“¿De
qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma? Mc
8,36.
Cuando
se lleva algún tiempo en la red social Facebook, uno acaba teniendo
la desagradable sorpresa de ver la “permanencia” en ella de
alguien que ha fallecido. Es algo tan macabro como progresivamente
corriente.
Internet
supone un cambio de ritos y mitos para los que probablemente no
estemos preparados. La revolución electrónica – informática ha
sido demasiado rápida.
Se
sabe qué hacer con los cuerpos muertos: inhumarlos, incinerarlos,
donarlos a “la ciencia”, incluso criogenizarlos. Pero no se sabe
qué hacer con los datos en una época en la que cada vez más el
alma se concibe como software y no sólo por los delirantes
transhumanistas.
Por
amor a la difusión de sus datos e imágenes (datos al fin), único y pobre soporte vital tantas veces, hay
memos que son aspirantes a “memes” de Dawkins y que llegan a ser
merecedores de lo que algunos crueles llaman premios Darwin. Es el caso de los que se matan por lograr un "selfie" impactante o de
quienes tratan de hacer “viral” la estupidez de circular a 200
km/h, falleciendo en el intento.
Esa
concepción reduccionista del ser humano como productor de datos (aunque la
información que suponen sea absolutamente banal) facilita la
construcción de una biografía algoritmizada o, dicho de otro modo,
de un “avatar” con pretensión de eternidad. No es sorprendente
que haya iniciativas como “Eternime”, que pone a nuestra disposición los recursos de la inteligencia
artificial para que podamos seguir “activos” en la red tras
habernos muerto. De ese modo “diríamos” en situación
post-mortem lo bien que estamos de vacaciones, con fotos de playas, o
mostraríamos las gracias de nuestro gato, también “avatarizado”.
Cuando
uno se muere, deja recuerdos y cosas. A veces se llega a decir de
alguien, como de Shakespeare o Cervantes, que su obra lo ha
inmortalizado; una obra que puede ser literaria, histórica,
científica... Pero son pocos los casos, y en ellos el término
“inmortal” pertenece en realidad a la obra más que al propio
autor, por lo que no sorprende que Woody Allen afirme que no quiere
ser inmortal por sus obras sino por no morirse.
La
muerte supone un ritual que ha ido variando a lo largo de la historia
y que difiere en diversas culturas. En su libro “Historia de la
muerte en Occidente”, Philippe Ariès nos los ha descrito muy bien.
Pero Ariès, que murió en 1984, no pudo imaginar cómo podrían
cambiar los rituales de muerte tras la suya.
¿Qué
queda del muerto, una vez desaparecido el cuerpo? El duelo de sus
allegados, su recuerdo por ellos y quizá por otros, peleas por
posibles herencias, escritos (cartas, recibos, testamento...), fotos,
quizá algo de mayor reconocimiento en casos excepcionales, como una
obra de arte, pero lo que queda pertenece a un pasado, a algo que le
ocurrió o que hizo alguien que ya no está. En algunas tumbas se
inscribe una despedida, en otras se incluye una foto que recuerda que
quien está ahí tuvo ese aspecto vital algún día. Es pasado. Fue.
Sólo desde la fe es admisible la posibilidad de permanencia; para el
cristianismo, por ejemplo, la muerte no es el final.
Pero
ahora, al margen de creencias, quedan datos. Las ocurrencias
brillantes o estúpidas que uno haya mostrado en Facebook ahí
permanecen para muchos años; no se puede decir para siempre en un
mundo como el nuestro, amenazado por tantas cosas, incluyendo la
destrucción nuclear o cualquier virus novedoso y malvado desde
nuestro punto de vista.
Los
datos no se entierran, no se incineran, sí se dan a “la ciencia”
aunque no se quiera, alimentando los estudios “Big Data”. Eso
supone un cierto escalofrío y parece natural que, para evitarlo,
para poder morirse del todo, haya un formulario, “Legacy contact”
que permite que alguien borre definitivamente el “perfil” del
muerto o que, por el contrario, siga alimentándolo con entrañables recuerdos o graciosas
ocurrencias.
La
metáfora informática obnubila en exceso las mentes. Cada día somos
más concebidos como datos que nos constituyen (ADN) y datos que
producimos. Ese reduccionismo brutal conduce a una forma de enajenación bastante generalizada que trae como consecuencia el olvido del alma. Y si se quiere ganar el mundo, sea como dinero o patética fama, se acabará perdiendo el alma, la vida.