Este blog parte del juego entre el recuerdo y el olvido. Es así como se inicia. Entre la amnesia y la hipermnesia, una memoria que abarca lo pertinente biográfico sostiene la posibilidad de reflexión, de mirada a todo lo que nos incumbe, sea como profesionales, como ciudadanos y, esencialmente, como sujetos, intentando siempre defender aquello que propiamente nos hace humanos frente a cualquier intento deshumanizador.
martes, 31 de octubre de 2017
El terrible goce de la pureza.
“Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado? Ella respondió: nadie, Señor”. (Jn 8,11).
“No he venido a llamar a justos sino a pecadores” (Lc 5,32)
Quizá el ideal más atroz, el más pernicioso, sea el de la pureza.
Lo puro se muestra como límite, como lo más precioso. Lo puro atrae. Se habla de oro puro, de agua pura, pero también de filosofía pura, de matemática pura, como si hasta el intercambio de conocimientos con otros campos perturbara lo esencial de eso que se llama puro.
Lo puro es lo inocente, lo infantil. Que Freud hablara de una sexualidad perversa y polimorfa no es óbice para ver al niño como encarnación misma de la pureza. Si un niño muere, sus padres creyentes grabarán en su tumba que ascendió al cielo. Así, directamente, porque la pureza infantil es la angelical, la prístina.
Lo puro es lo virginal, lo que no ha sido mancillado, lo que puede evolucionar a una pureza distinta, la que supone la relación de entrega única, para siempre, a otra persona, también pura. Pureza y castidad pasan a identificarse en seres que se pretenden casi asexuados. Es cierto que esa concepción parece desterrada, pero sólo lo parece porque las familias siguen existiendo y, con ellas, los amores y los grandes odios.
La pureza supone la rectitud, la coherencia, el cumplimiento del deber, la honorabilidad. En el ámbito religioso, el ideal de pureza ha neurotizado, enloquecido incluso, a muchos que lo vieron inalcanzable a pesar de penitencias y oraciones. Podría decirse que, en su ideal de pureza, los cristianos más religiosos se han hecho por ello anticristianos; el aspirante a puro no puede soportar las palabras de Jesús, buscador de almas perdidas.
En nuestro tiempo, la pureza no afecta sólo al alma. Es también corporal, higiénica. Uno se purifica de toxinas, se libera de grasas aterogénicas, se protege contra virus, atiende a la pureza física que muestran hermosos cuerpos jóvenes, referentes con los que compararse. Desde esa perspectiva, el médico pasa a ser el exorcista moderno.
Lo puro es no beber, no fumar, chequearse, protegerse de una enfermedad a la que se le confiere ser, ontologizándola cada vez más. Y la impureza, que apunta a lo que uno es, puede hacerse sinónimo de lo que uno tiene, de enfermedad, en forma de alcoholismo, ludopatía, adicción al sexo…
La pureza parece intuitivamente exigible, especialmente a los demás. Y con ese ideal es contrastada la acción política. Robespierre, el incorruptible, se hizo ejemplar, aunque fuera por poco tiempo. El nazismo mostró la impureza asociada a ser judío o gitano, un mal terrible que justificaba la muerte industrializada en beneficio de la raza. Pero incluso los nacionalismos más humanistas tocan ese diabólico ideal: los nuestros, nosotros, somos distintos, hablamos nuestro idioma, creemos lo mismo, pisamos nuestro suelo, nos entendemos, no tenemos los vicios de los otros. Los grupos emergentes en política lo son desde la virginidad, desde la pretendida pureza que se desea transformadora de un orden corrupto.
La pureza también es profesional y puede decirse de alguien que ha deshonrado su uniforme o traicionado su juramento hipocrático.
La idea de la pureza se hace afán purificador. Y, si los metales se hacen puros, libres de ganga, de otros elementos, mediante elevadas temperaturas, el fuego se ha hecho también purificador social. La Inquisición lo usó como medio para liberar al pueblo santo, puro, de brujas, herejes y endemoniados. Fuego santo como prevención del fuego infernal, el último y eterno fuego purificador ante un Dios veterotestamentario, viejo, monolátrico, que no admitiría el menor atisbo de impureza en su creación.
Hoy el fuego es otro, es el de la segregación social más o menos clara del impuro por los que no han caído en su bajeza.
La falta, la caída que supone ser humano, lo que en tiempos se llamó pecado, esa falta en la que todos sin excepción acabamos incurriendo, sólo Dios puede perdonarla (sólo un dios puede salvarnos, decía Heidegger), porque los demás no lo harán. Y así, con demasiada frecuencia, los pecados del padre no serán jamás perdonados por sus hijos porque, aunque ellos mismos no sean puros, pues humanos son, su óptica sí lo será hacia los demás y, especialmente, hacia los más próximos; desde esa mirada justificarán un rencor, un odio, eternos.
Y, si en alguien es especialmente imperdonable la impureza, es en el envidiado. Si un gran escritor, por ejemplo, es sorprendido en cualquier tipo de falta moral, esa falta será tanto mayor cuanto más alto haya sido su mérito literario. Es la pobre y ansiada recompensa de los mediocres e infames que, por serlo, llegan precisamente a creer que ellos sí son puros.
Es por todo eso que sólo desde el reconocimiento de la propia falta, de todo lo que en nosotros es defectuoso, maligno, aborrecible, podremos cambiar un poco a mejor, sólo un poco, llegando a perdonarnos antes de pretender perdonar a otros, llegando a ser literalmente compasivos.

sábado, 21 de octubre de 2017
Vida y gratitud. La creatividad amorosa.
“Sólo
puede ser conocido con el corazón, que se halla más allá de la sabiduría y la
mente”. (Katha Upanishad, II,6:9).
“Porque quien quiera salvar su vida, la
perderá”. (Mc.8,34).
Prácticamente cada día del año está siendo
dedicado a una enfermedad. No faltan lacitos de colores, carreras, historias de
supervivencia y ecos de avances científicos que podrían (siempre en
condicional) eliminar una enfermedad ontologizada. Los supervivientes sostienen
la promesa cientificista salvífica.
No es malo oír historias de supervivencia.
Pero quizá fuera mejor escuchar relatos de vida porque, aunque no se esté
muerto, no es lo mismo vivir que sobrevivir.
¿Cuánto tiempo vivimos o viviremos? Es una
pregunta que, en realidad, carece de sentido porque suele asociarse a algo muy
distinto: ¿Cuánto tiempo duramos o duraremos? Y es que no es lo mismo vivir que
sobrevivir, que durar.
Vivir de modo auténtico se asocia necesariamente
a eternidad y gratitud. Si vivimos realmente, lo hacemos en el instante eterno.
Si vivimos realmente, vivimos para siempre.
Vivir se asocia a gratitud, pero ¿a qué o a
quién? Podemos agradecer estar vivos, pero eso es muy distinto a dar las
gracias por vivir. Así, agradecemos a nuestros padres, hermanos, médicos, maestros,
amigos, pareja, hijos, muchos o pocos que nos han ayudado a llevar la vida del
mejor modo, a compartir nuestros problemas, etc.
Pero vivir va más allá de existir. Y supone
un sentimiento de gratitud sin alteridad a diferencia del que evoca la mera
existencia como vivientes. Es un sentimiento claramente poético, místico, pues
nos pone en comunión con toda la variedad de la vida, incrustada en el universo
que la hizo posible. Nos recuerda nuestra raíz animal que precede al lenguaje,
que lo sustenta mediante ese maravilloso proceso evolutivo que lo hizo posible.
Nos indica la gran oportunidad del goce eterno aquí y ahora, a sabiendas de que
tal goce no inmuniza de la muerte ni protege ante los terribles demonios de la
depresión, de la angustia, del sinsentido, del hundimiento absoluto en el
absurdo.
Tal vez por eso, siendo seres hablantes, la gratitud sea el sentimiento
más originario e inefable, incluso podría decirse que animal, y quizá también lo
bueno en nosotros que nos es inconsciente, eso que un psicoanálisis puede
ayudar a revelar.
Agradecimiento sin lenguaje, aunque
hablemos. ¿A quién? ¿A qué? Podemos darle las gracias a Dios si somos
creyentes, a las estrellas que formaron los átomos que nos constituyen, al
Universo, a Todo, a Nada. En realidad, es una gratitud no dirigida. Antes de
suicidarse, Violeta Parra había compuesto una hermosa canción, “Gracias a la
vida”. Le daba gracias a la vida por la vida misma, resaltando lo que supone
eso, mirar, oír, amar, reír, llorar... Tal vez fuera una canción plenamente
acertada, por tautológica, porque no cabe expresión finalista, por no requerir la
alteridad, aunque desde la creencia pueda ésta ser invocada, por no requerir
siquiera la permanencia futura de quien la canta y en ese sentido, quién sabe,
tal vez fuera también profética de su muerte.
Esa perspectiva gozosa supone el sentimiento
poético de lo eterno, porque, si vivimos, vivimos ya para siempre; no en
sentido cronológico, sino sumergidos en el río de la vida, que requiere de la
franciscana hermana muerte, de tal modo que una eudaimonía no es ya concebible como un progreso
de acumulación de saberes y posesiones sino más bien como una tarea de desapego y de
un vaciamiento que mira al origen, a lo esencial, haciéndonos partícipes de la
evolución cósmica, acercándonos al misterio del Ser.
Y ese agradecimiento esencial nos impulsa a
lo mejor, a lo amoroso, a lo creativo. Lo intuimos en grandes ejemplos, aunque
no los hayamos conocido, como Renoir, con sus viejas manos vendadas a pinceles
para pintar la alegría. Y lo intuimos en desconocidos que lo expresan de forma
cotidiana con la palabra transformadora, con el silencio contemplativo, con la
acción de ayuda inmediata y constante.
La gratitud que nos recorre el cuerpo vivo con
necesidad de expresión puede mostrarse como participación en el ser de un mundo
que se despliega en su incomprensible belleza y tiene la imposible posibilidad
de enriquecerlo con la humilde y pequeña participación en forma de creatividad
amorosa, de vida poetizada.
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viernes, 13 de octubre de 2017
La ausencia de voces.
Ya
sólo los meteorólogos hablan del tiempo. Antes lo hacía todo el
mundo; en el ascensor, en un mercado, al comprar el periódico. Era
el tema más socorrido por común, por fácil. Qué buen día, pero
dicen que lloverá mañana... Brevísimos encuentros pero suficientes
para hablar de algo, aunque fuera irrelevante.
Cuando el tiempo de
compañía con desconocidos se hacía mayor, en un viaje en tren por
ejemplo, surgían otros temas de conversación y algunas veces esa
comunicación derivaba en el establecimiento de amistades, incluso en
formación de parejas.
Ahora,
viajar en tren o en un bus urbano es hacerlo solo, aunque el vagón
esté lleno de gente. Cada soledad puede pretenderse paradójicamente
comunicativa. El “móvil” y las “tablets” son el elemento más
usado; sirven para trabajar telemáticamente, para comunicar
banalidades en redes sociales o para evadirse viendo películas u
oyendo música. El resultado es que en un medio de transporte público
rige el silencio.
Es
llamativo que un teléfono acabe concentrando todos los poderes de un
ordenador a la vez que se desposee de lo que le da nombre: ya no se
habla con él; de hecho, en los trenes se recomienda que, en el raro
caso de tener lugar una conversación real telefónica, se realice
entre vagones, para no perturbar a los demás viajeros.
Pero
el efecto va más allá. Tanto silencio se hace universal y se rompe
sólo en conversaciones con amigos claramente definidos como tales.
Las grandes superficies comerciales son atractivas en parte porque
evitan la necesidad de hablar; hay de todo y basta con elegir lo que
se quiera, que se pagará rápidamente al pasar por caja,
respondiendo automáticamente al “buenos días”; nada más.
Incluso
en un lugar de trabajo, el compañerismo que sustenta la conversación
en tiempos muertos va en declive, desaparece. En los grandes
hospitales, los médicos no se hablan entre sí; se mandan correos
electrónicos, atienden sus móviles en los comedores de guardias, en
las cafeterías. Lugares de encuentro como salas de descanso o
bibliotecas sencillamente desaparecen. Ya nadie conoce a nadie.
En
las casas, ese silencio lleva ya tiempo instaurado y es cada vez más
corriente que nadie conozca a sus vecinos.
El
resultado de tanto silencio, en la era de la información, con tanta
supuesta comunicación en “tiempo real”, es la soledad. De vez en
cuando, algún periódico resalta que alguien notifica su muerte en
soledad por el molesto hedor de su cadáver al cabo de días.
Cada
vez más gente vive sola, sin tener ocasión siquiera de decir, mucho
menos de oír, cualquier banalidad sobre la vida cotidiana. Esa
ausencia de contacto humano cotidiano se suple con contactos
artificiosos reglados, y así habrá quien se apunte a cursos de lo
que sea o a un gimnasio con tal de estar con otros, de coexistir al
menos una hora al día y no sólo de existir. Hasta las visitas al
médico se reducen “gracias” a la conversión de la propia
vivienda en un consultorio, con glucómetros, tensímetros,
básculas... y “apps”, esas maravillosas aplicaciones que
“cuidarán” de nuestra salud. Y cuando se produce esa visita clínica,
habrá siempre en la consulta un elemento disuasorio, el ordenador,
barrera entre médico y paciente, que registrará sólo lo que de
nosotros valga, sólo datos digitalizables y que servirán para
lo que tantos ven maravilla de maravillas, el enfoque “Big Data”.
No
sorprende que calen con cierta fuerza iniciativas de resultado
incierto como el “cohousing” ante el temor que supone la
perspectiva de envejecer en soledad. Pero, si para viejos tanto
silencio no es bueno, parece aún más pernicioso para niños, como
los que vemos aturdidos ante tablets con las que entretenerlos para
que ellos también se callen.
A
veces hay la tentación de creer en la existencia de un amo
incorpóreo que nos mandara callar y suplir las voces con datos en teclados.
Sólo ruidos masivos y gregarios, como los del botellón o de campos
de fútbol rompen tanto silencio. Un silencio que ni tal es porque
casi nadie se escucha siquiera a sí mismo. Un silencio de parloteo
en la nube electrónica.
En
la película “Gravity”, la protagonista mostraba la necesidad de
oír a alguien aunque no entendiera lo que dijera por hacerlo en
chino. La necesidad de la voz del otro es vital si tenemos en cuenta
que somos seres hablantes. Sin esas voces reales, no es descartable
que uno las acabe oyendo de un modo psicótico, como alucinaciones
auditivas. El tiempo dirá.
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miércoles, 4 de octubre de 2017
MEDICINA. El premio Nobel de 2017 y los ritmos de la vida
El premio Nobel de Medicina
de este año ha sido concedido a tres investigadores, Michael
Rosbash, Jeffrey Hall y Michael Young por su trabajo sobre los ritmos circadianos.
Hace
ya muchos años que ha habido trabajos relevantes relacionados con lo
que se ha venido en llamar “cronobiología”, es decir, sobre el
hecho de que muchos fenómenos fisiológicos, bioquímicos, que
ocurren en diferentes seres vivos, incluidos nosotros, varían
cíclicamente con un período próximo a las 24 horas (con cierta
tendencia a que sea de 25 horas más bien).
Hay
así un
ritmo interno que acompaña al ritmo planetario.
En general, hasta
hace relativamente poco tiempo, los trabajos de investigación en
este ámbito fueron esencialmente fenomenológicos: tratar de ver qué
variables fluctúan y cuáles son los sincronizadores (“Zeitgeber”)
relevantes en cada organismo. Una de las herramientas usadas en esos
estudios descriptivos fue el llamado “cosinor” ,
un modo de representación gráfica de procesos biológicos rítmicos.
La cronobiología tiene ya una edad. Hoy mismo he rescatado del
olvido en mi casa un libro viejo,
que adquirí hace tiempo, en 1974. Se trata de una obra editada en
1965 por Elsevier, cuyo
título es “Biological
Rhythm Research”. Su
autor, Sollberger, se lo
dedicó a dos pioneros, Erik
Forsgren y Jakob Möllerström, desconocidos
en la práctica. ¿Qué habrá
sido de todos ellos?
Un
gran referente, Franz Halberg, que acuñó el término “circadiano”, murió en 2013.
Pero
el enfoque fenomenológico no basta. Hay que ir más allá,
desentrañando los mecanismos de ese reloj interno y, para ello, se
recurrió, como suele hacerse siempre, a modelos experimentales más
sencillos que nuestros cuerpos para
tratar de alcanzar una explicación que acabe en los genes.
Así lo hizo un gran investigador, Seymour Benzer,
figura esencial en la
Genética Molecular, con su trabajo sobre la genética de estructura
fina, y que utilizó
moscas de la fruta (Drosophila melanogaster) para tratar de
comprender mejor los mecanismos subyacentes a estos ritmos, llegando
a descubrir, con Konopka, un gen relacionado con ellos. También usó sus moscas para
estudios de neurociencia. Uno
acaba encariñándose con los organismos que estudia; en
algún artículo perdido vi
que quien quisiera
trabajar en su laboratorio tenía que
pasar por una ceremonia iniciática de ingesta de esas moscas.
En
esa búsqueda de los genes involucrados en los ritmos circadianos,
cobraron una gran relevancia
los hallazgos de los tres galardonados
con el Nobel, un premio que a
veces se otorga a lo que, siendo importante, ha dejado de ser
llamativo, si alguna vez lo fue.
Muchos científicos han sido y son tentados por el impacto, tanto en publicaciones especializadas como en el ámbito social. Se descubre un gen involucrado en el cáncer, se descubre la importancia de un marcador de Alzheimer, surge un robot quirúrgico, etc., etc. Y resulta estupendo publicar en Nature y salir en la televisión. Siempre hay esa mirada pragmática y vanidosa de la Ciencia como una herramienta de aplicación para resolver un problema, y, a la vez, una carrera hacia el reconocimiento personal.
Pero el afán real de la Ciencia es el conocimiento en sí. Nada más y nada menos y, a veces, lo que parecía olvidado es felizmente rescatado y valorado.
Aunque se conocía la importancia de la cronobiología desde hace tiempo, se la llegó a asociar con publicaciones pseudocientíficas sobre biorritmos. El caso es que hay situaciones clínicas en las que se sabe de la importancia de la hora para medir un parámetro clínico o analítico o para ingerir un fármaco. Poco más. La cronobiología parecía cosa de unos cuantos chiflados. Ahora se reconoce su valor otorgando un premio Nobel a tres investigadores relevantes de ese campo. Curiosamente ahora, cuando hay tantos avances en el microbioma, en el epigenoma, en tantos “omas”, los del Instituto Karolinska deciden rescatar el valor de una variable física esencial, el tiempo, de un contexto, el bioquímico, en el que suele brillar por su ausencia. Y es que tenemos una visión demasiado estática de la Biología Molecular. Analizamos moléculas, secuenciamos genes, pero no atendemos a sus tiempos, a sus cinéticas. El avance en el conocimiento biológico sufre de esa visión empobrecida de la ausencia del tiempo, siendo así que la vida es dinámica.
Y, sin embargo, tantos tiempos particulares se integran en una gran armonía con el tiempo cósmico, que, a escala de la vida que conocemos, es el planetario, es el del sol, el de la luna, moviéndose a nuestro alrededor (nuestras células no tienen una visión heliocéntrica). Esa armonía es organizada por sincronizadores internos, que llegan a poder prescindir de señales externas aunque se hayan ajustado a ellas, a los ciclos diarios, semanales, mensuales, Esos “Zeitgeber” integran todos los flujos temporales de nuestras moléculas, de nuestras células, de nuestros órganos, para que nuestro cuerpo lo sea aquí y ahora, fluyendo en el tiempo cíclico del mundo. Es un ahora el que impulsará en especies de aves y peces movimientos migratorios. Un ahora también el que nos hará a nosotros sentir hambre o sueño, un ahora sin el que no sabríamos vivir. Y un ahora que retorna, cíclicamente. Día y noche, meses lunares, estaciones, años, enmarcan la vida periódica de nuestro organismo.
Desde
lo más básico, desde los estados estacionarios fuera de equilibrio
que estudia la Termodinámica de procesos irreversibles, hasta las
terribles alteraciones temporales maniaco-depresivas, pasando por los
ciclos menstruales y los ritmos circadianos. Una repetición
mantenida cíclicamente en un tiempo lineal.
La
narración mítica ha sabido
armonizar esos dos modos de vivir el tiempo, el de la repetición
cíclica y
el del progreso lineal
en él.
Como es habitual, alguien se preguntará (siempre sucede) ¿Para qué sirven los hallazgos reconocidos con el premio Nobel de este año? y muchos se esforzarán con mayor o menor acierto en responder. Pero es una pregunta extraña a la ciencia, insensata, porque la ciencia, aunque las otorgue, no persigue utilidades sino miradas. Y la mirada cronobiológica nos recuerda que nuestras células bailan la danza de las abejas, de las flores, del sol y de la luna.
Estamos incrustados en la maravilla del Ser, en
la danza de Shiva.
Post dedicado a mi amigo, el Dr. Leopoldo García Alonso, quien concibió la Cronobiología como campo apasionante de investigación.
Post dedicado a mi amigo, el Dr. Leopoldo García Alonso, quien concibió la Cronobiología como campo apasionante de investigación.
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Ritmos circadianos,
Seymour Benzer,
Zeitgeber

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