Ya
sólo los meteorólogos hablan del tiempo. Antes lo hacía todo el
mundo; en el ascensor, en un mercado, al comprar el periódico. Era
el tema más socorrido por común, por fácil. Qué buen día, pero
dicen que lloverá mañana... Brevísimos encuentros pero suficientes
para hablar de algo, aunque fuera irrelevante.
Cuando el tiempo de
compañía con desconocidos se hacía mayor, en un viaje en tren por
ejemplo, surgían otros temas de conversación y algunas veces esa
comunicación derivaba en el establecimiento de amistades, incluso en
formación de parejas.
Ahora,
viajar en tren o en un bus urbano es hacerlo solo, aunque el vagón
esté lleno de gente. Cada soledad puede pretenderse paradójicamente
comunicativa. El “móvil” y las “tablets” son el elemento más
usado; sirven para trabajar telemáticamente, para comunicar
banalidades en redes sociales o para evadirse viendo películas u
oyendo música. El resultado es que en un medio de transporte público
rige el silencio.
Es
llamativo que un teléfono acabe concentrando todos los poderes de un
ordenador a la vez que se desposee de lo que le da nombre: ya no se
habla con él; de hecho, en los trenes se recomienda que, en el raro
caso de tener lugar una conversación real telefónica, se realice
entre vagones, para no perturbar a los demás viajeros.
Pero
el efecto va más allá. Tanto silencio se hace universal y se rompe
sólo en conversaciones con amigos claramente definidos como tales.
Las grandes superficies comerciales son atractivas en parte porque
evitan la necesidad de hablar; hay de todo y basta con elegir lo que
se quiera, que se pagará rápidamente al pasar por caja,
respondiendo automáticamente al “buenos días”; nada más.
Incluso
en un lugar de trabajo, el compañerismo que sustenta la conversación
en tiempos muertos va en declive, desaparece. En los grandes
hospitales, los médicos no se hablan entre sí; se mandan correos
electrónicos, atienden sus móviles en los comedores de guardias, en
las cafeterías. Lugares de encuentro como salas de descanso o
bibliotecas sencillamente desaparecen. Ya nadie conoce a nadie.
En
las casas, ese silencio lleva ya tiempo instaurado y es cada vez más
corriente que nadie conozca a sus vecinos.
El
resultado de tanto silencio, en la era de la información, con tanta
supuesta comunicación en “tiempo real”, es la soledad. De vez en
cuando, algún periódico resalta que alguien notifica su muerte en
soledad por el molesto hedor de su cadáver al cabo de días.
Cada
vez más gente vive sola, sin tener ocasión siquiera de decir, mucho
menos de oír, cualquier banalidad sobre la vida cotidiana. Esa
ausencia de contacto humano cotidiano se suple con contactos
artificiosos reglados, y así habrá quien se apunte a cursos de lo
que sea o a un gimnasio con tal de estar con otros, de coexistir al
menos una hora al día y no sólo de existir. Hasta las visitas al
médico se reducen “gracias” a la conversión de la propia
vivienda en un consultorio, con glucómetros, tensímetros,
básculas... y “apps”, esas maravillosas aplicaciones que
“cuidarán” de nuestra salud. Y cuando se produce esa visita clínica,
habrá siempre en la consulta un elemento disuasorio, el ordenador,
barrera entre médico y paciente, que registrará sólo lo que de
nosotros valga, sólo datos digitalizables y que servirán para
lo que tantos ven maravilla de maravillas, el enfoque “Big Data”.
No
sorprende que calen con cierta fuerza iniciativas de resultado
incierto como el “cohousing” ante el temor que supone la
perspectiva de envejecer en soledad. Pero, si para viejos tanto
silencio no es bueno, parece aún más pernicioso para niños, como
los que vemos aturdidos ante tablets con las que entretenerlos para
que ellos también se callen.
A
veces hay la tentación de creer en la existencia de un amo
incorpóreo que nos mandara callar y suplir las voces con datos en teclados.
Sólo ruidos masivos y gregarios, como los del botellón o de campos
de fútbol rompen tanto silencio. Un silencio que ni tal es porque
casi nadie se escucha siquiera a sí mismo. Un silencio de parloteo
en la nube electrónica.
En
la película “Gravity”, la protagonista mostraba la necesidad de
oír a alguien aunque no entendiera lo que dijera por hacerlo en
chino. La necesidad de la voz del otro es vital si tenemos en cuenta
que somos seres hablantes. Sin esas voces reales, no es descartable
que uno las acabe oyendo de un modo psicótico, como alucinaciones
auditivas. El tiempo dirá.