Sucede de
repente. Algo verifica una intuición sentida hace poco y reconocida ahora.
Puede ser la presencia de alguien, un hallazgo… Lo que nunca ocurrió acontece.
A veces, las
desgracias se repiten; se dice, de hecho, que nunca vienen solas. Otras veces,
se da el milagro en forma de una enfermedad incurable que, sin embargo, remite.
Cuando menos se
espera, lo que no puede ocurrir sucede y se reconoce como traumático.
Queremos saber,
como si eso fuera posible. “Wir müssen wissen, wir werden wissen”, un
deseo, el de Hilbert, convertido en su epitafio por obra y gracia de un extraño
joven llamado Gödel.
¿Es casual o causal lo que ocurre? Sabemos que Jung asumía
una extraña sincronicidad y Pauli, que era físico, sintonizaba con eso. Como si
todo estuviera unido, relacionado. Sí; hay el entrelazamiento cuántico, una
realidad no local, pero… ¿nos dice algo eso en el ámbito de lo subjetivo, de lo
más propio?
Aparece un nuevo medicamento contra el cáncer. Alguien lo
toma y vive unos meses más que otro, pero también hay quien vive menos. Hay
muchas variables, demasiadas. Bueno, para eso está la estadística. El contraste
de hipótesis nos permitirá asumir o no una relación entre variables,
destacándola de efectos aleatorios. Y hallamos “p” e “intervalos de confianza”.
Y nos quedamos tranquilos en uno u otro sentido. Vaya, ... Parece que este fármaco
es mejor que el placebo… o no.
La intuición cotidiana cruje con el cálculo probabilístico.
En una sala de cine a la que asisten 80 personas, la probabilidad de que, al
menos, dos de ellas celebren el mismo día de cumpleaños es mayor de 0.9. ¿Quién
lo diría? Un médico nos pide una analítica “completa”; la probabilidad de que,
al menos, un resultado sea patológico, por sanos que estemos, se acerca también a 0.9.
Alguien viaja en tren y conoce a la mujer de su vida. Se
enamoran, tienen hijos, son felices, si de felicidad pudiera hablarse. Otro
viaja en ese tren y se enlaza a alguien que lo hará desgraciado. Y lo sabía en
el fondo. Uno más viaja todos los días en el mismo tren y aprovecha para leer
el periódico o dormitar. Habrá quien tome un solo día ese tren y se mate a
consecuencia de un descarrilamiento. No hay relaciones causales… ¿O sí?
“Está de Dios”, se dice a veces. También hay quien afirma
que “casamiento y mortaja, del cielo baja”.
Creemos que controlamos el azar porque, al menos, podemos
medir sus efectos, contrastar hipótesis, evaluar si, en el ámbito de la medicina, una significación
estadística lo es también clínica. Pero eso nos sitúa en el orden frecuentista,
tan alejado del bayesiano. ¿Cuál es la probabilidad de la vida en Marte? ¿Y en
un exoplaneta de “zona habitable” en otra galaxia? No hay criterio frecuentista
alguno que permita imaginarla, ya no digamos calcularla.
Queremos más que
creemos el propio escepticismo, aunque sepamos que la creencia tiene efectos,
que el placebo es uno de sus ejemplos.
Un observador interfiere en el resultado de un experimento
de mecánica cuántica, y el caso de la elección diferida lo resalta. Pero
también en el ámbito clásico la subjetividad se impone demasiadas veces. O
todas. Hablamos, y eso, para bien o para mal, interfiere con la marcha del
mundo. Y así, una contingencia será percibida como algo neutro, como un
desastre o como una oportunidad. Hablar de buena o mala suerte carece de
sentido, a la vez que casi siempre atribuimos sentido a algo aleatorio. Dios,
los dioses, los hados, el mal de ojo… alguien lo ha querido. El sentido se
confiere al deseo del Otro, que se cumple como destino inexorable.
Einstein decía que Dios no juega a los dados y que habría
variables ocultas en la extrañeza cuántica. No fue así y, llamativamente, el
experimento que imaginó con Podolsky y Rosen se volvió en su contra. Una
extraña mezcla de determinismo matemático y probabilismo físico se incrusta en
la ecuación de onda. El gran escéptico Martin Gardner resultó ser creyente en un
Dios atento a la oración intercesora, en un Dios que podía elegantemente
influir en la parte matemática de esa ecuación de onda; nadie percibiría el
truco divino en tal caso. La creencia en Dios sería sostenida o, al menos,
factible.
No podemos vivir sin atribución de significado. No sabemos.
Todo ocurre por una causa, suponemos. La Ciencia misma se percibe como la
búsqueda de relaciones causales. Podrá ser racional o irracional afirmar esto,
pero la contingencia, mostrándose causal y no sólo casual en un contexto
enraizado en lo mítico, nos saluda, nos reta, permite que hagamos algo con lo
novedoso...o que nos hundamos.
Con mayor o menor acierto, no podemos desprendernos del ámbito
simbólico. Y la naturaleza es percibida en él. La Ciencia nos ha ayudado a ver
mejor las cosas, pero no puede excluir el valor de la referencia mítica, especialmente
cuando ella misma torna en mito cientificista de progreso imparable; no, porque
ese mito es demasiado pobre por olvidar a los dioses y a la poesía que los
celebra.
El mito exige y proporciona a la vez el significado. Y tal significado será siempre
otorgado, en forma clínica, en modo religioso, como oráculo ambiguo, como criterio filosófico, como
sentido o sinsentido. Renunciar al significado supondría asumir que el logos ha
enterrado el mito, pero el logos siempre es manifestado simbólicamente, aunque
sea en ecuaciones matemáticas, mediante la narración mítica. De no ser así,
muchos nos volveríamos locos.
Ante una ciencia que deviene tantas veces infantiloide,
necesitamos el retorno a esa buena infancia que requiere la fantasía de un
cuento. Tal vez esa fantasía, que subyace a la ciencia y a la filosofía, sea lo
que mejor nos haga intuir lo inaccesible, lo Real.