“Te preocupas y
agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola”. (Lc.10,
41-42).
Hay quien se
recrea en la mentira de la felicidad supuesta en ricos y famosos. Y la envidia,
un tanto frecuente en nuestro país, no se conforma con personajes de
televisión; también los de al lado, muchos que "no lo merecen", parecen felices.
En general, siempre son los otros los agraciados por ese estado de felicidad.
¿Cómo se consigue?
Crecen los anaqueles de libros de autoayuda que nos informan al respecto. No
parece difícil y, sin embargo, algo tan supuestamente natural se nos vende como
manual de instrucciones, al lado de otros libros sobre cocina o yoga. Libros de
Seligman, Punset, Fuster, al lado de ricos testimonios vitales de gente feliz y
luchadora (incluyendo los que “luchan” contra el cáncer) nos ayudarán a ser
felices y, de paso, eficientes.
Es conocido el
breve cuento de Tolstoi sobre “La camisa del hombre feliz”. Y sabida es la
conclusión; la felicidad, que muchos dicen que existe, no es transferible; el
hombre feliz no tenía camisa con la que poder pasarle al poderoso zar un
remedio para su melancolía.
No se “tiene”
algo que proporcione felicidad, sean camisa, dinero, fama o genes. Simplemente,
sólo a veces se percibe la felicidad, se instala brevemente uno en ella, como
cuando se enamora. Y después se evapora.
Cuando la vida
sonríe, el sonreído puede, sin embargo, precipitarse en el abismo de la
depresión e incluso suicidarse. Si lo tenía todo…, se dirá ante su féretro. Pues
claro, por eso está ahí, por no soportarlo.
Desde la percepción
trágica, uno puede, si no es capaz de asumirla, acudir al médico, y entrará en
un apartado del DSM III, del IV o del que venga. Se le tratará con
psicofármacos para que sus espacios sinápticos se den cuenta de que no hay
motivo para la depleción amínica asociada al hundimiento anímico.
El caso es que,
como con el cuento de la camisa, hay que buscar eso que no se tiene, incluyendo
neurotransmisores o aspectos no materiales. Quizá no se tenga sueño suficiente,
o haya falta de ejercicio, o ausencia de recogimiento o haya que cambiar una
relación tóxica por otra condescendiente. La ausencia de felicidad se asocia
así a la ausencia de algo. La camisa, que reviste el cuerpo, es un buen símbolo
para esa carencia, para esa falta de trabajo, de salud, de amor, de
reconocimiento, de todo lo que parece necesario.
Y sí. Hay
condiciones necesarias, pero nunca tanto como se cree y, sobre todo, nunca
suficientes. No las hay porque la falta real es la que atañe al ser. Se está en
falta con, en, uno mismo y, si eso se reconoce, la necesidad de felicidad pasa
a ser considerada como lo que es, algo fugaz, interesante, gozoso, pero no un
fin en sí mismo. No estamos aquí para obtener una camisa de felicidad.
“Schöner Götterfunken”. Eso es la alegría de
Schiller y Beethoven, un bello fogonazo divino.
Fugaz y, a la vez, señal de que con eso basta, con ese breve instante en
que el relámpago amoroso ilumina el mundo y nos recuerda que estamos vivos.
Anuncio de algo singular, atemporal, cósmico y eterno, soplo divino. Alegría, hija del Elíseo.
No cabe hablar de
felicidad, pero sí de ser feliz, porque la felicidad nunca se tiene más que en
instantes. Ser feliz no excluye la tragedia de la vida y es, con todas las
consecuencias, la asunción de estar en el mundo, de ser parte esencial de él,
aunque sea soportando lo más terrible. Abundan ejemplos heroicos de esa
perspectiva.
Quizá no quepa
mejor expresión que la de Bertrand Russel: “El hombre feliz es el que se siente
ciudadano del universo y goza libremente del espectáculo que le ofrece y de las
alegrías que le brinda, impávido ante la muerte, porque no se cree separado de
los que vienen en pos de él. En esta unión profunda e instintiva con la
corriente de la vida se halla la dicha verdadera”.
Se trata de eso, de sabernos
partícipes en el Misterio, en esa corriente de la vida a la que entramos un día
y de la que saldremos otro, sin que importe demasiado cuánto tiempo estemos en
ella. Y por eso no cabe buscar una felicidad racional, pues sólo puede aproximarla
la imagen mítica. Y por eso no nos satisfará la Medicina, porque Hygeia, ya nos
lo mostró Klimt, es ajena al río de la vida en el que podemos participar como
seres libres, a pesar de todos los pesares, como seres que aman a pesar de
odios, como portadores de sentido en el sinsentido de la Historia.