"Galileos, ¿qué
hacéis ahí mirando al cielo?" Hechos de los Apóstoles, 1,11
Sirva esta
entrada para el objetivo de difundir y comentar brevemente un
excelente artículo del psicoanalista y escritor Gustavo Dessal, cuyo título es "El hombre curado definitivamente del síntoma de ser humano".
Leer este
artículo es de gran interés por los diversos aspectos en los que incide el
estilete analítico de su autor, cuyo discurso se sostiene en una sólida base documental.
El delirio transhumanista en sus distintas formas se muestra ahí con claridad
meridiana, y sería redundante, incluso necio por mi parte, insistir en un tema tan
bien analizado y al que, por otra parte, ya me referí en otra ocasión.
Me limitaré aquí
a subrayar algo que Dessal sugiere con una frase: “¿Hasta qué punto ese deseo
no esconde una voluntad más oscura que, procurando retar a la muerte, es, en el
fondo, un demonio aún más letal?” Es esa pregunta la que ha sugerido esta
entrada. El texto en donde se formula es de 2015. Desde entonces, en sólo tres
años, hemos visto y oído en nuestro propio país, tanto en la televisión como en
periódicos, la afirmación de que asistiremos a “la muerte de la muerte”.
Esa patética expresión
parece a primera vista realzar el valor de la vida, pero nada más contrario a
ello. En realidad, “matar a la muerte” parece obedecer a la pulsión de muerte
en su extremo, el que aspira a tal afán de completitud que ni a la muerte perdona.
Matar la muerte no supondría un canto a la vida sino negarle a ésta toda
esperanza al eliminar lo que le otorga valor, su límite. Es saber de la
limitación de la vida por la castración letal, final y definitiva, lo que nos
induce a vivirla en plenitud, como si no hubiera un mañana, aunque hagamos (y
bueno es hacerlos) todo tipo de proyectos. Es propósito de la Medicina
favorecer la vida, retrasar la muerte, pero “matar la muerte” sería el objetivo
de una determinación demoníaca mucho peor que asumir la perspectiva de saberse
mortales; sería, como sugiere Dessal en su pregunta, mucho más letal que la propia
muerte.
En esa vana
esperanza, el transhumanismo se hace clímax de lo inhumano. En el supuesto, más
bien irreal, de que tal posibilidad se alcanzase, nos encontraríamos con un
mundo en el que una elite de viejos tan rejuvenecidos como fosilizados e
inmortales paralizaría la Historia, el flujo de la vida colectiva con su
posibilidad de innovación, de evolución. Borges ya imaginó en su día el mortal aburrimiento
de la inmortalidad, pero su relato se queda corto ante el abanico de
posibilidades distópicas que ofrece el transhumanismo en un mundo en el que vivimos ahora más de siete mil millones de personas.
Ni siquiera las
creencias religiosas aspiran a algo así. En el budismo, la muerte hace posible
el flujo del samsara hasta que sea posible alcanzar el nirvana. El cristianismo, que tiene
como elemento nuclear la resurrección de y con Jesús, no promueve la esperanza en
la inmortalidad, sino en algo bien distinto, la eternidad. Y es arrojado a esa confianza radical
en el Misterio que el cristianismo sólo puede concebir a la muerte como
hermana, tal como la llamó Francisco de Asís.
La vida humana es
tal porque es limitada. Tanto si se es ateo como creyente, no hay cielo al que
mirar mientras estemos vivos.
El objetivo de la
Medicina no reside en “salvar” vidas, sino en facilitar el tiempo de vida, si
es posible prolongándolo, y siempre enriqueciéndolo, aunque sólo sea paliando el
sufrimiento.
Paradójicamente,
la “muerte de la muerte” sería la peor de las muertes porque, a diferencia de
la visible en otros, no cesaría, haciendo de nuestra vida algo equiparable a la
existencia de un zombi o un robot.