lunes, 21 de diciembre de 2020

Navidad, a pesar de todo.


 


 

“Y dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre porque no tenían sitio en el alojamiento” (Lc. 2,7).

 

Y, de nuevo, surge la conmemoración de un inicio. El origen del tiempo para el cristianismo renace. Vuelve a ser Navidad. Chronos se detiene y Aión se muestra. 

 

El mito retorna. Los teólogos nos remiten a Nazareth y a la ignorancia sobre el nacimiento de Jesús, pero la vieja intuición profética y el mito del nacimiento heroico nos hablan de Belén. La Geografía se hace simbólica. La unión de contrarios, de Osiris y Seth, reverbera en la presencia no teológica ni histórica, pero sí emotiva, simbólica, de la acogida, por el buey y el asno, del niño que encarna el Amor. Es la Naturaleza la que calienta y resuena con el alma del mundo. No sorprende que ese contexto mítico, de algún evangelio apócrifo, fuera plasmado por San Francisco, que no entendía de teologías pero que tenía como hermanos al sol, al agua, a los peces y a la misma muerte. 

 

Ya nos lo dijo el gran François Cheng, “l’esprit raisonne, l’âme résonne”. Es el alma la que puede dejarse penetrar por lo esencial. Es el alma la que no entendió de fronteras entre combatientes en la Navidad de 1914. Es el alma la que puede centrarnos en estos momentos de desamparo, recordándonos que somos pues existimos. Y que, si existimos, podemos llegar a Ser. 

 

Lo intelectual cede ante la reiteración amorosa del rito que conmemora la aparición del Ser en el Universo, el amanecer de la vida y el fin de la muerte. A pesar del absurdo y contra toda ausencia aparente de esperanza. A pesar del horror, la vida no sólo sigue, se eterniza. 

 

Vivimos ya el solsticio anunciador, incluso con conjunción planetaria aquí y ahora, este año, realzando el contraste entre la perspectiva de futuro y el sufrimiento de tantas y tantas personas golpeadas brutalmente en un pasado reciente, incluso ahora mismo. El sol renace para retomar su carrera hacia el norte. La vida humana permanece, aunque sea asediada por la dinámica evolutiva de la que emergió. Un “sencillo” virus ha llenado, con su extraordinaria complejidad, de luto y soledad el corazón de muchos, demasiados. 

 

Es ese virus el que, paradójicamente, nos recuerda nuestra situación en el mundo, que es de soledad a veces insoportable. Y así, la celebración de la vida debe proseguir a pesar del dolor que impone la muerte, y este año el criterio de sensatez obliga a recogerse en casa y pensar en la de otros que ni siquiera eso tienen, un lugar, para ayudarlos, recordando esa expresión talmúdica de la creencia judía de la que bebió Jesús, que nos dice que quien salva una vida salva el mundo. A eso somos requeridos esta Navidad. A salvarnos salvando a otros, haciendo poco pero necesario, a sentir en algún momento la frialdad de la soledad cósmica, y a atemperarnos de ella gracias al aliento que nos hunde en lo animal, en el alma del mundo hecha physis, en la physis animada. 

 

Aturdidos por la necesidad imperiosa de un confinamiento hogareño, de pocos, de uno solo quizá, el texto que encabeza esta entrada nos remite a lo que, paradójicamente, fundamenta mítica y místicamente la Navidad, la soledad del núcleo familiar, la soledad absoluta y concreta en que lo divino, el Ser, se manifiesta. 

 

Es un buen momento, como cualquier otro, para recordar el advenimiento del Ser y la posibilidad de percibir ese Misterio que nos requiere. 

 

Con mi deseo de Paz y, si es posible, también de alguna chispa divina, como llamó Schiller a la Alegría, 

 

Feliz Navidad !!


lunes, 14 de diciembre de 2020

El balance biográfico y la métrica del goce.

 


Hubo una época en la que uno podía salvarse o condenarse al fuego eterno en el último momento de su vida. Podía ésta haber sido de santidad y caer, al final, en el pecado de desesperación o en otro cualquiera (mortal, se decía). Y también era factible la reconciliación última para pecadores arrepentidos, cuyos pecados pasados se perdonaban a través de la penitencia, permitiendo que la misericordia divina acogiera esas almas tantas veces impías. 

Ante la necesidad de justicia con ojos humanos, la Iglesia inventó el purgatorio, que era un espacio de purificación en el que la estancia de las “ánimas” incluso podría acortarse si sus cuerpos habían llevado, a pesar de sus correrías, un escapulario, o si se había rezado un número determinado de avemarías cada noche.

Las "artes moriendi" medievales atendían precisamente a ese último momento de la vida, en que el diablo podía tentar a uno con el apego a lo terrenal y facilitar su perdición. Y algo así enriqueció en su momento la hermosa oración del avemaría, como añadido al texto inicial: “Sancta Maria, Mater Dei, ora pro nobis peccatoribus, nunc, et in hora mortis nostrae. Amen”. “Nunc”, pero también, sobre todo, en la hora de nuestra muerte. Ese era el momento clave, aunque no fuera concebido con sentido cronológico. Era el momento del kairós definitivo, en el que uno se jugaba todo.

Pero eso pasó a la historia, incluso en sentido literal. Por un lado, hay ateos que ya no creen ni en Dios, ni en una vida buena o mala tras la muerte. Hay también los que no creen ni dejan de creer, declarándose agnósticos, o los que creen en “energías” y cosas así. Hay quien cree en la ciencia y hay incluso quien no cree sencillamente en nada. Es interesante al respecto la correspondencia entre Umberto Eco y Carlo María Martini (¿"En qué creen los que no creen?"). Por otro lado, el efecto del protestantismo en creyentes cristianos, contagiado al catolicismo, ha hecho que la vida se considere en su conjunto, y no sólo tenga valor al final. Paradójicamente, los que hablaban de la salvación sólo por la fe, invocando la carta paulina a los Romanos, pasaron a fijarse demasiado en las obras, sobre todo las económicas, y tan es así que el capitalismo ha florecido bajo su influencia, según nos mostró Weber. 

¿Quién piensa ahora en la hora de la muerte? Sólo para adelantarla, llegado el momento, invocando eutanasias o algo así. Y generalmente se habla de la hora de los otros, no de la de uno mismo. En tiempos en que la Medicina era pura magia o ni eso, se sabía sin embargo de la llegada de la hermana muerte. La Literatura abunda en expresiones como ésta: “sabiendo que era llegada su hora…”. Eso, recogido por Ariès o Duby, ha quedado como recuerdo histórico. Ahora se desea mejor una muerte no anticipada y, a ser posible, rápida, por sorpresa (un aneurisma que se rompe, por ejemplo, o un infarto masivo), que la anunciada por los síntomas corporales.

Se piensa en la vida. Aunque se sepa que la muerte la cortará tarde o temprano, aunque se crea o se deje de creer en Dios y en el más allá, se piensa como nunca en la vida y en su asociación a la juventud que se desea prolongar a toda costa. En nuestro medio, las arrugas han dejado de ser respetables. Llegó a defenderse con muy escasa fortuna “la muerte de la muerte” como el gran avance médico científico.  Hay gente para todo.

Y es aquí, en nuestro primer mundo y especialmente en situaciones de bienestar social, que la concepción de la vida, ignorando la muerte, se ha modificado de un modo perverso en comparación con tiempos históricos previos. Se ha hecho curricular. En un doble sentido. Uno es lo que hace, lo que produce, sea en un trabajo creativo o no. Ocurre en cualquier empleo. Incluso lo vemos en el terreno de la actividad científica, que se ha hecho equivalente a producción bibliométrica. También en el éxito en ventas de literatos o filósofos, o en la cotización de obras de arte. “Impactos” y sueldos indican éxitos o fracasos.

Pero hay otro baremo más inquietante, que va referido al goce de cada cual. Es cierto que cada uno tiene su estilo, pero eso ya no sirve ante una normativa generalizada de vivir al máximo. Se trata de ser “eficiente” no sólo laboralmente sino también en goces uniformes cualitativamente pero medibles cuantitativamente, lo que implica que haya que leer determinados libros, aunque no gusten, acudir a conciertos, aunque provoquen sueño, viajar mucho, etc. No extraña, por ello, que haya libros - catálogos de ayuda eficacísima en los que se nos orienta sobre mil libros, películas, cosas o viajes que leer, ver o hacer… antes de morir. Mil. Si alguien lee sólo 584 o 973 libros de esos, no llega. Tampoco si se ven 989 películas. Ya no digamos si alguien sólo viaja en su propio país o ni siquiera viaja.

Estamos ante el reto del balance biográfico. 

Hoy uno se salva adecuadamente si pasa a la Wikipedia o si, al menos, ha cumplido con la norma cultural en la que el término “mil”, referido a lo que sea, evoca un nuevo milenarismo. Al menos, se habrá vivido como el dios moderno e inventado manda. Y hay modos de mostrar ese grado de eficiencia. Las fotos instantáneas con los móviles, difundidas en redes sociales, garantizarán que estuvimos en Creta o en la Conchinchina si se siguiera llamando así. También podremos volcar en red la excelente impresión que nos causó leer un libro insoportable pero crucial, de esos de canon moderno, o lo que disfrutamos con una película realizada en “plano-secuencia”. Los "like" recibidos atestiguarán la bendición que antes remitía a los ángeles.

El “dolce far niente” es el grandísimo pecado de hoy. Jóvenes hasta el final, es el imperativo categórico generalizado. De eso se trata, ese es el mandamiento definitivo. Hay quien lo consigue, sin arrugas, con múltiples “plastias”, y con un aval curricular de mil libros leídos, mil películas vistas y mil lugares visitados. Los excelsos llegarán a hablar incluso de otro tipo de mil proezas.

Y, sin embargo, la Naturaleza, en su proceder nada racional, a veces nos sitúa. Últimamente lo está haciendo con un simple virus que, como la lluvia evangélica, no entiende de justos ni pecadores.

Es llamativo que, desterrada la creencia, lo cronológico rige las vidas humanas en términos de eficiencia, como si, al final, se nos fuera a solicitar un balance biográfico-curricular en los ámbitos laboral y gozoso.

 

sábado, 5 de diciembre de 2020

Ser, simplemente. Abrazando la ignorancia.

 


Chronos ya no sirve. No dice nada y eso facilita que podamos decirnos.

Un virus lo ha realzado y paralizado a la vez, provocando una mirada más próxima a lo esencial. Somos en, con, muchos organismos grandes y pequeños, algunos tan aparentemente insignificantes como los virus. Uno de ellos perturba nuestras células, moviliza recursos que antropomórficamente llamamos defensas y que pueden matarnos o salvarnos.

Y nada está dicho. Y todo es sentido, porque lo sentimos y nos encauza.

Y siendo en, nos sentimos fuera de, a pesar de lo único evidente, que somos con, que sencillamente somos. Sólo nos falta lo que estamos obsesionados en resolver, una respuesta al porqué, tal vez porque la pregunta carezca de sentido.

Y esa extraña situación actual, en el tiempo, que la enfermedad y la muerte de tantos realza, una muerte que a nosotros mismos espera, desbarata el mito del progreso y del propio tiempo lineal, y nos deriva a los viejos y sabios mitos, a los que realzan la ignorancia que el logos pretendió superar.

Heidegger dijo que el lenguaje es la casa del Ser, pero pareció precisar el recurso a un modo de lenguaje que no es sólo el habitual, ni siquiera el filosófico, sino el poético. Hölderlin y Oriente en general han resonado en él.

Y se dice que Parménides afirmó que el Ser Es, que parece una tautología, pero que sólo lo parece. Porque, si somos, no podemos dejar de ser. Ni con la muerte. Podemos asumir, como sensato, que negar eso, la gran castración, parece una insensatez y que, de ser realidad, nos condenaría al gran aburrimiento de la inmortalidad. Pero la inmortalidad sólo es concebible en el insoportable seno de Chronos. Frente a la inaceptable inmortalidad, permanece la frescura esperanzada en la eternidad dinámica del Ser.

Y por eso quizá sea mejor callarse, como sugirió Wittgenstein, o sintonizar, en el mejor de los casos, con Eckhart, o con Silesius ("Die Rose ist ohne Warum”). 

Nos hemos alejado de milenios de ignorante sabiduría. Hubo épocas en las que el tiempo era axial, cíclico y no sucesivo, y el lenguaje no utilitario sino sagrado, como significa el término “jeroglífico”. Una sabiduría en la que se asumía como natural que la hija divina era, a la vez, madre del mismo dios generador, que cada día el nacimiento seguía a la muerte.

La gran aporía católica, el absurdo de María como madre de Dios, nos remite a la antigua belleza egipcia, al misterio del sinsentido, porque sólo sin sentido podemos acoger, en ignorancia asombrada, la belleza del Misterio.

Fuera del ciclo, despreciado Aión, dejamos de ser. Jesús trató de convencer al viejo Nicodemo de la necesidad de nacer de nuevo, de otro modo, pero nacer a fin de cuentas. El ciclo posible le fue presentado a un viejo de pensamiento lineal.

Esa es la gran esperanza, la del vaciamiento de todo resto de supuesto saber y el abandono en el reconocimiento de la ignorancia, la que nos entronca con los árboles y los animales, la que nos reduce, en la buena y misteriosa manera, a lo que hemos sido, una simple célula. Una ignorancia que, a la vez, quizá por ello, nos acerca al Ser, divinizándonos por hacernos humanos.

martes, 17 de noviembre de 2020

Noviembre. Tiempos, tristezas y vida

 

"El hombre apartado del horizonte de los arquetipos y de la repetición no puede defenderse de ese terror a la historia sino mediante la idea de Dios"

Mircea Eliade. El mito del eterno retorno.

 

       Comenté en otra entrada que no volvería a referirme a esta pandemia, ya que clamar en el desierto sirve de poco. Pero el paseo por calles solitarias con bares cerrados me induce a desdecirme.

La oscuridad de noviembre no es propicia a alegrías, y menos aun cuando se han apagado tantas luces y sonrisas en la vida cotidiana por unas restricciones que, aunque duras, probablemente debieran serlo más, visto lo visto. En Galicia y otros lugares de España se intenta así, con el cierre de hostelerías y toques de queda, “salvar” la campaña navideña. Esa salvación irá ligada muy probablemente a nuevos rebrotes por encuentros familiares y de amigos en ese tiempo próximo, que tendrán serias implicaciones. Contrariamente a lo que se dice, no se puede “convivir” con este virus. Sólo cabe la opción de eliminarlo, de neutralizarlo, de tratar al máximo de evitar contagios hasta que, con el tiempo, la vacunación sea una realidad y no sólo una promesa. El virus es un agente no intencional, pero, desde una mirada antropomórfica, no estamos ante un enemigo que nos dé a elegir entre la bolsa o la vida; quiere ambas cosas. Y sólo salvando el máximo de vidas y con cobertura social mejor programada de quienes sean afectados por restricciones laborales (subvenciones, ayudas, moratorias, etc.), se podrá evitar una debacle económica inimaginable… por “convivir” con un enemigo letal. 

Quienes hemos sido afortunados, de momento, por no contagiarnos ni contagiar, no podemos evitar, sin embargo, la tristeza cotidiana, que supera ya a la indignación por el modo en que se ha gestionado esto. Es una tristeza que tiene, desde mi punto de vista, dos caras. 

La primera, compasiva, viene dada por saber del horror, de ese brutal exceso demográfico de mortalidad, de la cantidad de gente que, de la noche a la mañana, se ha visto, se ve, en UCIs desbordadas, con un futuro incierto. El individuo estadístico, la ignominiosa “curva”, oculta lo real del uno por uno, del sujeto, de cada muerto, de cada enfermo grave, de cada familia destrozada… Porque sí, porque Dios, que no es humano (lo que no equivale en absoluto a suponer que es inhumano) sigue, a pesar de Einstein, jugando a los dados con el Universo y con la vida que en él se rige por criterios evolutivos ajenos a finalidades. Nos habíamos llegado a creer que este planeta, y otros en el futuro, constituía nuestro hogar y que las demás especies eran útiles o inútiles para nosotros. Y resulta que no, que un virus diezma a la población en cualquier momento.

Se repite algo que ocurrió otras veces en la Historia pero que, por no haberlo vivido, no lo recordamos, aunque sepamos de ello. Sí, hubo pandemias, también guerras mundiales, pero no en nuestro lugar (aunque le llegó con la civil) ni en nuestro tiempo. Las guerras que aún existen no son globales, las tragedias del hambre y de la enfermedad son o fueron de otros, del tercer mundo o de otras épocas. Ahora el horror biológico y el inherente a la depresión económica se instalan en nuestro suelo. Las colas del hambre se alargan de día en día.

Nuestro tiempo era, es, debería ser (ese condicional que tanto se usa para decir que en tantos años habría posibilidad de ir a Marte, de curar el Alzheimer, etc.) de progreso incesante. Y ahora tal sueño se ha ido al traste. 

 La segunda cara de la tristeza en los afortunados proviene de un corte en esa simbiosis mal llevada en esta época cientificista entre el tiempo lineal, de trabajo, de avance, y el tiempo cíclico, de celebración, de uniones y desuniones. Las epidemias y pandemias son inhumanas principalmente por eso, porque el más próximo pasa a ser, por mucho que lo amemos, enemigo letal potencial.

 Y tal corte nos ha entregado directamente a Chronos. El pecado anunciado en el Génesis era un buen símbolo de algo real. Hemos comido el fruto prohibido. Matando a Dios en los corazones y tras desterrar a los viejos dioses, habiendo ensordecido ante el anuncio poético, nos hemos endiosado a nosotros mismos abocándonos a la inmersión en un nuevo mito laicizado, cientificista, el del progreso ilimitado que, por serlo, requiere de una concepción del tiempo lineal.

 Ha de reconocerse que lo evidente nos afianza en esa creencia, porque el tiempo, si existe, algo que es discutible y discutido, algo que no hace tanto perdió su carácter absoluto y también probablemente carezca de continuidad, tiene relación con lo direccional. Hay bases para asumirlo. Son las flechas que lo encauzan, la cosmológica, que nos habla del inicial Big Bang, cuyos efectos son dinámicos y observables; la entrópica, salvable asumiendo un gran orden inicial para que crezca sólo hacia el futuro, y la psicológica, por la que podemos recordar lo que llamamos pasado, pero no el porvenir.

 Y como seres constreñidos a la legalidad física, hemos de vérnoslas con la evidencia de que, en ese tiempo lineal nacemos, vivimos y moriremos, aun cuando haya ideas cientificistas salvíficas delirantes.

 Este año nos hemos quedado sin el tiempo cíclico, por más que se monten árboles navideños en casas y ciudades. Y eso es terrible porque, al margen de creencias, sin esa periodicidad de encuentro, de rito, semanal, estacional… desaparece el tiempo mítico, el del buen retorno de lo mismo. El incremento brutal del paro hace equiparables domingos y lunes. La distancia “social” (¿Qué sociedad puede reconocer ese oxímoron?) impide la reunión ritual. Lo higiénico es la separación y el aislamiento.

 Esa ausencia del tiempo cíclico, que incide también en los ritos de paso (hoy en día es complicado nacer, casarse o incluso morirse dignamente), incluyendo los religiosos (se puede contagiar uno en misa), Chronos nos señala su poder mostrándonos lo más inhumano, la linealidad y uniformidad del tiempo, desde la cual, desterrado el tiempo de vida, el tiempo en que se Es, pasamos a un tiempo de supervivencia. Los que ya tenemos una edad, nos damos cuenta de lo que no pensábamos antes de la pandemia y es eso precisamente, la edad, lo que tendemos a asociar a una pregunta simple, que en condiciones normales no hacíamos ¿Cuánto me quedará de vida? También tendemos a protestar por la “injusticia” de que haya gente joven y sana que puede sucumbir a causa del virus por no llegar a tiempo a la vacuna.

 Esa tristeza de doble cara (o de múltiples facetas) nos hunde, pero, a la vez, nos reclama otra mirada, más allá de periódicos y noticiarios; nos sugiere una cierta catarsis ante los grandes errores de habernos cronometrado, de la pretensión de “aprovechar” el tiempo, de correr a hacer cosas, de ser eficientes, de no envejecer, de sobrevivir cueste lo que cueste. Quién sabe. Quizá, en medio de este panorama inquietante, haya espacios temporales de paréntesis, ocasiones en las que kairós también surge como otras veces, como oportunidad para saber esperar del mejor modo que esto se acabe y seguir haciendo algo propio con nuestras vidas, sin limitarnos a sobrevivir. 

 Algo ganaremos si asumimos que la vida no es mera supervivencia. Somos ahora retados a ello. A la posibilidad de aceptar que la vida, regalo esencial, lo es sólo si es abierta a sí misma, al Ser; si es, por ello, receptiva a los olvidados dioses y posibilidad de abandono desapegado, sereno, en el Gran Misterio.


jueves, 29 de octubre de 2020

De “Cuerpos y almas” y rivalidades cientificistas actuales.

 


 

“El hospital ha matado al médico de familia y nadie saldrá ganando con ello” 

“¡Publicar! ¡Hoy en día es el sueño de todos!” 

Maxence van der Meersch (“Cuerpos y Almas”). 

 

     “Cuerpos y Almas” es una gran novela cuya primera edición tuvo lugar en 1943. Su autor, Van der Meersch, moriría en enero de 1951 a los 43 años a causa de tuberculosis, una enfermedad que es central en la obra. 

     La novela trata de médicos en un ambiente de hospital universitario y muestra con gran maestría cómo los cuerpos y las almas de los médicos de aquella época, que nos parece tan lejana, eran similares a los de los actuales. 

    La pandemia ha amplificado un afán de notoriedad que trasciende al ámbito de un hospital concreto, cosas de la globalización, y conduce a luchas cientificistas, que no científicas, siendo más propias de la doxa que de la episteme. No estamos ante resultados científicos, sino ante la opinión de epidemiólogos reputados frente a la de otros también célebres. Esto lo ha mostrado de un modo breve y brillante Sergio Minué en su excelente blog

    Viendo lo que vemos y leyendo lo que leemos, es difícil sustraerse a la opinión de que la Epidemiología tiene mucho de pseudociencia y que la Medicina Preventiva previene muy poco, incluso en los centros sanitarios. 

    Por las páginas de “Cuerpos y Almas” desfilan personajes que podemos encontrar hoy en cualquier hospital. Se dibujan los brillos conseguidos, el horror de la decadencia, la presencia de los “trepas” (“logreros y aduladores” les llama el autor), las diferencias sociales y su implicación en los cuidados, etc. 

    Y hay un personaje central. Bien situado, podría lograr un magnífico puesto al cabo de unos años cortejando a alguna de las figuras médicas relevantes, como también lo es su padre. Sin embargo, el amor a una mujer pobre y enferma de tuberculosis, muy alejada de su clase social, lo distancia a él del brillo curricular y del acomodo económico. El protagonista decide dejarlo todo para buscarla, casarse con ella y trabajar como “médico de barrio”. 

    Ya Mika Waltari había novelado en “Sinuhé el egipcio” el contraste de una medicina para ricos y otra para pobres en los albores de la Historia. Hasta en esto nuestros tiempos son similares a los de Van der Meersch. La Medicina de Familia no es precisamente una especialidad preferida por quienes van a hacer el MIR. Y, sin embargo, es principalmente a médicos generalistas o a su equivalente en la novela, el “de barrio”, a quienes les es dado realizar del mejor modo ese vieja tarea de curar a veces, paliar con frecuencia y acompañar siempre. 

    El joven médico de la novela trabaja así, como médico “de barrio”. Un amor inicial, de joven apasionado, de dudosa permanencia temporal para su padre, con quien lo enfrenta, se entrelazará con un amor humano generalizado y persistente, con una vocación real que se muestra en la acción posible en un medio pobre e inicialmente poco receptivo. 

    Esa necesidad de ayuda a pacientes en su singularidad, pasará al acto de múltiples maneras, incluyendo la compañía a quien agoniza, facilitándole el calor humano imprescindible para ese tránsito, no visto como fracaso médico, sino como un tiempo en que lo cronológico deja de tener sentido y donde el miedo y la soledad ceden si puede estrecharse una mano solidaria, la de un médico que, al lado, facilitará que incluso en esos momentos sea factible la serenidad y se revele tal vez el propio significado biográfico. 

    La novela es muy extensa, tanto como atractiva su lectura, y cada cual la leerá de un modo distinto. Me consta que ha influido en algún amigo y maestro mío, como Norberto. Yo la leí bastantes años después de ser médico y acabo de releerla hoy. 

    Tiene un fondo universal que permite comprender que su autor no tuviera que ser médico (ejerció la abogacía) para poder escribir algo así, tan hermoso. La novela acaba refiriéndose a Dios, pero es atractiva para creyentes y ateos, porque el Dios que se muestra es inmanente, porque se instala en el corazón humano cuando éste se abre a lo bueno. 

    Personalmente veo en esa novela mucha riqueza y hay algo que destacaría especialmente en ella sobre todo lo demás. Se trata de la heroicidad del protagonista al cumplir su deseo, su actitud ética derivada de un deseo amoroso que acaba siendo su destino.

miércoles, 14 de octubre de 2020

LA NOCHE OSCURA. Cuando la ignorancia sobrecoge.

(Foto tomada de Pixabay)

 

    Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena. (1 Cor.13,1)

Arduo hallarás pasar sobre el agudo filo de la navaja. (Katha Upanishad,3,14)

     

    A veces gradualmente, generalmente con rapidez, sobreviene la oscuridad. El alma queda en suspenso, sobrecogida, sin saber qué hacer. Habrá quien le llame ataque de pánico, habrá quien hable de angustia, de ansiedad generalizada, o de depresión. Parece un síntoma que reclama ser nombrado, encasillado en una enfermedad a tratar.

    En ese estado lamentable, en que la única pregunta es ¿qué me ocurre? no hay nada que decir, ni que decirse. Pero, lo que es peor, no hay nada que escuchar, y esa negación abarca a la lectura. En ningún libro habrá solución, ninguno tendrá interés. La erudición que hayamos conseguido se mostrará crudamente superflua, absurda incluso. El conocimiento, sea de diletante o de especialista, no servirá. Se instala la ignorancia. Se vive el absurdo puro. La noche oscura del alma ha caído y no se sabe cuando se irá.

    Las fuerzas de la vida decaen. El Dios del glorioso Universo se oculta. Nada sirve ya para nada. Afortunadamente, tampoco serviría la muerte. La noche oscura, por tenebrosa que sea, refuerza la aspiración al día, a la vida, viéndola lejana.

    Llegamos a saber así que no sabemos nada, del modo más duro. La ausencia absoluta de sentido es el único sentido percibido y eso resulta insoportable.

    Hoy es factible leer prácticamente lo que se desee. Podemos tener en nuestra propia casa miles de libros en formato físico o electrónico, con cuya lectura en algún momento disfrutamos, libros generalistas, especializados, de historia, de física, filosofía, literatura… Creemos que sabemos y sabremos más cosas. No es cierto. No en el sentido valioso. Ninguno de esos libros sirve ya en lo que se muestra esencial, en sostenernos. Creíamos que habíamos aprendido algo de ellos. No es así. O no del modo imaginado, porque en esa noche el recuerdo de lecturas y supuestos saberes se extingue y no hay la luz de la ilusión o de la necesidad que nos permita abrir un libro, por interesante que nos pareciera un día antes. Y quien dice libros, dice música, películas, paseos, descansos… Nada elimina el desasosiego. Nada.

    ¿Cuánto durará? Hay quien se ha pasado años en la noche oscura, hay quien ha tenido una sucesión de noches más cortas. Se han dado en creyentes y en ateos. Con suerte, desaparece pronto, aunque quizá vuelva.

    No es malo recurrir a fármacos que palíen el sufrimiento del absurdo, pero no servirán para disipar las tinieblas.

    Cuando el soporte divino desaparece, emergen los demonios de algún modo bioquímico; quizá la amígdala cerebral o el locus coeruleus o lo que sea se hayan desmadrado. Pero hay algo más. No somos un cerebro, aunque lo precisemos. Es el alma la que sufre. La gran pérdida de sentido no es tanto amínica como anímica.

    Sólo hay un brutal “avance” posible. La gran ignorancia en que nos hallamos, puro estupor, es la que, paradójicamente, puede abrir las puertas a cierta lucidez, en la que asumir que sólo una cosa es necesaria (Lc.10,42), en la esperanza desesperada de que la encontraremos y aceptaremos. Pasar por una noche así puede bastar, o no, para reconocer que toda erudición es mero ornamento, que la sabiduría alcanzable consiste en reconocer la ignorancia y que lo único que importa es el amor, acogiéndose a él y tratando de brindarlo.


sábado, 12 de septiembre de 2020

ENSEÑAR

 

Imagen tomada de Pixabay

 

“Lo que experimento ahora al jubilarme de la docencia me ha dejado huérfano”. 

George Steiner. "Lecciones de los maestros".

 

Docencia, docere… Nada hay más hermoso en la actividad humana. 

 

La orfandad de Steiner es natural, es aceptable. ¿Cómo no entenderla?

 

Uno es en la medida en que enseña, podríamos decir de modo general. Se es padre cuando se enseña, cuando se educa, porque esa separación entre educación y enseñanza no existe propiamente en el ámbito de lo humano. Hasta el término “información”, incluido ahí, se ha degradado. No somos robots informados, sino humanos dichos.

 

No se trata de transmitir un corpus de saber básico o erudito, no se trata de aferrarse a un canon.

 

No se trata tampoco de entretener a niños depositados en un universo concentracionario que facilite el trabajo de sus padres y que los prepare para la disciplina de la empresa.

 

Enseñar es algo más. Es algo transferencial, como ser médico, pero del mejor modo, pues hablamos de medicina anímica, de “paideia” auténtica.

 

Es lo más excelso de la actividad humana. Un cirujano es bueno si hace excelentes intervenciones, pero se le requiere que enseñe ese saber, que facilite que otros no sólo sean como él, sino que lo superen. Un cirujano es bueno si muestra el valor de la cirugía, si la enseña, si se vuelca en esa transferencia, de tal modo que otros, más jóvenes, más arrogantes de lo que él haya sido, puedan superar al maestro.

 

Lo mismo puede decirse de otros ámbitos, desde el artístico al científico. He conocido a algún discípulo del gran Feynman. No sólo penetraron en él los bellos diagramas, el sentimiento sublime de la legalidad física, sino también algo del maestro, de su modo de percibir la realidad, el misterio que la soporta y supone.

 

Yo tuve pocos maestros, pero excelentes. Bastó con poco, con lo esencial. Mi amigo Norberto me enseñó, casi sin darse cuenta, que la Medicina tenía que ver con la belleza. Mi amigo José me centró al hacer mi trabajo de tesis. Mi amigo Manuel me enseñó lo crucial, escuchando lo irrelevante más que lo que yo pudiera considerar esencial. En realidad, no son tan pocos. Mi amigo Fidel, que sabe de almas, poesía y arte. Mi amigo Gustavo, que me deslumbra con su visión del mundo. Mi amigo Luis, que me remite a la sabiduría de Hölderlin, como si él no fuera ya maestro. Mi amigo Pablo, médico humanista, o Alfonso, que atiende niños y calma incertidumbres.

 

Hay tantos, además de los que afortunadamente viven y están ahí…  Uno se cree autodidacta, pero es enseñado incluso así por muertos. 

 

¿Cuántos no nombrados ahora son en este instante y serán recordados por mí hoy mismo, mañana o más tarde, así, como maestros de vida? Todos los que me regalaron la enseñanza que confiere la amistad. Y también tantos que me regalaron una sonrisa en tiempos de penumbra. No es preciso nombrarlos porque no sería suficiente; son afortunadamente muchos y de algunos ni siquiera sé su nombre. 

 

Ser humano es ser enseñado… hasta por un gatito o por un árbol, ese “axis mundi” referencial, que nos sitúa, que nos enseña de esa coincidencia de opuestos, de lo estático de la permanencia y lo dinámico del crecimiento.

 

Y, por si fuera poco, uno descubre que, creyendo enseñar, ocurre que aprende, que es enseñado. Mi amigo Tomás me enseñó, desde su juventud, más de lo que yo pudiera aportarle desde mi supuesto saber, tan pobre, tan de viejo.

 

Y esos que tanto tiempo consideré (y considero, seamos serios) mis enemigos, porque así se han manifestado, me han enseñado también, primero que no son propiamente tales, porque sencillamente no existen en esa categoría más que como constructo de cada cual. Y me han mostrado que el mundo es así, con sus miserias, que todos compartimos en mayor o menor grado, algo que también es de agradecer. 

 

Al final, lo importante no será lo que hemos aprendido, sino lo que hemos podido enseñar, de verdad, del modo más amoroso, porque se trata de trasladar, de compartir, la experiencia de la belleza del mundo, el sentido del sinsentido, esa aproximación singular al Gran Misterio.

 

Coartar la posibilidad de enseñar, cohibirla bajo una pretensión de orden, es brutal. Lo sé bien, por experiencia. Y, por serlo, es casi imperdonable. El mismísimo Jesús, el gran maestro, se refería a que más les valdría a quienes desvían de la enseñanza, que se les colgase una piedra de molino y que fueran así arrojados al mar (Mt. 18,5-7).

 

Decía San Juan de la Cruz que, al atardecer, se nos juzgará en el amor. No es poco. Y nosotros mismos seremos nuestros jueces. Será entonces, quizá, cuando uno se pregunte, y yo, ¿Qué enseñé a quién? ¿Valió la pena? Cabe la espera en la benevolencia de ese Amor que impregna los átomos del glorioso universo.

 

Aunque sólo unos pocos han sido nombrados, vaya esta entrada dedicada a todos mis amigos, afortunadamente muchos, algunos incluso desconocidos para mí.


martes, 25 de agosto de 2020

Resurrección



 

And Death Shall Have no Dominion”

Dylan Thomas

    La vida la da Dios. 

 

    Se ha dicho eso muchas veces, diciendo todo, no diciendo nada. 

 

    Referirse a Dios supone que uno es “creyente”, pero ese término, degradado, no dice propiamente nada, ni de Dios, reducido a imposible objeto de creencia como conjunto de postulados históricamente formulados, ni de uno mismo, pretendidamente sujeto libre de creer o no en lo que no ve, siendo así que uno sólo puede atreverse a creer lo que ve más claramente, aunque sea en penumbra. 

 

    Referirse a la vida supone que sabemos de lo que hablamos si decimos que vivimos, pero eso es imposible porque entramos en el propio misterio de ser aquí y ahora, sin “porqué”, como la rosa de Angelus Silesius. No vivimos si pensamos la vida.

 

    Referirse a la muerte sólo puede hacerse en tercera persona. Y no morimos porque otros mueran. En la práctica, si pensamos en la muerte, morimos algo y, si pensamos en la vida, dejamos de vivir también algo. 

 

    En la vida y en la muerte somos de Dios, decía San Pablo en una carta a los romanos. Somos en, de y con el Misterio.  

 

    Tal parece que nuestra alma sólo puede reconocerse en vida estando animalizada, encarnada. ¿Quién sabe? Quizá se sepa, sin saberlo, mejor viviente un caballo al galope que nosotros mirando el reloj y haciendo cosas o cansándonos de reflexionar y de pensar lo impensable. 

 

    Y, por eso, una imaginada y a veces esperada resurrección ha de suponer lo corpóreo, lo reanimado de un modo que no sería menos misterioso que la animación inicial de lo que, desde una célula, se hará organismo humano y sujeto, singular, único en todo el tiempo cósmico. Y, por eso, una imaginada y quizá esperada resurrección es ajena a la insoportablemente aburrida y absurda inmortalidad. 

 

    Es posible que bastante tengamos con vivir lo cotidiano y, cuando toque, morirnos. Morirnos si podemos, porque no es lo mismo morirse viviendo ese proceso que morirse a secas. Y eso hemos de reconocerlo. Hemos perdido en buena medida el saber morir, en un contexto neomecanicista vigoroso, en lo que se va muriendo es el cuerpo-máquina en simbiosis con el soporte-máquina, a no ser que lo en otros tiempos temido, la muerte súbita, nos evite esos incordios. 

 

    Pero la vida es demasiado misteriosa para aceptar sin más ni más la Nada al final, la aniquilación absoluta, la muerte como gran castración.   

 

    El misterio de lo más corriente, de lo más cotidiano, reside en lo más infantil. Huizinga se refería al Homo ludens. En cierto modo, somos humanos sólo si jugamos, si reconocemos el juego de la propia vida en nosotros. Y ese juego, por intemporal, aunque en el tiempo se dé, remite a lo eterno de los instantes humanos, algo bien distinto a la pretensión de una imaginada inmortalidad, porque la muerte, que es de cuerpos… no tendrá el señorío, como poéticamente afirmaban Dylan Thomas o Quevedo. 

 

    Y mientras, en ese tiempo corto o largo, siempre según se mire, podremos hacer algo con eso en lo que ni siquiera hay que pensar, con la vida, con el alma que la hace vibrar y sonreír.


miércoles, 5 de agosto de 2020

EN PANDEMIA. ¿Qué podemos aprender?



(Imagen de Pixabay)

 Siempre resuenan las viejas preguntas kantianas. Entre ellas, “¿qué puedo saber?” La respuesta honesta se da en términos negativos. Podemos llegar a cernir, a acotar, aquello de lo que no podemos hablar, siendo entonces, como sugería Wittgenstein, mejor callarse.


Esa ignorancia esencial no sólo es filosófica, pudiendo devanarnos los sesos inútilmente reflexionando sobre por qué hay algo y no más bien nada y sabiendo que no podemos saber que Dios exista, por ejemplo. Es también de índole científica y se incrusta en lo aparentemente más sólido; la incompletitud de Gödel desbarató el sueño axiomático de Hilbert, y las relaciones de incertidumbre de Heisenberg mostraron unos límites en la precisión al hablar simultáneamente de variables canónicamente conjugadas, es decir, cuyo producto tuviera unidades de acción, como la constante de Planck; por ejemplo, el producto de la energía por el tiempo, o de la posición por el momento. La Física Clásica, que podemos dar por finalizada en 1900, no era tampoco completa.


Pero entre ambos extremos, el de la física de lo más elemental y la pregunta filosófica más general, cabe el planteamiento relacionado con qué podemos saber sobre el mundo y nosotros en él. El saber es algo colectivo y, a la vez, individual. También tiene algo de contingente.


Preguntarse, opinar, llegar en el mejor de los casos al logro de una evidencia, se relaciona con la circunstancia histórica. Conocemos más que lo que conocían los griegos, pero eso puede referirse sólo a una acumulación, incluso enciclopédica si se pretende, de datos. Un científico actual sabe más cosas que Newton y ya no digamos que Aristóteles, pero es dudoso que sea más sabio. La sabiduría, eso inalcanzable que ama la filosofía, no es cuantificable, medible. Ni siquiera definible.


Por otra parte, la pregunta puede incidir más o menos en el aspecto pragmático que en el teórico, ser planteada por muchos, ser crucial en algunos aspectos o suponer la banalidad de un divertimento .


Aquí y ahora, en este año en que vivimos, la muerte de tantos por una causa novedosa, una pandemia concreta, induce a que nos preguntemos si podemos aprender algo de eso, más allá de reconocer el poder que lo azaroso tiene en nuestras vidas y de saber qué hacer en aspectos muy concretos de la existencia (cómo protegernos mejor, cómo llevar la vida en medio de algo global en lo que no hubiéramos pensado como colectivo hace solo unos cuantos meses, etc.).


En rigor, podría postularse que no aprenderemos nada. Otras catástrofes, naturales o humanas, dan cuenta de que la Historia no se aprende, sólo se repite. Tras el horror de la Primera Guerra Mundial, vino el de la Segunda, pocos años después, con muchas personas que participaron en ambos conflictos. Es sólo un ejemplo entre muchos, demasiados.


No es éste el medio para hacer un análisis riguroso sobre lo que podemos aprender de algo tan terrible como la invasión de los cuerpos por un virus que parece altamente contagioso (especialmente porque puede serlo sin haber mostrado su presencia con síntomas o signos en los cuerpos habitados) y con una tasa de letalidad que no es precisamente menor. Pero sí puede ser lugar para suscitar alguna reflexión sobre lo que está pasando. Y es por ello que me permito expresar mi opinión al respecto, exponiendo sólo algunas cosas que creo que podemos aprender. Son las siguientes.


LA FRAGILIDAD. La de cada cual, no sólo ante accidentes humanos o naturales, sino ante un cambio ecológico aparentemente menor, como lo supone que un virus desarrolle de repente un tropismo, una afinidad, por tejidos y órganos humanos. Eso, tan olvidado y que ha sucedido en más ocasiones en nuestra Historia, ocurre ahora y puede repetirse. A pesar de los avances médicos, la variabilidad nosológica potencial no es predecible.


EL FRACASO DE LA PREVENCIÓN. La Medicina ha pasado de lo que llegó en tiempos a ser, empíricamente preventiva, usando desde medidas higiénicas a acciones de vacunación, pasando por cambios de aires o de aguas, para hacerse curativa o paliativa. Con esa finalidad, la investigación se centra en que, en los países que puedan sostenerla, la gente viva más y mejor, gracias a sus sistemas sanitarios y la preparación de quienes en ellos trabajan, pero ya no contempla las posibles catástrofes epidemiológicas. El coronavirus ha encontrado nuestros sistemas sanitarios con antibióticos, antirretrovirales y, sobre todo, UCIs y personal sanitario preparado y valioso, pero sin mascarillas ni equipos suficientes de protección personal. Esta pandemia ha mostrado el gran fracaso de la Epidemiología y Medicina Preventiva, tanto en términos “macro” de asesoramiento a la decisión política, como en los “micro” de toma de decisiones en geriátricos, centros educativos, hospitales, supermercados, etc.

Colateralmente, algo beneficioso puede ocurrir y es que, en el futuro, aun cuando ya no exista el riesgo de este coronavirus, seamos más higiénicos, lavándonos más las manos. Algo tan simple como tan olvidado puede literalmente salvar vidas de ser infectadas por microbios de cualquier tipo.


EL VIGOR DE LA PSEUDOCIENCIA. La insensatez conspiranoica campa a sus anchas, no siendo pocas las personas que creen que la causa de la pandemia no es vírica y haciendo viral en cambio la creencia en que todos los males asociados se deben a la conjunción de la maldad de la industria farmacéutica, el desarrollo 5G y el afán de poderosos por vacunarnos, "chipeándonos" de paso para tenernos dominados. No es tan sorprendente esta visión desde el momento en que también hay gente que cree en la tierra plana, así, en sentido literal, siendo afortunados los que no estemos en esos límites fronterizos traspasados los cuales nos “caeríamos” a saber dónde.


EL FRACASO CIENTIFICISTA. Científicamente, es tan importante estudiar hígados como líquenes o los satélites jovianos, porque la ciencia, no la influencia en ella del contexto político o económico, sólo responde a la curiosidad. Es cierto que podemos diferenciar entre una ciencia básica y otra aplicada, pero la distinción acaba siendo incorrecta porque, en general, se obtienen más aplicaciones técnicas de lo que consideramos “básico” que de proyectos dedicados a fines (nuestra tecnología actual de telecomunicaciones y de diagnóstico médico sería inconcebible si no se hubiera desarrollado algo tan “teórico”, tan fundamental, como la mecánica cuántica).

Todo es digno de estudio en nuestro mundo. Y, si los líquenes suponen muy pocos fondos de investigación, los destinados a virus tampoco han sido especialmente abundantes. Sí se han usado como material “reactivo”, y los “fagos” han tenido un gran papel en el desarrollo inicial de la Biología Molecular. Pero los virus que afectan a animales o plantas parecen no importarnos especialmente, con excepciones históricas (mosaico del tabaco, sarcoma de Roux y algún ejemplo más). Siempre es a toro pasado que los vemos como problemáticos. El coronavirus no centró a muchos científicos… hasta ahora, después de habernos producido un gran quebranto en vidas y dinero.

El cientificismo venera a la ciencia a la vez que la reduce a lo meramente utilitario. La investigación científica que se financia tiene, en general y especialmente en el orden biológico, una visión miope, a corto plazo. La que se premia tiene miras curriculares bibliométricas. Por eso no extraña que precisamente los países con un mayor desarrollo científico, como los EEUU y muchos europeos (incluido el nuestro), hayan reaccionado tan mal y tardíamente ante la pandemia. Una pandemia posible en el futuro nunca será un problema ni un virus interesante. Gran parte de una investigación científica potencial muy interesante se hace imposible por criterios basados en "líneas productivas" y que evitan una investigación que sea claramente libre.

Frente a esa óptica de ciencia rápida y utilitaria, de que todo es científico o simplemente no es, la ciencia auténtica acabará respondiendo, con el tiempo necesario, y en eso confiamos, casi religiosamente. Pensamos que habrá vacuna en el caso de la Covid-19, aunque no la llegó a haber en el caso de virus distintos como el VHC o el VIH. Si algo bueno tiene esta triste pandemia es serlo, porque ello, su globalidad, facilita una carrera auténtica para la consecución de una vacuna eficaz y segura.

Pero todo lo que se hace va un tanto contaminado con el modo competitivo de hacer ciencia. Si hasta hace poco se publicaba abundantemente sobre genes del TDAH, de la hipertensión o la obesidad, ahora se hace sobre el coronavirus y sobre las variantes humanas de sensibilidad a él, con una producción bibliométrica ingente en la que se mezclan trabajos revisados por pares y “pre-prints”, lo que dificulta, más que facilita, los planteamientos sosegados que la ciencia requiere.


EL ERROR DE LA CONCEPCIÓN DE INDIVIDUO BIOLÓGICO. El virus nos ha recordado, aunque no queramos saberlo, que somos uno con todos los seres vivos grandes y pequeños del planeta, incluso con esos tan “simples” que llevan a la discusión de si están vivos y muertos. Claro que están vivos. Nosotros, desde la perspectiva de un imaginario coronavirus consciente, seríamos sólo su medio de cultivo. Hasta que, como en tantos otros casos, su genoma se integre incluso en el nuestro, o se vaya y nos deje en paz. El término “individuo” carece de sentido profundo a todas las escalas, desde la celular hasta la de cuerpo separado. De hecho, ya tenemos más genes de origen vírico en nuestros cromosomas que exones para proteínas “propias”. Paradójicamente, tenemos la opción de la libertad asumible, la de pasar de la concepción de individuos biológicos a la de sujetos, algo que evoca lo singular e irrepetible. Pero esa subjetividad no puede despreciar sus raíces biológicas, las que nos hacen a todos partícipes de un continuum vital


LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS CABALGAN JUNTOS. Uno de ellos es el hambre. Esta pandemia no solo tiene efectos en la macroeconomía global. Amplificará, ya lo está haciendo, la peor diversidad humana, la implícita a las diferencias socioeconómicas entre personas y países, conduciendo a muchos a una morbi-mortalidad por pobreza, en la que la falta de recursos, incluyendo el hambre en sentido literal, quiebre muchas vidas.


EL AISLAMIENTO. Se ha jugado en exceso con la fantasía de la bondad humana. Se dijo mucho tiempo (en proporción al que llevamos inmersos en esto) que “cuando esto pase, que pasará…” pues eso, vendría todo lo bueno de siempre, besos abrazos, alegrías, etc. Tenemos los dos extremos, pandas de jóvenes y menos jóvenes que hacen botellón sin que esto pasara, facilitando hasta la saciedad el resurgimiento vírico y, a la vez, viejos y no tan viejos aislados ya desde antes de que esto aconteciera y que, si sobreviven, se verán aún más solos que antes. Cuando pase. Para muchos ya pasó. Definitivamente. Y, sin embargo, el mar de irresponsabilidad y estupidez ha permanecido si no ha crecido incluso.

El aislamiento de muchos se ha dado en vida y con mucha frecuencia tras la propia muerte, en la que el duelo necesario ha sido violentado de un modo brutal.

LA PERSPECTIVA RELIGIOSA. La confrontación con la muerte, incluso con un duelo que ha sido inviable en tantos casos, supone, como todos los dramas humanos, la pregunta a la propia cosmovisión, a la creencia o increencia de cada cual. La vieja cuestión de la teodicea resurge siempre (o Dios no es bueno o no es omnipotente, luego no existe). Es curioso que haya habido tantos contagios en donde y cuando más se reza a Dios, en los templos. Tal vez la razón sea simple, un problema de simple confinamiento y de falta de ventilación adecuada.
Pero Dios no es humano y su antropomorfización es absurda. Y se "calla", como siempre, ante la tragedia humana. Como ya advirtió Voltaire con ocasión del terremoto de Lisboa, como en Auschwitz, como ante tanto horror que hay en este mundo, dejando que la vida, misteriosa y sometida a todo tipo de contingencias, siga su curso. Ni es humano ni reside en templos, aunque éstos sean lugares interesantes para la reflexión y la oración si se tercia. Desde la creencia confiada (en la que me instalé), no está de más recordar las palabras de Jesús, quien, tras decir que la salvación viene de los judíos (curioso cuando tantas culpas se les atribuyó por cristianos en otras épocas de pestes), afirmó que “Dios es espíritu y los que le adoren deben hacerlo en espíritu y verdad” (Jn.4,23).

Y MÁS... Muchas otras cosas podemos aprender o, más bien dicho, plantearnos efectos en el modo de trabajo, en la educación, en la planificación sanitaria, etc.,etc.). Otros lo sabrán hacer y decir mucho mejor que yo. Éstas son simples pinceladas y no puedo finalizarlas sin recordar con profunda admiración, respeto y gratitud a tantos que han respondido con honor, con valor, con la mayor muestra de amor que alguien puede ofrecer, dando su vida por otros.

A la espera de que la Ciencia, la de verdad, la liberada de presiones cientificistas, nos ayude a superar este gran y nuevo reto, concluyo aquí mis reflexiones en este blog sobre algo que tristemente no ha finalizado, la pandemia de Covid-19. Otros temas se harán presentes en este lugar, como antes de esta catástrofe.