“Y le dijo a
ella: tus pecados quedan perdonados” Lc. 7, 48.
Fue en casa de
alguien sensato, noble, justo. Jesús había sido invitado a comer allí. Y,
cuando nadie lo esperaba, surgió una mujer que contrastaba con una cierta
descortesía del anfitrión. Se deshizo en las lágrimas que le suscitaba saberse
culpable.
En los bellos
textos evangélicos, aflora con frecuencia una pregunta de gente sorprendida, “¿Quién
es éste, que hasta perdona los pecados?” Lc.7,49.
"Pecado" es término
en desuso en España, tras los largos y tristes años nacional-católicos (todos éramos pecadores, aunque más especialmente los que habían sido vencidos en una guerra cruel). Pero
permanece con otro nombre, ya antiguo, la culpa. Uno puede ser objetiva o subjetivamente
culpable. Lo vemos en las películas de juicios: "es culpable". Ya está. Quedará
la sentencia que la ley asigne a esa culpa.
Pero la culpa
real, la más brutal, es la que uno mismo llega a sentir sin que otros la
enuncien, y que puede hacer precisa, como mínimo sosiego, la correspondiente
condena jurídica, cuando no medidas extremas como el suicidio. No basta con saberse culpable, se
precisa ser juzgado, condenado; por los otros, por la ciudad. El castigo paliará la culpa; será preferible a mantenerla estando libre, ya que ¿qué clase de libertad sería?
Tal vez algún
día, algún fármaco que actúe sobre la amígdala cerebral o sobre cualquier región
concreta del sistema límbico, o cualquier otra zona, anule esa percepción de
culpa y calme. Pero será una calma inhumana, porque humano es reconocerse como
ser ético y, por ello, con la posibilidad de elegir mal, de decidir mal, de
actuar mal contra los otros y contra el gran reto de ser. Es la
posibilidad de hacerse culpable ante sí mismo tras la elección. A la vez, puede
ocurrir que la elección ética adecuada haga a uno culpable solo a los ojos de
quienes lo son realmente, en cuyo caso, lo inhumano es esa culpabilización presuntamente
objetiva. Ha ocurrido muchas veces, demasiadas, en la Historia.
“Und die
fromme Rosablancke
Die mit
goldener Flut der Locken
Möchte alle Schuld bezahlen”.
Ellos, los miembros de la Rosa Blanca, fueron declarados
culpables en un ignominioso juicio nazi. Lo fueron ante la ley vigente, no ante
su conciencia. Y murieron serenos, pagando toda la culpa de tantos, sin tenerla
ellos.
A veces, la culpa tiene motivos inconscientes, pero motivos,
a fin de cuentas. Percibida como demonio interior, puede solicitarse la ayuda
del fármaco, la comprensión clínicamente facilitada de determinismos que hayan
anulado la libertad, pero será solo desde la aceptación de la propia libertad,
por escasa, limitada que sea, que la culpa podrá ser tratada, enfocada,
corregida, superada, por ser propia. Tal vez acompañada, pero propia a fin de cuentas. No se trata de pagar toda la culpa del mundo (“alle
Schuld bezahlen”) pero sí de partir de la real de cada uno, de su conocimiento, como punto
de inflexión transformador.
La belleza del Evangelio reside en muchos aspectos. Uno de
ellos es que no anula la responsabilidad propia, sino al contrario, pero, a la vez, desconoce el
tiempo, en la medida en que, en él, por larga que haya sido la biografía
errada anterior, siempre es posible el cambio, siempre es facilitado el perdón divino,
absoluto, incluso al final. La concepción que se ofrece de Dios es la del Gran Misterio que, contra
toda ley, contra toda esperanza, sostiene la gran posibilidad del cambio
radical, la que permitirá el largo recorrido (no importa su duración en términos temporales) por el filo de la navaja, que hará
a cada cual poder admitirse a sí mismo, ser capaz de cambiar, merecedor de salvarse, se
entienda esto como se entienda. De la peor forma de muerte en vida, puede surgir la vida real.