“Elle sera
à mon dernier jour
Ma dernière compagne”
Moustaki.
“después de la alegría viene la
soledad
después de la plenitud viene la soledad
después del amor viene la soledad”
después de la plenitud viene la soledad
después del amor viene la soledad”
Benedetti.
Estamos muy solos. Dicho así suena mejor, con menos crudeza,
que si decimos simplemente que estamos solos.
Todos hiper-conectados, todos solos. Pareciera que las redes
sociales facilitan una comunicación neutralizadora de la soledad, pero pueden
ser más bien, no pocas veces, amplificadoras de ella. Gustavo Dessal lo
describió perfectamente en una entrevista.
En “Gravity”, la protagonista solitaria en órbita precisaba
de modo vital escuchar voces humanas, aunque hablaran en chino y no lo
entendiera. Muchas personas están en sus casas como en esa nave tripulada, rodeadas
por un vacío, aunque esté lleno de gente hablando aparentemente a artefactos
llamados “móviles”, reconfortadas pobremente por los sonidos que surgen de la
radio o de la televisión.
La televisión. Muchos mayores solitarios británicos habrán
visto el documental dirigido por Sue Born, “La edad de la soledad”
Mayores solitarios, ancianos. Según el Instituto Nacional de Estadística, de los 4.638.300
españoles que residen solos en sus casas (un 10,1 % del total de ciudadanos),
la mayoría son mayores de 65 años (el 41,7 %), y de ellos un 70,7 % son
mujeres. Podría asumirse como
un duro precio a pagar por el aumento de la esperanza de vida, pero ya
no hay edades para la soledad, aunque sea más frecuente en ancianos, jubilados,
enfermos… También muchos jóvenes sanos están solos; a veces solos en compañía,
que puede ser peor.
La familia tradicional se ha hecho una rareza, como lo es el
trabajo en la propia ciudad o incluso en el propio país. El mundo es ya uno, pero
no unitivo, sino un único gran mercado, global y brutal de solitarios.
Los lazos humanos ya no son muchas veces de caricias ni de miradas; se
pretenden electrónicos. Los emoticonos son la parodia de los abrazos y hay
quien percibe la bondad futura de ser cuidado por un robot. En las películas “Ex
machina” y “Her” se muestra la posibilidad de creerse amado por un sistema
operativo con o sin cuerpo, refinando así el test de Turing del modo más terrible
e inhumano en que se puede ya concebir.
En Japón se hace problema político lo más personal y lo es
ya la virginidad a la que muchos se ven vocados o abocados. El sujeto se pierde y se revela como individuo que falla en su cometido
demográfico; ya no se reproduce. Algo habrá que hacer ante esa caída de
población. Tal vez la ciencia lo remedie.
A la vez, se incrementa la fascinación por noticias que
anuncian la existencia de planetas que podrían albergar vida inteligente.
Seguro que Fermi estaba equivocado con su paradoja, seguro que hay mucha vida y
muchas ramitas evolutivas, de esas como la que en la Tierra ha conducido a
nosotros en una fracción insignificante del tiempo del mundo. Tendrá que haber
alguien ahí fuera que algún día conecte con los seres humanos o lo que quede de
ellos. La NASA ha revelado la existencia de un estupendo sistema solar a cuarenta años luz. Sólo cuarenta,
pensarán algunos incautos, como si no fuera distancia. Habrá que buscar oxígeno
en atmósferas extraplanetarias, como si supiéramos qué es la vida por el hecho
de que la haya aquí.
Demasiada soledad que precisa del embotamiento social,
incluyendo drogas, alcohol y cuerpos. La esclavitud sexual está en auge en el
contexto de una óptica que, por desalmada, contempla cuerpos sin percibir en ellos el alma. Es la misma visión que confunde un acto de amor con el alquiler de un útero.
Soledad y temor se acompañan. La teleasistencia puede ayudar pero sólo a seguir.
“Non
timebis a timore nocturno”. Pero las tinieblas no sólo son nocturnas.
Están ahí, como ansiedades que suprimen ansias y que requieren ansiolíticos. Como
necesidad de la normalidad que proporciona el rebaño y que precisa el líder de
palabra fácil que lo guíe. Lo estamos viviendo, en EEUU, en Rusia, esperemos que no en Francia o Alemania. De seres sociales podemos pasar a seres gregarios,
con redes electrónicas que sostienen el narcisismo más pobre. Redes que
enredan, que atrapan, transformando en “gigas” una vida y determinándola muchas
veces cuando pretenda entrar en el gran mercado del sexo y del trabajo.
Y, sin embargo, a veces la soledad es imperiosa y se busca
como camino de salvación. Una soledad que es compartida en hábitos que visten
el cuerpo y en hábitos horarios de oración y silencio. Patrick Leigh Fermor
vivió en algunos de esos lugares y lo describió de un modo maravilloso en “Un
tiempo para callar”. Hay algo paradójico en esa obra y es que tal vez sólo desde un ateísmo como el suyo sea posible
saber contemplar en profundidad el fenómeno religioso en estado puro.
Nada bueno es alcanzable sin cierto grado de soledad. Ignorar
algo tan sencillo tiene efectos perniciosos incluso en tantos científicos que prefieren
el parloteo de la publicación al silencio de la investigación seria.
La soledad
elegida es el único antídoto de la soledad impuesta, pues parece ser esencial para acogerse en el misterio y para acoger a los otros en el amor,
también misterioso, que permite sobrellevar la fragilidad existencial.
La soledad es así algo a compartir, algo que puede hacerse
preciosa donación, quizá la aludida por Borges en uno de sus Poemas Ingleses, “I
can give you my loneliness, my darkness, the hunger of my heart; I am trying to
bribe you with uncertainty,
with danger, with defeat”.
Las escenas familiares de anuncios de pizzas son sólo eso, anuncios que remiten a la nostalgia de la infancia imaginaria, haciéndolo de un modo casi macabro, cruel.
Sólo desde la soledad asumida como camino y generalmente con ayuda de
otros puede accederse a la libertad, pero esa libertad no traerá la felicidad que
sabemos inexistente sino ansias, dudas y quizá cierto grado de paz...incluso en soledad.