En general, uno
puede describirse como un “quién” en función de una intersección de conjuntos
(pertenencia a un país, a una familia, a una profesión, a una situación
laboral, a una religión, a un club, a un partido político…).
En realidad, la
cuestión difícil no reside en definir un “quién” sino llegar a saber "qué" se es y
qué quiere realmente uno mismo, eso que apunta a su singularidad y que, en
general, resulta que es inconsciente. Pero quedémonos en esta entrada en los “quién”.
Parece darse una
tendencia generalizada a que el conjunto intersección al que pertenece cada
"quien" (de todos los conjuntos de propiedades o incluso de fenotipos contemplables)
sea minoritario en número de elementos. Sobran los ejemplos. Los partidos políticos se multiplican;
el número de licenciaturas y diplomaturas crece de tal modo que, en algunas, el
número de profesores supera al de alumnos. Los grandes imperios comerciales pueden
pronosticar lo que marcará a pequeños subconjuntos de consumidores entre los
que establecer la diferencia, subconjuntos que se identificarán como tales, al
tradicional modo religioso, se declaren o no ateos.
Lo que suponía a
muchos opinando, estudiando o vistiendo lo mismo y diferenciándose de otros muchos,
desaparece para sostener una apariencia de singularidades que no existen como
tales, sino como conjuntos minoritarios. Muchos, pero minoritario cada uno de
ellos.
Hasta la Medicina
busca el mínimo conjunto intersección como diana terapéutica. Y se dice de ella
lo que no es, se le llama “personalizada”, para significar un supuesto (sólo
supuesto) gran avance, sólo perceptible en el futuro como posibilidad, y siendo así que la relación médico-enfermo es como es,
poco empática algunas veces, y que la personalización lo es de grupos fenotípicos o genéticos
en el mejor de los casos, no de singularidades.
Ese conjunto
intersección en el que un quién puede sentirse a gusto está constituido por
elementos con propiedades comunes. Y nada más común que señalar la diferencia con otros conjuntos intersección. Los tatuajes, los piercings, cualquier modo de “body art” supone una pretendida
diferenciación y a la vez la igualdad con quienes hacen lo mismo con sus
cuerpos. Y últimamente esto es especialmente claro en lo concerniente a la opción sexual, cambiante para muchos a lo largo de su vida. Cuando Freud habló de una sexualidad perversa y polimorfa se refería a niños. Es obvio que vivió otra época, por adelantado que en ella fuera. Es plausible que fuera censurado hoy mucho más que entonces por quienes, siendo adultos, entendieran que Freud se refería a ellos.
La orientación sexual, pero también la forma de
vestir o desvestir y las marcas en la piel hacen más férrea la pertenencia a
ese conjunto intersección mostrado a los otros. No es lo mismo ponerse la
camiseta del club de fútbol admirado cuando juega y quitársela después, que
llevar algo de forma permanente, como un tatuaje.
Entre los
distintos conjuntos intersección que marcan supuestas identidades suele darse
indiferencia o puede haber fricciones. Los grandes conflictos pueden producirse
en cualquier momento (los botones nucleares pueden oprimirse con cierta facilidad),
pero no levantarán antes pasiones como las desatadas en los albores de la primera
guerra mundial, en la que, en ambos bandos, los buenos eran “nosotros” y los
malos eran “los otros”. Y tanto unos como otros eran muchísimos. Las multitudes sólo se concentran ya cuando son convocadas por gente banal y de éxito fugaz.
Ahora no hay esas
pasiones nacionales. Curiosamente, tampoco abundan a escala local. Se dan más
bien entre distintos grupos identitarios, entre diferentes conjuntos
intersección que no precisan que sus elementos integrantes estén en proximidad
geográfica; sobra con las redes sociales. Y esas pasiones surgen cuando se
percibe el ataque crítico de otros grupos o desde la autoridad que confiere la
pretensión de pureza del propio. Son pasiones censoras.
Es una falacia
creer que la libertad crece en nuestro primer mundo del mismo modo que lo hacen
los medios de transmisión de datos (llamarle comunicación a eso es casi utópico).
Hace años, en la España
de la dictadura, había la censura política y la religiosa, generalmente simbióticas.
Y eso llegó a cansar a bastante gente. Se aspiraba a la libertad. Y vino, pero
es difícil saber qué es la libertad. De ella, alguien dijo que se sabía definir
si faltaba, como había ocurrido en su país con la invasión nazi y la siguiente
soviética, pero que era difícil de explicar a un jubilado. Difícil y, a veces,
temible, como expresó Erich Fromm en su libro “El miedo a la libertad”. Quizá
por eso, por no saber bien qué hacer con ella ni cuáles son los límites de las
libertades de cada cual, el nivel de censuras de todo lo censurable para cada
conjunto intersección crece tanto como lo hace el número de estos con su
pretendida singularidad humana, que no es tal.
El crecimiento de
la censura va en aumento, como lo muestra el número de palabras que terminan
con el sufijo “fobo”, y llega a internalizarse como autocensura. En esta moda contagiosa, por mi parte me
veré tentado a llamar gerontófobo a cualquier joven que me contradiga.
Más allá de los
legítimos derechos de cada cual, se reclama paradójicamente la igualdad que
uniformice diferencias insalvables, algo que ocurre cuando muchos quieren ser
reconocidos como si fueran muy pocos.
No es extraño que
en un momento así de la civilización (término curioso) alguien como Trump haya
alcanzado la presidencia de los EEUU, arda la selva amazónica y cualquier
majadero se convierta en “influencer”.