“Señor, me has mirado a los ojos,
Sonriendo has dicho mi nombre”.
El texto citado, que
compuso un sacerdote vasco, Gabaráin, suele cantarse en la celebración eucarística. Remite
a la llamada, por el compasivo Jesús, a personas corrientes, y sugiere que cada
uno, con su nombre, es también llamado a esa extraña conversión, tantas veces
confundida con mera monolatría religiosa, ortodoxa y excluyente. “Sonriendo, has
dicho mi nombre”. Eso basta para remover cimientos biográficos consolidados.
Solemos pensar
que alguien nace cuando, fuera ya del vientre materno, se corta el cordón
umbilical, pero más bien uno nace cuando recibe un nombre.
El nombre expresa
que se ha nacido como consecuencia del deseo, que se ha sido convocado a la
existencia como ser en potencia de un alguien singular, que será único en toda
la historia del mundo, irrepetible.
Se empieza a ser
humano en el primer rito de paso, que, en el caso cristiano, es el bautismo. También
se será nombrado, aunque no se oiga, en el propio funeral.
Todos los ritos
de paso, religiosos o ateos, suponen la repetición mítica – cultural propia del
medio en que uno nace y, en ella, su nombre será a su vez repetido o cambiado,
como ocurre en el ingreso en algunas órdenes religiosas o cuando el apellido de
una mujer pasa a ser el del hombre con quien se casa. Pero el sujeto será dicho.
La identificación
por el nombre original, algo propiamente biográfico, permanece, aunque coexista con otras marcas propias de
la singularidad biológica (fotografía, huellas dactilares, iris, ADN…).
Se existe o se ha
existido si se es o se fue nombrado.
Cuando la
alteridad por razón de etnia, creencia, ideología o lo que sea, es insoportable,
el odio al otro no se contentará con su muerte, requiriendo también la
erradicación de su nombre. En nuestra cultura parece pasado el tiempo en que un
ser odiado podía ser agredido en efigie, en un objeto que se refiriera a él.
Pero sabemos de la importancia de la muerte del nombre. La damnatio
memoriae no es cosa del pasado. En Auschwitz el sujeto era abocado a la
individualidad numerada en forma de marca en la piel. A la vez, hay
documentales (“Apocalipsis”) en los que se ve la otra cara de lo mismo, cuando
el ejército soviético rompía las marcas de tumbas de alemanes caídos.
No basta
con que alguien odiado muera; su nombre ha de desaparecer antes o después de su
muerte. En nuestra triste historia reciente, tan olvidada, muchos nombres han
desaparecido del modo más brutal, sin poder ser inscritos en un lugar de esta
tierra, siendo sólo recuperables a veces del modo más crudo, como secuencias de
ADN de restos humanos en cunetas.
Ser nombrado es
ser reconocido, aceptado, reconfortado; es ser reiterado al entorno inicial, materno, seguro
y, a la vez, abierto a la gran posibilidad del Ser y a la seguridad de la
muerte. Heidegger decía que hemos olvidado el Ser.
No percibir el
nombre de uno significa la gran ignorancia de la propia existencia por los
demás, sea en los ámbitos vecinal o profesional, en la relación con otros, en la ciudad. Y, si en
Atenas se practicó el ostracismo imprimiendo nombres en los óstraka, en una
democracia como la nuestra la exclusión no precisa de la escritura sino de su
ausencia; basta con el silencio.Si uno no es dicho, no existe.
Ese es el ostracismo actual, el
democrático, el que muchos considerarán sensato; una segregación que intenta
sofocar cualquier desvarío crítico, cualquier inconveniencia social, la más mínima
molestia a la normalidad supuesta, a la autoridad tan pretendida como inconsistente, imponiendo una censura que no precisa la reclusión de personas ni la quema de sus escritos, una censura que llega a contagiarse como autocensuras diversas y que se limita a callar el nombre de quien ha de ser
excluido.