“Aquel de
vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra.” (Jn. 8,7)
La lapidación
sigue existiendo, sin que las antiguas palabras de Jesús consigan evitarla.
Sigue existiendo en su modo tradicional en unos cuantos países y de forma
moderna en otros, como el nuestro, sin necesidad de piedras reales. ¿Para qué,
habiéndolas virtuales?
Una persona tiene la ocurrencia de registrar
en video algo íntimo, algo que ocurre en pareja. La pareja se disuelve, pero el
video no. Y alguien lo difunde haciéndolo “viral”, como dicen ahora para
referirse a su rápida propagación. Conocemos la desgraciada noticia. Esa comunicación “viral” ocurrió en una empresa, en pleno ámbito de trabajo,
eso que ocupa una fracción importante del tiempo de vida de cada uno, del
espacio biográfico de cada uno. Tuvo una difusión suficiente para que los más
próximos supieran de lo más íntimo de alguien, de lo que nunca debieran saber
porque no es suyo sino de una persona concreta.
El sinvergüenza lo
es porque carece de vergüenza, de honor, y desde esa falta castigará a quien tiene
vergüenza, pudiendo incluso abocarla al suicidio, haciendo brutal “extimidad”
de lo más íntimo. No sólo un sinvergüenza lo hará posible, también todos los
que comparten en grado suficiente su triste carencia y celebran una supuesta gracia
haciéndola desgracia, propagándola, amplificando su efecto hasta la asfixia de
la persona afectada, que acaba viendo preferible la muerte a la marca indeleble
de los otros, de los que, a pesar de ser unos desgraciados, se consideraron por
una vez puros.
Es fácil que algo
así ocurra y se repita, por criminal que sea. Lo que se capta con un móvil y
asciende a "la nube" pasa, en la práctica, a ser eterno, al menos en
comparación con lo que dura una vida humana. Y no será necesario un proceso de
revelado fotográfico, el paso de copias en papel para su difusión masiva. No se
precisará siquiera gastar un céntimo; basta con un “grupo de Whatsapp” para
extender lo que fue parte de un juego erótico privado y pasa ya a ser elemento
brutal de vilipendio generalizado. Está ahí, se ve, es evidente, se dirá. Y se
contagiará a otros, “mira lo que hizo”.
El triste y repugnante poder de la mirada justiciera
y lasciva que se propaga.
La mirada se ha
hecho el gran referente de la supuesta verdad. No sorprende que sea así. Por
conseguir la mirada de otros, hay unos cuantos que se han matado haciéndose
estúpidos “selfies” y siendo acreedores del premio Darwin. Y proliferaron programas televisivos de “cámara oculta”
con la que se desvelaban las tropelías de otros. Se trata de ver los logros,
pero, sobre todo, las caídas de los demás, en un esquema moral que parecía
caduco pero que persiste del peor modo.
El sinvergüenza criminal
se instala en la pretendida pureza que le confiere el carácter de observador y,
desde ella, ve necesario mostrar a otros lo que una persona creía privado. Ahí
está, se ve, la imagen no engaña. ¿Quién lo diría? Y el efecto se amplifica.
Sólo el tiempo podrá ir amortiguando las consecuencias para la víctima, pero
eso sólo ocurrirá si esa víctima no pasa al acto irreversible, definitivo por
letal, ante lo que le es simplemente insoportable.
Creemos que eso
es un lamentable efecto colateral de las redes sociales y de las posibilidades
electrónicas en general de nuestra época. Pero no es del todo cierto. La
energía nuclear puede ser buena o un arma de destrucción masiva. Las redes
sociales facilitan encuentros excelentes, pero también la difusión de “fake
news”, difamaciones, calumnias, humillaciones y condenas.
La fotografía es
ya algo antigua y su falsificación también.
El salto cualitativo entre lo que era posible hace un sigo o más tiempo y ahora
es, en realidad, un salto cuantitativo. Antes, desde el poder de uno o de pocos, se falsificaba
una imagen y se difundía en un medio de comunicación oficial u oficioso. Ahora,
que todos estamos “empoderados”, nos hacemos jueces de los demás y, para eso,
ni siquiera hay que modificar algo, no siempre ha de lograrse el “fake” aunque
sea con el moderno Photoshop. Basta con difundir lo que se considera condenable
en el grado en que sea posible.
Todo es captable,
modificable y “viralizable”, desde la estupidez de los que ascienden como fila de condenados al Everest hasta el desayuno de los “influencers instagrammers”.
También son “viralizables”
los pecados de alguien, aunque no lo sean o se hayan cometido hace años, aunque
nadie esté en disposición de erigirse en juez porque nadie está libre de culpa.
A la vez que cae el número de vocaciones sacerdotales, un nuevo sacerdocio laico
y pernicioso se hace masivo, el de todos quienes asumen tácitamente un
pretendido ideal de pureza y, desde él, satisfacen sus propias miserias con la fácil
condena grupal de un chivo expiatorio.