“Así, el breve
tramo de vida que les queda a los ancianos, ni deben ansiarlo con avidez ni
abandonarlo sin razón.”
Cicerón. Sobre la
vejez.
Cuando Cicerón
escribió esto, aún no había alcanzado lo que hoy los expertos (cuántos hay para
todo) llaman la tercera edad. Probablemente lo hubiera logrado, y sus manos
seguirían acompañando su elocuencia en vez de adornar las puertas del Senado, si Marco
Antonio no llevara tan mal las críticas.
18.387 personas (o
más, a saber) han fallecido en residencias geriátricas, la mayoría en Madrid, Cataluña, Castilla y León y Castilla La Mancha.
Si dedicáramos sólo un segundo a tratar de imaginar cada una
de esas personas o a mirar su fotografía, sólo un segundo, nos pasaríamos cinco
horas largas dedicados a eso. ¿Y para qué? ¿Quién podría asomarse a la vida de
otro en un segundo? ¿Quién podría reducir las vidas de tantos a una tarde? Un
segundo no da ni para una oración.
En realidad, no basta con pocos minutos, ni siquiera horas,
para tratar de iniciar un duelo por un ser querido en estos tiempos. Un duelo
que se niega con absoluta crueldad.
Nos dicen en muchos anuncios, con voz empalagosa pretendidamente
optimista, que “cuando esto pase, que pasará”, disfrutaremos de abrazos y besos
y todas esas cosas, además de ir al cine o de cañas. No aluden, por supuesto, a
que, si esto pasa, cosa probable gracias a la ciencia, no a la pseudo-ciencia
en la que estamos inmersos, muchos, en vez de ir de cañas, engrosarán las colas
del paro y del hambre.
Y, en medio de ese contexto en que se nos insta a resistir,
como si nos dirigiese Churchill contra los alemanes, aparece una noticia en un
periódico que quizá nos estremezca, pero sólo un momento. El titular es duro,
pero muchísimo menos que la realidad a la que se refiere: "No se permite ingresar pacientes de residencias al hospital”. La orden no puede ser más
clara.
Bueno, ya se sabía, ya se anunciaba, ya se nos hablaba del “valor
social”, algo a considerar cuando los recursos son limitados y urge su uso
adecuado, pragmático. Llevamos ya muchos años inmersos en los criterios de
calidad y de eficiencia en los hospitales, sitios en los que se habla también de
"productividad", algo curioso.
Qué cosas. Llega un coronavirus y la eficiencia se hace
máxima en términos productivos (haciendo omisión de cualquier enfoque humanista), pues pasa a haber una
sola enfermedad. Lo demás… puede esperar.
El Covid-19 ha sido seleccionada entre las demás patologías
como única enfermedad a atender. A la vez, resucita al Darwin peor
interpretado, en un estilo que, si no es nazi, aparenta serlo. Los viejos “con
patologías previas” (cuántas veces se dijo eso a primeros de marzo) son
eliminados del modo más natural, por una enfermedad que hace estragos en unas
condiciones de vida que distan de poderse llamar así.
Bueno, ya sabemos que
también mueren jóvenes, que hay gente que, curada, recae, que se trata de una
enfermedad no solo pulmonar sino sistémica, que incluso se ha llevado por
delante a algunos niños en los que previamente los médicos han percibido un
Kawasaki (algo muy raro, nos dijo por la televisión un pediatra tranquilizador; sí, si, muy raro).
Pero, a pesar de lo anterior, el individuo estadístico “resistirá”,
aunque sus componentes se caigan a trozos.
Y los médicos son aplaudidos. Y algunos gestores serán
premiados de algún modo, con más “valor social”, con dinero, con una promoción política,
abundan los modos.
Todos aplauden a todos. Los policías a los médicos y
viceversa, y los médicos a cada uno que sale de una UCI, medio lelo por la
sedación, y que irá a una planta y después, si sale de verdad, de verdad, de
verdad, a saber… En algún momento le
habrán mostrado en una “tablet” o en un “móvil” a algún nieto, si lo tiene, a
algún hijo, o a nadie porque ya no hay nadie, porque ya estaba solo.
Qué buena labor la de muchos geriátricos, con una
clasificación ordenada de válidos, semi-válidos y los que ya están totalmente gagás,
pero que pagarán (ellos u otros), si aquéllos son privados, en orden directamente
proporcional al grado de dependencia. Y si alguien con más de sesenta años es
ingresado ahí, por consciente y activo que se crea, será conducido a la cama a
“su hora”, aunque sea verano y el sol luzca brillante en lo alto. Se le privará
de vino, que es malo para su hígado; se le mandará, aunque sea sabio, ir a una
sala a construir puzles o castillos para prevenir así la demencia; también se
promoverá su socialización con otros practicando ejercicios “gimnásticos”
colectivos, incluyendo el divertidísimo de tirarse un gran balón entre unos y
otros. En el mejor de los casos, quizá se le permita jugar al parchís. Es maravilloso.
Mucha gente que ha levantado este país, tras haber
atravesado una guerra y una posguerra, o algunos, que ya no vieron eso, una transición
democrática, se ven reducidos a la condición de fragilidad más absoluta, en
manos de monjas o de buitres. Muchos que son útiles socialmente se ven
inutilizados.
Y es a esta gente, en su estado más carencial, de susceptibilidad máxima a una enfermedad
negligentemente novedosa, a la que se le niega el pan y la sal de la Medicina,
dándoles un alta falsa, según se nos dice en algún periódico, según hemos
visto, aunque no se dijera explícitamente, negándoles el ingreso digno a un
hospital y, en él, el tránsito, bella palabra que ha quedado desplazada en el
contexto de eficiencias.
Los médicos que hayan firmado tales altas aducirán que han
cumplido órdenes. Tienen razón; otros las cumplieron antes y ya sabemos cómo; mucho humo salía de chimeneas polacas. Tienen razón, pero son culpables por
renunciar a lo que deben, a lo que se comprometieron, a lo sagrado, a ser médicos. Son, en ese sentido auténtico, sacrílegos. Y quienes hayan
impartido tales órdenes, médicos algunos, de las que eximirían quizá a
familiares afectados, son también culpables por atender a un pragmatismo tan “eficiente”
como inhumano.
Habrá quien se rasgue las vestiduras al hablar de eutanasia.
Lo que ha ocurrido en tantos geriátricos con el coronavirus simplemente ha
puesto de relieve que la muerte a secas, no la eutanasia real, es deseada por muchos con poder político. ¿A quién le importan los viejos?
Sólo Dios puede perdonar a los gestores que han dejado morir a tantos de
mala manera, sin otorgarles un entierro digno. Sólo Dios puede perdonar a los médicos que hayan
colaborado con la pulsión de muerte que se ha instalado en España.