo de vida, si es posible prolongándolo, y siempre enriqueciéndolo, aunque sólo sea paliando el sufrimiento.  

Paradójicamente, la “muerte de la muerte” sería la peor de las muertes porque, a diferencia de la visible en otros, no cesaría, haciendo de nuestra vida algo equiparable a la existencia de un zombi o un robot.   


sábado, 9 de junio de 2018

Amistad y redes sociales.




“No sé si puede haber algo mejor que le haya sido dado al hombre por los dioses inmortales, excepción hecha de la sabiduría.”
“Pagamos caro el descuido en muchas circunstancias, pero, en la que más, en elegir y tratar a los amigos.”  Cicerón. Sobre la amistad.

Si algo parece haber cambiado gracias a la revolución que supuso internet, es el concepto de amistad. Pero sólo lo parece.

Ya antes de aparecer internet, la mera posesión de un ordenador con un procesador de textos facilitó algunas cosas, como escribir lo que fuera, incluyendo cartas. Antes lo había hecho la máquina de escribir, con la que se podían hacer copias usando papel carbón; más tarde, los sistemas de fotocopiado y archivo permitieron un mejor registro de documentos. Hubo tiempos en los que una carta tardaba días o semanas en llegar a su receptor (o no llegaba). Las limitaciones del correo tradicional generaban angustia en situaciones especialmente dramáticas como la de tener a un hijo en las trincheras o que éste tuviera a su familia expuesta a bombardeos de su ciudad.

Las cartas suscitadas por la amistad o el amor eran guardadas, o no, por quien las recibía. Su autor las había escrito, a veces guiado por unas líneas, en “papel de carta”, las había encerrado en un sobre que sería franqueado con un sello y echado a un buzón de correos. No hacía copia de ellas. Las copias sólo tenían sentido si se trataba de correspondencia relacionada con la comunicación profesional o comercial. Eso no ocurre ahora. Los sistemas de correo electrónico guardan una copia literal de las cartas enviadas; no cabe el olvido pasivo de lo que se escribió.

No cabe duda de que el correo electrónico facilitó las cosas. Los intercambios epistolares son prácticamente instantáneos y, a la vez, un correo puede remitirse a distintas personas sin que se precise que cada receptor sepa de la existencia de los demás.

En algunas revistas semanales había secciones de “contactos” para jóvenes que quisieran establecer correspondencia entre sí, facilitándoles, quién sabía, la posibilidad de encontrar el amor soñado. Esas secciones siguen manteniéndose ahora de un modo un tanto patético en formato de programa televisivo. Y es que los enamoramientos no siempre aparecen por arte de magia, pasados los tiempos de “arreglos familiares”, aunque éstos aún se den mediante encuentros selectivos en ámbitos reducidos, generalmente elitistas. Un equipo de psicólogos facilitará ahora encuentros a ciegas pero televisados entre perfectos desconocidos, a partir de sus “perfiles”, generalmente sin el éxito ofertado.

El valor de la amistad real es tan obvio que sólo se sabe si se tiene. Y lo mismo ocurre con el amor, aunque sea algo bien diferente.

Si la amistad y el amor requieren de lo contingente, tenemos un problema porque, si algo se ha reducido en nuestro tiempo, es el espacio de contingencias. La división del trabajo ha llegado a la atomización y a la globalización, de tal modo que cada vez son más raros los contactos humanos en el tiempo de trabajo. La unión sindical ha entrado así en declive manifiesto; era más fácil la unión marxiana del proletariado cuando se escribían cartas que ahora. Lo mismo ocurre con el tiempo de estudios universitarios, de preparación profesional, de lo que sea, en el que cursos a distancia facilitan el aislamiento; la obligatoriedad “boloñesa” de clases presenciales no palía la situación de un claro aislamiento generalizado, disfrazado de reuniones masivas de botellón. La anarquía de tiempos de trabajo ha hecho desaparecer el sentido de tiempos comunes de descanso, como los domingos, que, curiosamente, son ya para muchas personas sencillamente insufribles.

En un mundo globalizado y atomizado a la vez, en un mundo regido por el reloj, pero con tiempos de trabajo casi tan diferentes como personas, en un mundo en el que el deterioro vecinal que ignora incluso la presencia de muertos en el piso de al lado está promoviendo iniciativas como el “cohousing”, la soledad va en aumento exponencial.

Y he ahí que, en este contexto electrónico, globalizado, atomizado, surgieron las redes sociales, siendo Facebook quizá el mejor ejemplo (los grupos de “Whatsapp” le van a la zaga y Twitter ya es tal desmadre que hasta lo usa Trump para dar cuenta de sus grandes decisiones). Y esa neo-socialización ha crecido hasta tal punto que casi todos hemos sido atrapados por la red. No es raro, ya que tiene el cebo extraordinario y narcisista de hacer muchos amigos y decir lo que nos parezca, que será siempre bien recibido por esos amigos con los “likes” correspondientes. Una espiral de supuesta comunicación y amistad se abre. En poco tiempo alguien puede llegar a tener cientos, incluso miles, de “amigos”, que verán muy bien lo que diga, por necio que esto sea. Amigos que incluso permanecerán más allá de la muerte porque no sabrán de ella cuando acontezca. Recientemente, Facebook me ha recordado el cumpleaños de un muerto; no lo felicité.

A la vez, no sólo tenemos ordenadores de sobremesa; los llevamos en el bolsillo. Se les sigue llamando teléfonos o “móviles” por su portabilidad, pero en realidad son usados más bien como nodos de red social y como máquinas de fotos con las que nos podemos retratar a nosotros mismos, hacernos “selfies” y transmitir instantáneamente a tantos amigos celebraciones personales, lugares estupendos en los que estamos, nuestras poses profesionales o humorísticas, las gracias de nuestro gato e incluso nuestra capacidad de asumir riesgos, a veces letales. Con todo eso enriquecemos en cualquier momento nuestra presencia en la red y obtenemos más y más “likes”. No hace falta decir una sola palabra; todo se hace pulsando teclas virtuales. 

Y quién sabe, podemos llegar incuso a ser “influencers”, que no influyen más que en sandeces, pero que influyen a fin de cuentas con algún beneficio comercial para alguien.

Pero, como internet, una red social puede ser algo muy bueno y no sólo ámbito de estupidez. De hecho, es una herramienta y, como tal, puede usarse para lo mejor y para lo peor. Los grupos no son sólo de ocurrencias o de rápida y visceral expresión de ideología política; los hay enormemente variados y en ellos puede intercambiarse información que abarque desde la historia sumeria hasta la mecánica cuántica o la filosofía hegeliana. Y también pueden establecerse amistades reales.

Con una inmersión en Facebook de unos cuantos años, puedo decir que, aunque sea raramente, es un sistema que puede ser milagroso para reencontrarse con alguien y para constituir una amistad real (no sólo virtual), que es una herramienta magnífica para la expresión y la comunicación y que, a veces, pocas, uno puede llegar a encontrar nuevos amigos reales.

El término “real” tiene una connotación bien clara a la hora de la comunicación humana. Supone la mirada, la escucha, la conversación. Si esa posibilidad que implica el encuentro próximo no se produce, podrán darse simpatía, afinidad, acuerdo pleno con alguien, pero no amistad, porque, sin el encuentro, seguirá siendo desconocido. Un amigo lo será de verdad sólo si la virtualidad cede a la realidad o cuando, siendo real, entra en la virtualidad por razón de lejanía geográfica. Las redes sociales favorecen el encuentro real que precede o sigue al virtual, y que supone la posibilidad auténtica de una amistad. Eso lo hace valioso en este ámbito de las relaciones humanas. A veces se da la fortuna de reencontrar a alguien y establecer una amistad auténtica, pero habrá de pasar el necesario crisol del encuentro real. Y es que ha de tenerse en cuenta que, de seguir en la línea en que vamos, corremos el riesgo de hacernos amigos incluso de meros “avatares”, de algoritmos, en este mundo de tanta “posverdad”.

Facebook facilita la amistad real, pero en mucho menor grado que la meramente virtual, superficial o, dicho claramente, irreal. Eso lo hace bondadoso en este terreno. Su perversión reside en hacernos suponer que la red es un espacio de contingencia cuando es más bien un terreno determinista de expresión de afinidades generalmente superficiales.

Un solo libro puede influirnos más en nuestra vida que todos nuestros amigos juntos, pero, si no conocemos realmente, personalmente, a su autor, no podemos decir que somos amigos suyos. De hecho, las grandes influencias literarias, filosóficas, religiosas, se suelen deber a autores muertos, con los que la posibilidad de relación, incluso electrónica, es nula.

Subyace en nuestra sociedad una creencia determinista que desprecia lo aleatorio y, por ello, todos los espacios de contingencia. Basta con pasear, viajar en tren o incluso en un bus urbano para verlo. Antes de la absorción casi universal de las mentes por los móviles, se hacía posible hablar, hablar de verdad, aunque fuera del tiempo u otras banalidades. Un paseo por la calle suponía una sucesión aleatoria de miradas a otros, a personas, llegando a incluir a veces el torpe o exitoso cortejo. En los trabajos no había ordenadores y era preciso hablar. El ritual de los domingos establecía el encuentro colectivo en distintos espacios: la iglesia, la calle, el cine, el bar, la sala de baile, la discoteca o el estadio de fútbol. Ahora todo lo que en esos lugares ocurría sucede en casa (hasta se retransmiten misas desde hace mucho tiempo), es gratis y se da en una soledad que puede paliarse mediante la entrada en Facebook para sentirnos protagonistas también en ese día gris, de pura nada, en que se ha convertido el domingo.

No se trata de hacer una alabanza nostálgica al pasado sino de estar advertidos ante la enajenación que, de no controlarlas, hacen posible las nuevas y maravillosas tecnologías electrónicas. Una enajenación que ya es claramente observable, incluso en los mismísimos hospitales, en los que el ordenador – móvil se ha hecho nuclear, a la vez que un enfermo puede literalmente “perderse” en alguna camilla mientras espera la decisión algorítmica que lo ubique en una cama numerada o lo devuelva a su casa.

Dicen que al amigo de verdad se le reconoce en las ocasiones y se sobreentiende que se trata de ocasiones funestas. Pero sucede más bien que el amigo de verdad existe cuando es acompañante alegre en las buenas contingencias de la vida. Quizá sea a esto a lo que aludía Cicerón cuando se refería al descuido.


jueves, 7 de junio de 2018

LA MIRADA. La contemplación de un árbol.




“Yahveh hizo brotar del suelo toda clase de árboles deleitosos a la vista y buenos para comer, y, en medio del jardín, el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal”. Gen.2,9


La mirada al paisaje puede sosegar el ánimo. A veces alegra, otras consuela. Y quizá los elementos naturales que más contribuyen a centrar las cosas, a sosegar, son los árboles. 


Hay muchos tipos de árboles, pero todos comparten algo que los hace extraordinariamente amables, más allá de su aspecto utilitario, sea por sus frutos o madera para nosotros, o albergue para pájaros.


Un árbol transmite una extraña mezcla de vida y quietud. Está ahí, en donde estaba antes de que naciéramos y en donde seguirá después de que nos hayamos muerto. Esa quietud es, sin embargo, sólo aparente, porque la vida no conoce la estabilidad de las piedras. 


Un árbol crece, madura, envejece, muere. En el sur de Italia se ha estimado la edad de un árbol en más de mil doscientos años. Parece que algunos ejemplares de Sequoia sempervirens vivían ya en los tiempos en que el Mediterráneo, lejano a ellos, era un lago romano.


Cualquier árbol nos remite a la calma porque sugiere que el tiempo no existe, algo que, por otra parte, parece ser cierto al nivel más básico de contemplación del mundo. Esa permanencia relativiza cualquier prisa humana. 


Pero la quietud es sólo aparente. En todo ese bello organismo se da un proceso mágico, que es paradójicamente más misterioso cuanto mejor se comprende. Sus hojas verdes, duraderas o caducas, están llenas de cloroplastos, en donde fotones procedentes de luz solar de baja entropía son captados de modo que proporcionen energía libre para romper agua y producir moléculas de vida. El segundo principio será respetado pero, en esa cadena de síntesis molecular el aumento de entropía del universo se hará compatible con el complejo orden de la vida en este planeta, incluyendo la nuestra. Muchos otros seres vivos pueden llevar a cabo ese extraordinario proceso de la fotosíntesis y algunos servirán de alimentos en la cadena trófica que llegará a nosotros y más allá. Pero un árbol muestra en sí mismo la pura transformación de energía solar en vida admirable, porque es imposible resistir la percepción estética que un ser vivo tan alto, tan longevo, tan bello, produce a la contemplación liberada. No es extraño que tantos pintores y de tan diversas tendencias hayan pintado árboles.


El árbol de la vida se incrusta en las grandes creencias mítico-religiosas. Es el axis mundi,  el Yggdrasil, el árbol sefirótico, el árbol de la cruz. 


Transformando luz, un árbol da a la vez sombra y cobijo. Bajo el árbol de Bodhi, Siddhartha Gautama resistió la ferza demoníaca de Mara y alcanzó la iluminación. Sin luz, en una noche, unos olivos acompañaron la oración angustiosa de Jesús.


Parece que no podríamos vivir sin árboles y no sólo por su implicación en lo que sustenta nuestra biología, sino porque el árbol es símbolo nuclear para seres simbólicos. Mirando a un árbol y siendo con él aquí y ahora nos situamos propiamente en la vida, ralentizando su rápido flujo en una perspectiva de instante eterno.

martes, 29 de mayo de 2018

La contingencia, campo de libertad.




Potuit, decuit, ergo fecit (Duns Scotto)

El determinismo laplaciano se quebró hace tiempo.


La mecánica newtoniana puede predecir muy bien el comportamiento de dos cuerpos; cuando se trata de tres, la cosa se complica. Aun habiendo determinismo, hay sistemas muy simples en los que éste dará resultados muy diferentes asociados a ligerísimas variaciones en las condiciones iniciales; se trata del caos determinista. A veces no es fácil diferenciar un comportamiento caótico que resulta de pocas variables, de la aleatoriedad inherente al concurso de muchas.


Y con la mecánica cuántica nos encontramos con una curiosa “mezcla”. La ecuación de onda es determinista, pero eso no nos dice mucho porque el resultado de una medida es probabilístico y, si afinamos en una variable, perdemos certidumbre sobre otra relacionada con ella. 


No es preciso acudir a la mecánica cuántica para considerar el valor de lo contingente en nuestra biología y también en nuestra biografía.


Siempre habrá tentaciones nostálgicas que hagan aspirar al saber laplaciano, pero el determinismo al que nos podemos enfrentar es más bien negativo (restringe las posibilidades a un cuadro de legalidad física) más que positivo y eso es especialmente claro en el ámbito de la vida.


La teoría darwiniana de la selección natural explica, con el complemento del avance en Genética, la evolución de las especies. Sigue siendo válida a todas las escalas de contemplación de la vida, aunque sea complementada por valiosos restos lamarckianos que resurgen en el modo epigenético. Lo es para los cuerpos y dentro de los cuerpos. Nuestra respuesta inmune no es instruida, sino seleccionada. Nuestros linfocitos generan anticuerpos al azar y la presencia de un antígeno concreto facilitará la maduración y “perfeccionamiento” de los que crean anticuerpos contra él. Un cáncer supone también un extraordinario ejemplo de evolución darwiniana. No hay finalidad en el mundo biológico, aunque se insista heurísticamente en que la selección actúa “para”. En absoluto. Cuanto más agresivo sea un cáncer, antes acabará con la vida de su huésped y… consigo mismo. No hay “para” que valga. ¿O quizá sí? 


Las relaciones de causalidad biológicas son cada vez más difíciles de diferenciar de meros correlatos observacionales, lo que permite la exageración tantas veces vista en la perspectiva preventivista actual basada en atacar marcadores en vez de causas reales de enfermedad.


¿Por qué estamos aquí? Es una pregunta que puede formularse desde distintos ámbitos y responderse mejor o peor desde ellos. Gould se refería a una ramita de la evolución para situar nuestra especie. ¿Y si no hubiera habido la extinción de los dinosaurios? Quizá, en caso de no haber caído ese meteorito, no estaría nadie que hablara para contarlo o quizá sí pero de otro modo. No es factible más que una historia, la habida.


Esa contingencia, restringida por la legalidad física, es la que ha jugado con las fuerzas de la vida. Y sigue haciéndolo a todas las escalas. Desde nacer más o menos sanos hasta la elección de trabajo o pareja, el azar juega su papel.


Varias películas (“Babel”, “Crash”, etc.) han realzado el valor de lo inesperado, de lo contingente.


Hay algo extraordinariamente valioso en la contingencia; es el campo de nuestra libertad. Es cierto que, a veces, lo limita absolutamente; un choque frontal entre vehículos puede producir muertos; se acabó entonces la libertad con la vida misma. También la enfermedad es fruto de la contingencia; nos contagiamos con una cepa microbiana, dos cromosomas 21 no se separan y surge un síndrome de Down, se mutan nuestras células y aparece un cáncer, se rompe un vaso y acaece una hemorragia cerebral, etc., etc. No es raro que en el sorteo navideño se hable del día de la salud: se es afortunado si hay salud aunque no haya tocado nada. En realidad, a esa afirmación subyace la impresión de que son más probables las malas contingencias que las buenas, siendo mucho más frecuente que sobrevenga una enfermedad que seamos agraciados con un sorteo millonario. Esa impresión de maldad asociada a lo contingente ha dado lugar a otra expresión habitual, carente de rigor estadístico, “las desgracias nunca vienen solas”.


Pero, alguna vez, de repente, lo bueno sucede. Lo hemos visto ayer. Alguien que habrá venido en alguna patera, que habrá conseguido llegar a Francia malamente, consigue también trepar por la fachada de una casa y evita que un niño caiga al vacío desde un cuarto piso. ¿Y si no hubiera nacido en Mali? ¿Y si no se hubiera jugado la vida para llegar a Francia? ¿Y si…? ¿Y si…? Entre tantas preguntas inútiles, hay una, un “y si..” que muestra la gran posibilidad, la que resulta de la libertad a la que reta la contingencia, en este caso, la de encontrarse con un niño a punto de caer de un cuarto piso.


Había más gente mirando. Un hombre sin patria no lo piensa y simplemente actúa. Ha hecho uso de una elección con la que se jugó, quizá una vez más entre otras muchas, su vida, descartando la opción que sería comprensible de ir a ver un partido de fútbol. Tomó la gran, la ejemplar, decisión ética, la amorosa. Esa a la que se refirió Jesús y que tan mal, tan sensibleramente se suele interpretar: se jugó el tipo por otra persona, por un niño de un país en el que tantos supremacistas verían bien que no hubiera negros.


¿Por qué lo hizo? Duns Scoto dijo aquello de “pudo, quiso, luego lo hizo” para referirse nada menos que a Dios como base teológica del dogma de la inmaculada concepción de María. Ayer parece que uno de los ángeles de Dios tomó la forma de un hombre, inmigrante de Mali en Francia, que realizó el sueño de cualquier niño que imagina a un Spiderman salvador. Como en la expresión de Scoto, pudo hacerlo, aunque no tenía la garantía a priori de tal posibilidad. Pero, sobre todo, quiso, decidió hacerlo, eligiendo un riesgo letal frente a la posibilidad más "comprensible" de ir, como pensaba, a ver el partido de fútbol.


Un acto así, heroico, nos reconforta porque remite a lo bueno humano, a la capacidad que todos tenemos de amar y a la posibilidad, si la situación lo requiere, de ser capaz de jugarse la vida por amor. Siempre nos confrontamos con la libertad y la responsabilidad. La opción ética no siempre será espectacular, pero siempre será posible asumirla. Siempre será factible ser radicalmente humanos en el aspecto bueno, desinteresado, amoroso. Ejemplos como el de Mamoudu Gassama nos sitúan ante el espejo esencial.

martes, 22 de mayo de 2018

Ver


Ver. Para muchos, quizá la mayoría, la visión es el sentido más importante. ¿Con qué puede compararse la visión de un paisaje, de un hijo recién nacido, de un libro, de una película, del mundo y de los otros en general?

Ante la visión, desaparece la creencia por no ser necesaria. Se ve algo y se hace evidente, aunque haya ocasiones en que se dan ilusiones ópticas, de las que viven los magos.

No extraña que uno de los principales temores humanos resida en perder la vista. La ceguera es imaginada por quien ve como algo terrible.

De modo muy simple, podemos decir que vemos con el cerebro mediante la retina, a la que le llegan imágenes externas mediante un elaborado sistema de lentes orgánicas. La retina está constituida por varias capas, siendo una de ellas la que contiene los fotorreceptores, que traducen en señales nerviosas los estímulos que reciben en forma de fotones en una banda relativamente estrecha de longitudes de onda. La estructura de nuestro ojo es una maravilla, aunque parezca que Dios o la Naturaleza la hayan diseñado, como apuntaba el biólogo evolutivo George C Williams, de un modo estúpido, ya que mira hacia atrás, teniendo la luz que atravesar una máscara de neuronas y capilares para llegar a los fotorreceptores. Además, no toda la retina “ve” igual, siendo especialmente sensible una pequeña región de ella, la mácula.

El láser supuso una gran herramienta para los oftalmólogos pero no hay ahora mismo muchas posibilidades para mejorar o restaurar la visión si la retina es seriamente dañada. Hay mutaciones genéticas que son responsables de una variedad de retinopatías que conducen muy pronto a la ceguera. La retinosis pigmentaria sería un ejemplo. En otros casos, una enfermedad sistémica subyacente, como la diabetes, va lesionando los vasos retinianos conduciendo a una ceguera parcial o total. También, por razones poco claras, hay personas que desarrollan con los años una forma temible de ceguera, la asociada a la degeneración de la parte más importante de la retina, la mácula. Se trata de la degeneración macular asociada a la edad, en sus dos formas, la seca, asociada a la atrofia celular, y la húmeda, en la que se da una neoformación vascular con exudados.

Hasta ahora, la ceguera por lesión retiniana era considerada definitiva, irreversible. De ahí la insistencia de los médicos y especialmente de los oftalmólogos en lo que tiene que ver con la prevención en el caso de la diabetes, del glaucoma, etc. Pero nuestros tiempos, tristes en tantas cosas, ofrecen también esperanzas realistas que generan optimismo. Se usaron anticuerpos monoclonales. Se vislumbra ya la posibilidad de que todas las lesiones retinianas puedan ser susceptibles de una mejor prevención o, si llega el caso, puedan ser curadas. Aunque esa curación no sea inminente, hay grandes líneas de aproximación que tienen en cuenta las distintas causas del problema. Así, conociéndose genes relacionados con la diferenciación retiniana, se trata de corregir mutaciones en ellos gracias a la terapia génica. Hace ya décadas que la terapia génica fue vista como una gran alternativa para multitud de situaciones, pero, lamentablemente, los problemas inherentes a la vehiculización de los genes normales, como adenovirus, se acompañaron de efectos muy negativos, incluyendo la muerte de una persona en un ensayo clínico, lo que ralentizó este tipo de aproximaciones. Ha sido muy recientemente que la FDA aprobó un tratamiento (Lexturna) dirigido a corregir una mutación responsable de la amaurosis congénita de Leber, una forma de ceguera infantil.

Cuando las neuronas están ya dañadas puede intentar restaurarse la visión induciendo la expresión de moléculas fotorreceptoras en el epitelio retiniano. Es la aproximación optogenética del grupo de Zhuo-Hua Pan.


En los casos de degeneración macular, otras opciones parecen factibles y se basan en la medicina regenerativa. Así, el grupo de Kashani desarrolló un implante retiniano derivado de células madre embrionarias creciendo sobre un substrato sintético. En ensayo clínico el implante mostró ser seguro y bien tolerado y los resultados preliminares sugieren la utilidad de esta aproximación en la degeneración macular llamada “seca”, es decir, la no dependiente de neovascularización. Para este último caso también son prometedores los resultados de un ensayo clínico con implantes derivados de células madre embrionarias.

Son conocidos los debates que suscita el uso de células madres embrionarias. Una alternativa es la utilizada por el grupo de Masayo Takahashi quienes obtuvieron el implante a partir de fibroblastos de piel de donantes sanos transformados en células puripotentes (IPS) y diferenciados a un epitelio retiniano.

No es oro todo lo que reluce en el ámbito de la Medicina Regenerativa y se ha alertado contra un uso inadecuado de células madre. Pero estamos en un terreno prometedor.

También son interesantes las aproximaciones basadas en el uso de retinas artificiales, como el proyecto Argus II o el Alpha IMS.


Hay algo interesante en este ámbito de la tecno-ciencia aplicada a la Medicina. Ocurre que la exploración de la retina requiere a su vez la mirada por otra retina, la del oftalmólogo. La consulta periódica al oftalmólogo es importante para detectar con prontitud daños retinianos como los que se asocian a la diabetes tipo II, que alcanza dimensiones epidémicas. Ahora bien, no todos los países tienen oftalmólogos suficientes. Se estima que en la India hay uno por cuatro mil diabéticos tipo II. Y, en esos casos, cuando no hay la mirada de un oftalmólogo, ésta podría sustituirse por la de un sistema de inteligencia artificial, que analizará una imagen fotográfica del fondo de ojo con una capacidad de detectar la retinopatía diabética (evaluada mediante curvas ROC) similar a la de oftalmólogos.

A la vez que estamos ante la posibilidad milagrosa de la Ciencia aplicada a la Medicina, nos enfrentamos al gravísimo problema del acceso diferencial a esas novedades. Según la OMS, el tracoma (causado por la Clamydia thracomatis) , una causa de ceguera tratable con antibióticos que tenemos aquí en cualquier farmacia, “constituye un problema de salud pública en 42 países y es la causa de la ceguera o la incapacidad visual de 1,9 millones de personas. Hay casi 182 millones de personas que viven en zonas donde el tracoma es endémico y que están en riesgo de padecer ceguera por esta causa”. En 1996 la OMS se propuso la eliminación mundial del tracoma para 2020.

La azitromicina parece más milagrosa aun que las grandes proezas técnicas anteriormente mencionadas. No sólo como tratamiento del tracoma. Se ha publicado recientemente en el New England Journal of Medicine que, administrada de forma masiva, redujo también la mortalidad infantil en el África sub-sahariana.

La Medicina va de la mano de la Ciencia, pero precisa además una concepción ética y una planificación en la distribución de sus bondades. A día de hoy, a la vez que hay personas del primer mundo que quizá puedan beneficiarse de los grandes avances en curso, hay niños que se quedan ciegos en países subdesarrollados por no disponer de azitromicina. El progreso de la Medicina debe considerarse a escala mundial y la correcta y humanitaria planificación y distribución de recursos supone esa visión global de la que ya no se puede prescindir.

Se dice que no hay peor ciego que el que no quiere ver. Pues bien, parece que no hay peor ceguera que la social, que la política, que no quiere ver que la atención médica debe aspirar a ser planetaria y no restringirse a las grandes innovaciones para un sector privilegiado del mundo.