"Die Sprache ist das Haus des Seins"
M. Heidegger.
La normalidad,
eso que nunca existe propiamente, aunque lo parezca, se ha esfumado. Aunque
nadie es normal, puede sentirse en una cierta normalidad de vida. Ahora se nos
habla de la “nueva normalidad”, un oxímoron.
La neolengua implica incluso la entonación con que se expresa, sea por parte de un
presidente del gobierno en sus homilías, sea desde los anuncios cotidianos,
que, con voz sensiblera, empalagosa, remiten al pasado mostrado ahora como
futuro; volveremos a lo anterior, a abrazarnos, a besarnos, a viajar, a
celebrar fiestas, a “disfrutar de las pequeñas cosas”. Las simplezas de los
libros de autoayuda se han convertido ahora en lemas televisivos cotidianos.
No son lemas
dirigidos a solitarios. La nueva normalidad se dirige a la idealidad de
familias cohesionadas, a los jóvenes, a los viejos que supuestamente siempre
fueron abrazados, etc. Como si antes de la pandemia viviéramos en un cuento de hadas, todos felices y comiendo perdices.
Y, sin embargo,
sólo desde la debilidad mental podemos asumir que estamos alcanzando algo
parecido a la normalidad, cuando más bien, ojalá no, podemos volver a la
casilla de salida, con un rebrote o una oleada, a la luz de cómo se ha
gestionado y se sigue gestionando la crisis pandémica en nuestro país.
Vivimos en una
clara anormalidad, con un aparente grado sustancial de subnormalidad política. Un
anuncio del Ministerio de Sanidad declara que “salimos más fuertes”, pero eso, aunque se haga con la mejor intención, es una solemne mentira,
cruel incluso, porque, en primer lugar, no hemos salido de nada; el virus puede
volver a aguarnos la fiesta en cualquier momento. De hecho, no se ha ido;
aunque sea a bajo nivel, sigue contagiando. Por otro lado, ¿Cómo hablar de fortaleza
con tantos miles de muertos (siendo el recuento demográfico más afín a la
ciencia que el epidemiológico)? ¿Cómo con tantos supervivientes de evolución
clínica incierta ante un virus de efectos sistémicos? ¿Se sentirán más fortalecidos los que ni
siquiera se han podido despedir de sus seres queridos? ¿Tendrán esa sensación vigorosa
quienes han perdido su trabajo y han pasado a engrosar las “colas del hambre”?
La triste y cruda
realidad de miles y miles de personas a las que la pandemia les anuló su
normalidad no se aprecia. Por el contrario, las terrazas de las ciudades están abarrotadas
y el número de “runners” y ciclistas alcanza cotas impensables hace unos meses.
Lo que se ve es esa anormal “nueva normalidad” que se pretende ya plenamente gozosa
con las transiciones de fase, cuyas medidas restrictivas distan mucho de
cumplirse.
Quizá una imagen
valga más que mil palabras. Un domingo estaba esperando, guardando la
“distancia social” (otro oxímoron), para comprar el periódico. Una mujer mayor
que estaba dentro de la tienda no daba salido, algo que me impacientaba, hasta
que reconocí avergonzado lo evidente. Esa mujer no iba en realidad a comprar
una revista o un periódico; eso era la excusa. Iba principalmente a hablar, a
hablar con alguien. Y, al hacerlo, muy poco tiempo en realidad, mostró la gran
necesidad vital que tenemos de eso, de hablar. El lenguaje, esa “casa del ser” requiere
al otro, ahí, de frente. Somos hablando con otro; da igual que parloteemos
sobre el tiempo o la carestía de la vida o analicemos el movimiento browniano.
La necesidad reside en hablar, más allá del contenido de la conversación, incluso llegando al límite de no entender. En la
película “Gravity”, la protagonista, aislada en su nave espacial, deseaba
seguir oyendo una emisora en la que hablaban en chino, idioma que no entendía,
pero precisaba esas voces, con las que trataba inútilmente de relacionarse.
En la creencia,
la propia oración, tan justificada hasta por el escéptico Gardner (algo
curioso), es un “hablar a” Dios, lo que supone la asunción de ser escuchado por
la gran Alteridad, por el Gran Misterio. Aun sabiendo que Dios no es humano
(mucho menos inhumano).
En este tiempo ha
habido una potenciación de lo telemático. Tele-trabajo, tele-consulta,
tele-conferencias, clases telemáticas, “webinars”. Es la tele-acción, la
tele-visión tan diferente a la ya vieja televisión. Pero no es lo mismo, por
más que esos medios palíen la lejanía que la prevención impone. La
telecomunicación se caracteriza precisamente por ese prefijo, por lo “τῆλε”, lo
lejano, aunque invada nuestras casas, siendo así que hablar de verdad requiere
la proximidad corporal.
Lo que potencia
la aproximación de lo lejano facilita a la vez el alejamiento de lo próximo. Con
internet podemos visitar museos de otras ciudades o darnos un paseo cósmico,
pero la posibilidad de hacer cualquier tipo de gestión rutinaria, local, se ve muy
limitada, cuando no imposible, para quien no tenga un ordenador con acceso a
internet. El mundo de los cuerpos pasó a ser electrónico, el mundo de las
palabras e imágenes se pretende equivalente a secuencias de bytes.
Podemos escribir,
podemos comunicarnos verbalmente por medios telefónicos o telemáticos en
general, pero lo que necesitamos realmente es algo que esta pandemia ha
manifestado crudamente, de modo muy especial en quien ha pasado, sedado o no, a
la otra orilla. Se trata de la imperiosa necesidad de hablar, incluso aunque, desde esa posibilidad, callemos. Se trata de eso que nos permite ser, estar en la casa que constituye el lenguaje.
Y quizá sea eso
que nos hace humanos, el hablar, lo que permita, al cabo de un tiempo, cuando
sí se haya neutralizado de un modo u otro este coronavirus, que volvamos a la
vida de siempre, con el olvido habitual de lo que una vez ocurrió. Siempre
olvidamos y repetimos lo peor. Será entonces cuando sí haya, para quienes
puedan o podamos presenciarlo, una vida normal.