domingo, 26 de enero de 2025

Una mirada a la depresión





“No hay nada que hacer, no hay ningún sitio donde ir, no hay nada que ser, no hay nadie a quien conocer”.


(Expresión de Dick Cavett citada por Thomas Ligotti)

 

Oh Señor, haz de mí un instrumento de tu paz

Donde haya desesperación ponga yo esperanza,

Donde haya tristeza, ponga yo alegría.

(Oración franciscana)

 

            Si le preguntamos hoy al ChatGPT cuál es la prevalencia de la depresión en España, nos dice que “según datos del Ministerio de Sanidad, el 4,1% de la población sufre trastorno depresivo, con una mayor incidencia en mujeres (5,9%) que en hombres (2,3%). Esta frecuencia aumenta con la edad, alcanzando el 12% en mujeres y el 5% en hombres entre 75 y 84 años”. No es poca gente. Claro que depende de qué entendemos por “depresión” y resulta que estamos ante un aparente problema nosológico, pues habría rasgos mencionados por manuales, como el DSM, que se dan o no, formas que apuntan a la posibilidad genética, relación con enfermedades somáticas, duración, etc.


En realidad, la definición del DSM y las escalas ordinales (como la de Hamilton) de ese mal resultan poco operativas. En la práctica, sólo se sabe lo que es la depresión en singular, si se padece, si se acompaña a quien la sufre o si se da con la persona afectada una relación profesional (no sólo por parte de psiquiatras y psicólogos clínicos, también por médicos generalistas, sean de atención primaria o internistas y personal de enfermería). 


Ha habido autores que la definieron como demoníaca (Andrew Solomon, “El demonio de la depresión” o como algo realmente extraño, como hizo William Styron refiriéndose a “Esa visible oscuridad”  .


La mayoría de quienes están deprimidos no se refieren a esa enfermedad del alma y del cuerpo más que en pasado e, incluso así, recordando mal lo que se sufrió. Algunos hacen breves escritos antes de sucumbir a algo que siempre es potencialmente letal, como la carta de despedida de Virginia Woolf a su esposo. Otros se suicidan en paisajes idílicos, cuando todo parece sonreír, como a Boltzmann en Duino.


        A veces, la depresión alterna en un ritmo infernal con la manía o hipomanía, una fase de extraña y peligrosa alegría. Esos vaivenes de muchos “Touched with Fire”, como les llamó K.R. Jamison, que algo tan simple como el litio puede amortiguar gracias al experimento un tanto delirante de Cade, y su asociación a la creatividad, han facilitado una cierta “romantización” de la depresión, lo cual no deja de ser un tanto inhumano.


El sufrimiento psíquico puede asociarse a la creatividad (no es descartable una base genética común, de momento tan ignorada a pesar de los “Genome wide”), pero también se puede vivir siendo feliz y creativo. ¿De qué hablarían en sus paseos en Princeton Gödel y Einstein, ambos geniales y tan diferentes en su perspectiva de la realidad?


Hay quien se pregunta qué ocurriría si pintores, matemáticos, físicos o escritores que sufrieron depresión no la hubieran padecido merced a un tratamiento eficaz. Es la pregunta “What if” que se formuló Peter Kramer en su libro “Against Depression” y la concretó así en una de sus páginas: “What if Prozac had been available in van Gogh’s time?”La pregunta sugiere, en caso positivo, una acción curativa en la salud de van Gogh con efectos diferentes a los habidos sin tomar Prozac, en la obra producida. Algo análogo se podría decir de Kierkegaard, como se habló en una conferencia de Kramer en Copenhage. Pero es muy plausible que filósofos, literatos o pintores deprimidos que tomaran Prozac, se limitaran en un alto porcentaje de casos a engordar, adelgazar o, simplemente, a seguir como estaban antes de tomarlo, a no ser que les indujera a suicidarse. El Prozac y su familia posterior, en la que destaca actualmente el escitalopram, no son precisamente equivalentes en eficacia a los anestésicos generales para operar a alguien o los antibióticos contra las enfermedades bacterianas. Los efectos antidepresivos de los ahora llamados inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina son eficaces cuando lo son, en ausencia de marcadores que orienten prescribirlos. Hasta la hipótesis de su acción sobre una carencia serotonínica en determinados espacios sinápticos sigue siendo discutida, como lo es, en general la hipótesis monoaminérgica iniciada por Julius Axelrod.


Lo escrito hasta aquí es un mero contexto muy simplificado a tener en cuenta cuando se mira a la depresión. Lo que sigue será, más bien, un enfoque que tiene dos características: la pretensión fenomenológica y la marca subjetiva. Se trata de una mirada sesgada, para bien y para mal, por ser quien esto escribe médico, aspirante a científico, con interés filosófico de escasa base bibliográfica y con fe cristiana. Mi intento no es abarcador, no podría serlo en absoluto; trato sólo de dar una impresión en unas cuantas pinceladas.

 

Aparece la depresión. Se anuncia, porque es conocida ya. Y se niega; será un mal día, algo ha pasado, etc., hasta que el absurdo se muestra.


Pero el absurdo no lo es tanto. Diría que nunca se muestra claramente hasta que la enfermedad alcanza su plenitud. Hasta entonces, van creciendo la tristeza, la apatía, los días malos… Y se instala. ¿Por qué? La discusión entre el carácter endógeno y el exógeno me parece bizantina, antigua. Es cierto que hay una base genética con expresión biológica cuyo conocimiento nos retrotrae al hallazgo empírico casual de los antidepresivos IMAO y los tricíclicos, y al desarrollo de los "selectivos", “duales” y otros varios. Cuando se descubrieron los fragmentos de restricción de ADN como marcadores fenotípicos por parte de Gusella (con el importante hallazgo de su aplicación en el diagnóstico de la enfermedad de Huntington), se empezaron a buscar (previamente a la “caza” del gen implicado) en múltiples enfermedades mono y poligénicas, incluyendo la psicosis maníaco-depresiva (llamada ahora bipolar) con resultados negativos. Los estudios “genome wide” extendieron el panorama, pero no es predecible a día de hoy si aparecerá o no depresión en una persona a partir de marcadores bioquímicos, genéticos o morfológicos.


            Las “dianas” de los principales antidepresivos, la serotonina, noradrenalina y dopamina, distan de ser explicación necesaria y suficiente. Pero, dicho todo esto, es obvio que hay personas bipolares, las hay distímicas, otras con tendencia mayor a la depresión, incluyendo muchas que no saben por qué les ha caído en su vida tal desgracia, potencialmente letal, y a veces, cuando, desde la mirada de los otros, todo les sonríe.


            Asumiendo que hay un substrato biológico a la depresión, sostengo que, salvo experiencias directas con fármacos, alguno usado hace muchos años, como la reserpina, todas las depresiones (exagerando algo), incluyendo las endógenas, son, en su inicio y probablemente en su mantenimiento, exógenas y, simplificando, ligadas a una pérdida real (de un familiar, de un trabajo, de un país, etc., lo que acarrearía más bien situaciones de duelo) o simbólica, que ya es otra cosa, más oculta. Ahora bien, la respuesta al dolor exógeno puede amplificarse del peor modo por mecanismos biológicos que escapan ya al control consciente y que requerirán tratamiento, por defectuoso que éste sea.


            Es decir, el conflicto biográfico se amplía y se perpetúa por mecanismos bioquímicos mal conocidos. La biografía sucumbe entonces a la biología. No basta eso para asumir sin mayor evidencia que la actual la teoría monoaminérgica necesita muchos más resultados para pasar de hipótesis a tesis. No se ha atendido aparentemente a su posible falibilidad popperiana.


            Hay que reconocer, no obstante, que son muchos los pacientes que, sea por efecto real o por efecto placebo, mejoran con psicofármacos.  Hubo dos grandes meta-análisis al respecto con resultado global contradictorio  y, de ellos, es muy citado el más reciente, del grupo de Cipriani.


            No se puede descartar el recurso a psicofármacos, la mayoría con indeseables efectos secundarios, casi todos ellos con períodos de latencia agobiantes, y que pueden mostrarse inútiles tras un prolongado tiempo de administración. Pero es lo que hay y también valiosas experiencias personales, con independencia de meta-análisis.

            

            Hay algo que me parece, esto es impresión subjetiva, interesante tener en cuenta. El mercado de los psicofármacos para la depresión y la ansiedad no parece precisar tanta I+D para mantenerse. Lo que hay se vende muy bien porque no hay otra cosa y no parece darse, a pesar de existir, un estímulo para la investigación en este campo. Algo parece ir mal cuando una terapia ya antigua como la electroconvulsiva mantiene cierto vigor. Por sus connotaciones psicodélicas, la psilocibina o la esketamina, por ejemplo, no parecen muy atractivas en investigación. No facilita las cosas tampoco el contar con mediocres modelos experimentales o que, en ensayos clínicos, los integrantes de un placebo puedan reconocer su grupo de asignación por presencia o ausencia de efectos secundarios concretos. 

          La depresión es el gran absurdo vital. Hasta el deprimido se pregunta el porqué, como hacía Styron cuando fue premiado, esas cosas que ocurren, o no, una vez en la vida. Y más lo hará quien lo presencia. ¿Por qué? ¿Por qué, si hay enfermedades “de las de verdad”, terribles, que no deprimen necesariamente a personas que las padecen? ¿Por qué ese sufrimiento sin sentido, perdiendo la vida y su color en él? Alguien es admirado, la vida no le puede ir mejor a los ojos de los demás, es un triunfador y lo sabe, pero no basta para desplomarse ante el poder del absurdo. Tenemos clarísimos ejemplos de famosos autolíticos (por suicidio o por consumo de drogas).

 

La depresión se hace corpórea. A la depresión, a ese demonio, no le basta con mostrarse como perturbación mental. Como un cáncer agresivo, se corporeiza, amplificando los males del cuerpo y somatizando otros nuevos. La queja no es ya de tristeza, de inhibición o incluso claramente de depresión, sino de fatiga, de dolores articular, precordial, gástrico…, de temor a enfermedades incurables (Styron decía que su depresión se había iniciado con abundantes notas hipocondríacas). Temor incluso a una muerte próxima, inminente.


El paciente podrá optar por acudir a distintos médicos que elegirán, en general, entre dos opciones extremas, decir que todo es depresión o, por el contrario, fijarse sólo en la semiología orgánica y atenderla o derivar al paciente a otro especialista. Y ocurre que “in medio virtus”, pagándose caros los excesos y los defectos diagnósticos.


En la depresión, especialmente en personas mayores, se echa mucho en falta la perspectiva generalista.

 

La depresión es contagiosa. El día 13 de enero fue el día mundial contra la depresión. A la vez, también fue el día mundial del chicle. Sin duda, una casualidad, pero que, sin pretenderlo, alude a un elemento común; como el chicle, la depresión es pegajosa. Contagia sin aparente necesidad de germen infeccioso (aunque se haya barajado esa hipótesis hace años). 


El grado de contagio se relaciona con la proximidad espacial y el tiempo de su duración. Depende del contagiado, pues no es lo mismo ser próximo localmente que emocionalmente. Y el contagio se produce paradójicamente donde uno se protege de enfermedades que son contagiosas por microbios, en casa. La casa se hace lugar de recuerdos, micro-clínica con sus termómetros y tensímetro y con los nuevos fármacos y registros si proceden, con internet para leer prospectos enciclopédicos e interacciones posibles. No suelen hacerse búsquedas de otros pacientes. Hay asociaciones contra las enfermedades mentales, pero no propiamente de depresivos. ¿A quién, con depresión mayor, le interesaría conocer a gente sufriendo el mismo absurdo?


Hay más bien la tentación de refugiarse en casa, donde uno no es visto. Como en otros tiempos la lepra, la enfermedad mental está mal vista, aunque su alta prevalencia vaya favoreciendo la desaparición de estigmas clásicos. Pero algo permanece y es el propio paciente deprimido quien se autoestigmatiza recluyéndose en casa o paseando sólo por lugares muy concretos y pequeños de la ciudad en la que ya no habita, sino que sólo vive.


Se sigue otorgando al deprimido una autonomía de la que carece por su enfermedad: “Anda, anímate” sigue siendo un consejo sencillamente estúpido como lo sería aconsejarle a un paciente que generase más neutrófilos (algo simpático que presencié).

El cuidado. 
       La soledad no deseada crece de modo imparable y destaca más en las ciudades por su contraste con el ajetreo juvenil en calles y lugares de ocio. Hasta la televisión es esencialmente joven y “alegre”, exceptuando los macabros telediarios.


Una persona deprimida sola puede, si su enfermedad lo permite, hablar o escuchar (conversar es más difícil) con cuidadores profesionales, que son del ámbito sanitario o con asistentes sociales. También con personas vistas de forma cotidiana. ¿Cuánta gente “incordia” a quienes esperan a que acabe su única charla del día con el tendero, con el único interlocutor de meras palabras vacías que tiene?


Y los profesionales del cuidado, aunque vayan a casa, no son de casa.


Es curioso. El término “cuidado” está descuidado. No cometeré la osadía de comentar la importancia que Heidegger concedió a “Das Sorge” y me limitaré sólo a lo que concibo como cuidado de la depresión.

 

Se trataría esencialmente de estar atento y resolver problemas que la enfermedad acarree, sean de salud o de cualquier otro tipo. Escuchar, ser receptivo a la queja perenne, al absurdo que muestra, a la resistencia a cualquier razonamiento… 


Eso sólo puede hacerse por amor a la persona enferma y, si uno cree en Dios como Amor, con Jesús como Amor Divino encarnado y resucitado, puede bastar con pedirle a Él fortaleza y serenidad, con pedirle que ayude a ayudar. Cabe así sostener una difícil desesperación esperanzada. 


Se habla del cuidado del cuidador, pero eso es una entelequia más allá del recurso a necesidades de mantenimiento propio incluyendo el médico, más allá de contar con pocos y buenos amigos con quienes, eso sí, la comunicación es facilitada por el teléfono y los medios electrónicos; a veces, raras al no haber ya tiempo propio, con un breve encuentro. Sólo se cuida al cuidador si éste no es único y comparte el cuidado del enfermo con otro familiar. El grado de soledad de la civilización actual conduce a que el cuidador de alguien lo sea también de sí mismo. Quien cuida cotidianamente a un familiar deprimido, acaba a su vez adherido a ese agujero negro mental llamado depresión. Ya sabemos que nada escapa de un agujero negro físico y por eso acercarse a su horizonte de sucesos es peligroso. También ocurre con la depresión; quien se acerca es fácilmente fagocitado por ese agujero negro mental, que reduce su tiempo propio a un mínimo.

 

¿Qué hacer?

Algo va muy mal en nuestra sociedad desarrollada para que tanta gente se deprima. Y ese algo tiene mucho que ver con la ausencia de sentido que no necesariamente ha de ser religioso, aunque esto ayude (analizaré la relación entre depresión y fe, algo tan aparentemente denostado, en una futura entrada). 


Quizá el peor factor sea la soledad, por muy rodeados de gente que estemos. Acompañarse, sea en compañerismo, amistad o enamoramiento supone el cuidado esencial y recíproco. Johann Hari lo explicó muy bien en su libro “Las conexiones perdidas” .


Si eso falla, si hay una falta de amor, aunque se reciban todos los honores del mundo, la pérdida esencial está servida y, con ella, el caldo de cultivo para la depresión.

 

 

 

 

 

 

 

lunes, 23 de diciembre de 2024

Navidad. 2024.




 

“María, por su parte, conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón.” (Lc.2,19)

 

         Según el Observatorio Estatal de la Soledad no Deseada, esa triste situación es sufrida por un 20% de personas en nuestro país.


         Los avances tecnológicos han tenido su triste y gran papel en tal situación. Atrás quedaron tertulias, juegos en cafés, paseos en compañía, en aras de la hiperconexión digital, de plataformas, de influencers y demás historias que, si bien pueden ayudar, no tienen menor poder a la hora de alienar al ser humano.


         En general, se acompaña poco, especialmente cuando la compañía torna en asimétrica y pasa a ser una relación entre paciente y cuidador, fuera de la cual el mundo desaparece.


         Estos días, en que la Navidad puede ser un elemento de unión anual entre familiares, amigos, compañeros de trabajo o de actividades lúdicas, la soledad no deseada martiriza a quien la sufre por un efecto de contraste con compañías reales o imaginadas de los otros.


         Los modos de acompañamiento abarcan desde relaciones estrictamente profesionales de ayuda a un paciente o a un anciano, a las familiares cercanas. Y su ausencia ensombrece profundamente estos días.


         Pero quienes creemos en Dios, aunque estemos solos o seamos cuidados o cuidadores, tenemos el motivo e incluso el mandato paulino de estar alegres en el Señor (Flp. 4,4-8). Y estos días, aunque las condiciones de relación se hagan difíciles, tenemos ejemplos de buena compañía en los textos evangélicos, no sólo en Jesús, con cuyo nacimiento Dios entró en la Historia pocos años antes de la era cristiana.

         Un buen ejemplo de compañía es la figura de María. Lo fue con su aceptación a la oferta del ángel. No fue fácil decir “Hágase” al ofrecimiento de ser theotokos, madre de Dios, ese “Fiat”, que tan bien reflejó la pintura de Fra Angelico. En la presentación de Jesús en el templo, pocos días tras su nacimiento, un anciano le pronosticaba a María que su hijo sería signo de contradicción y que a ella misma una espada le atravesaría el alma (Lc.2, 34-35). 


        Acompañó bien a su hijo, en los buenos y los peores momentos. En la oración del “Salve Regina” se la saluda diciendo “spes nostra, salve”, pues la esperanza más allá de toda duda nos mantiene vivos e incluso alegres.

        

        En los evangelios Jesús dice muchas veces (ignoro si 365, como alguien indica) “No temáis”. Es un buen compañero y lo es para siempre, más allá del sepulcro. La Navidad nos lo presenta como un recién nacido envuelto en pañales. Creció bajo el consejo de adultos, como María, hasta que se hizo hombre y predicó las bienaventuranzas. Sin duda, en su madre, María, tuvo una sabia guía y compañía en buenos y duros momentos, en ese camino de la cruz que precede a la Vida.

            

viernes, 28 de junio de 2024

Sobre un libro muy saludable: "Crónica de una sociedad intoxicada" de Joan-Ramon Laporte.

 



    Recomiendo vivamente el libro del Prof. Laporte, "Crónica de una sociedad intoxicada", de reciente aparición y ya reeditado.


    Sostenido por el amplio curriculum de su autor, el texto guarda continuidad con su lucha, desde las posiciones científica y ética, contra los abusos de la medicalización.


    Lo que se afirma en el libro, apoyado por una abundante bibliografía, refleja un riguroso afán de evaluar la verdad de lo que como tal se proclama, ofreciendo su análisis con gran sencillez al lector adulto y crítico.


    Así, el alto consumo de estatinas y de antidepresivos, por ejemplo, contrasta con la debilidad de las concepciones pretendidamente científicas que avalan su uso casi indiscriminado en prevención primaria (estatinas) o asegurar que la depresión es cosa puramente química (déficit de serotonina en determinadas hendiduras sinápticas).


    El texto consigue que podamos situarnos frente a influencias poderosas de compañías farmacéuticas (y diagnósticas, algo en lo que con frecuencia no se repara), pero también de alternativas pseudocientíficas, que no se quedan cortas en potenciales daños directos e indirectos.


    Es recomendable una lectura continua, pausada y completa de este amplio libro, pero su redacción facilita también una lectura preferente por capítulos que, de modo natural, llevarán a otros previos o posteriores. 


    Sería recomendable una amplia difusión especial a todo el personal sanitario en general y deseable que en las bibliotecas de nuestros hospitales fuera albergado como lo es el "Harrison".


    Además de sus méritos científicos, contrarios tanto al cientificismo como a la pseudociencia, creo que la “Crónica” que nos ofrece el Prof. Laporte merece en rigor el calificativo de saludable.

jueves, 27 de junio de 2024

Salud de los enfermos

    

    Hoy, en el contexto católico, es el día de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, patrona de Sanidad Militar y de los Colegios Médicos. 

    En otra entrada de este blog, escrita un día de la pandemia en 2021, incluí un breve apunte sobre la imagen que representa esta advocación mariana.

    Mucho arte, incluyendo las catedrales, ha sido dedicado a manifestar la veneración que el cristianismo otorga a María por su libre aceptación al anuncio del ángel, que tan bien pintó Fra Angelico y que culminó con el reconocimiento cristiano de María como theotokos, Madre de Dios. Ese saludo angelical, como “Ave María”, se hizo oración universal y, con la oración a Dios Padre enseñada por Jesús, y otra de alabanza trinitaria, conforma el rosario, cuyas cuentas se despliegan en tantas manos, lugares y tiempos. En las letanías, que lo acompañan, se van recitando reconocimientos y alabanzas a María, una de las cuales es precisamente “Salud de los enfermos”.

    El “Ave María” es una oración evolucionada históricamente y que incluye el saludo inicial, la bendición y una petición concreta: “ruega por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte”. Y así se canta por magníficos tenores, en latín: “ora pro nobis peccatoribus, nunc et in hora mortis nostrae.” La intercesión solicitada se refiere así a dos momentos esenciales en nuestra vida, el momento presente o ahora, “nunc”, y el del cierre biográfico que traerá la muerte, a la que S. Francisco de Asís llamó hermana. 

    El icono aludido incluye la cruz en forma oriental, de doble travesaño y que porta el arcángel Gabriel y que recuerda que el cristianismo no es casi nunca un camino de rosas y que, en él, cada instante de vida cuenta y puede bastar con uno solo de ellos para una buena respuesta a la gracia que a todos otorga Dios.

martes, 7 de mayo de 2024

IGNORANCIA. Ciencia, Psicoanálisis y Cristianismo.

 


 

    La ignorancia tiene, por lo general, una connotación negativa. Y, sin embargo, con ella hemos de lidiar para hacer luz en nuestra vida, ella misma puede estimularnos a dirigir la mirada a lo auténticamente relevante. 

 

CIENCIA E IGNORANCIA


    El afán de saber es tan noble como necesario. Lo precisamos para conocer y mejorar el mundo y a nosotros, aunque pervertir el uso del conocimiento siempre es posible. 


    No obstante, ha de diferenciarse entre lo que uno puede saber y lo que, como colectividad humana, podemos alcanzar. Todos necesitamos saber una serie de cosas para movernos en el mundo, para llevar una vida, para “ganárnosla” como se dice tan habitualmente, A la vez, cada cual puede, según su deseo, profundizar en un ámbito que puede relacionarse o no hacerlo en absoluto con su trabajo cotidiano.


    Como tarea colectiva, la investigación aumenta lo que sabemos en muy diferentes áreas científicas y humanísticas. A la vez, a medida que sabemos, aprendemos también que parece aumentar la cantidad de cosas que desconocemos, dándose la aparente paradoja de que la luz del saber aumenta las tinieblas de la ignorancia.


    Podemos saber qué sabemos, podemos saber lo que no podremos saber, como ocurre con las restricciones a medidas simultáneas dadas por las relaciones de incertidumbre cuánticas. Es más difícil saber qué nos queda por conocer e incluso si algo que no sabemos y planteamos, como la existencia de un multiverso o las bases de la consciencia, no lo sabremos nunca. Todas esas cuestiones se dan en el ámbito científico y con implicaciones filosóficas. A la vez, el saber logrado se alía al desarrollo del conocimiento técnico, manteniendo entre ambos, no obstante, una diferencia que remite a los griegos.


    Y, aunque no sea objetivo de esta entrada, conviene recordar el saber específicamente singular, el creativo o “poiético”, manifestado de forma especialmente clara en el ámbito artístico, que usa la técnica e incluso la tecno-ciencia, como medios para un resultado original y que puede afectar al espectador, incluso transformarle.


    Finalmente, precisamos saber de nosotros, cada uno de sí, es decir, conocernos, algo que siempre ha sido perseguido tomando como meta la sabiduría, que da nombre a tal aspiración. Sabiduría y belleza parecen presentar una intensa relación y, además de la Filosofía, sería contemplable una Filocalía, pero este término ha quedado relegado a una práctica religiosa cristiana.


    Podemos saber muchas cosas, pero estar muy alejados de la sabiduría, que no es ni conocimiento solo ni, mucho menos, información, como afirmaba TS Eliot. Si el conocimiento requiere información y objetivación, la sabiduría implica un saber sobre el mundo y sobre lo subjetivo, especialmente de la propia ignorancia, siendo por ello natural que alguien dijera “sólo sé que no sé nada”. Podemos postular así que una inteligencia artificial nunca será sabia, lo que equivale a asumir que nunca será consciente de sí, por más que emule un comportamiento humano.


    Decía Harold Bloom que “no podemos encarnar la sabiduría, aunque podemos enseñar cómo conocerla, la identifiquemos o no con la Verdad que podría hacernos libres”. De lo que no cabe duda es de que cada uno encarna muchas ignorancias. Aunque no sepamos en qué consiste y mucho menos podamos, contra Bloom, enseñar cómo conocer la sabiduría, sí podemos alcanzar a sabernos grandes ignorantes. 


    La ignorancia es algo que puede intuirse o saber que existe en distintos campos de estudio, algo que sobreviene al conocimiento alcanzado en ellos.


    Marcus du Sautoy escribió un libro de título evocador, “Lo que no podemos saber”. En él abarca el comportamiento de sistemas caóticos (deterministas, pero con una gran sensibilidad a condiciones iniciales, que dan al traste con la predicción de un resultado empírico), la dificultad de interpretar la mecánica cuántica, con el entrelazamiento que remite a una realidad no local, por ejemplo, o en el deseo de saber cuándo una masa radiactiva emitirá una partícula, planteándose la relación entre lo epistemológico y lo ontológico. Se detiene también en el impacto que la incompletitud de Gödel tuvo en la axiomatización de Hilbert, que pretendía negar el “ignorabimus”. Contempla asimismo el problema que plantea la exquisita precisión para la vida humana de las constantes físicas del universo, así como de la alternativa de un hipotético multiverso, que liquidaría el argumento del principio antrópico que exige un universo único. También toca la conservación de la información en los agujeros negros y revisa rápidamente el gran problema de la consciencia.


    La cuestión que nos plantea el saber científico es la ignorancia que le acompaña y la ignorancia sobre si ella misma permanecerá en los distintos ámbitos. La frontera entre física y metafísica no parece tan clara en nuestros días como hace un siglo.


    Esa ignorancia se refiere a un saber colectivo sobre la Naturaleza, en el cual cada uno participa o no en mayor o menor grado con el estudio y contribuyendo o no a su progreso. El gran valor de saber qué es lo que no sabemos y de estar atentos a lo que no sabemos que desconocemos constituye el gran estímulo de la investigación científica que responde a un proyecto o a la curiosidad pura, respectivamente.

 

IGNORANCIA Y PSICOANÁLISIS. 


    La cuestión es distinta, mucho más próxima y lejana a la vez, cuando nos planteamos qué ignoramos de nosotros mismos, resonando en tal caso el viejo mandato délfico. Si el problema de la consciencia en sentido fuerte (la subjetividad, ejemplificada con el caso de los “qualia”) se presenta como irreductible a la comprensión neurobiológica, el de lo inconsciente no parece de menor calado. Y lo inconsciente tiene que ver con la subjetividad misma en su profundidad, con lo que queremos o no saber y querer en realidad y cómo operar con ese saber que, oculto a nosotros por nosotros mismos, tiene un peso determinista considerable, aunque no anule la responsabilidad por nuestros actos.


    El psicoanálisis puede desvelar lo que nos es oculto, a raíz de un largo trabajo que suele partir de una presentación sintomática, y eso proporciona un plus de una sabiduría que, aunque muy limitada, puede hacernos más libres por la verdad que supone, tomar mejores elecciones, caer en la cuenta de nuestros errores y evitar futuras repeticiones de lo peor. 


    A pesar de sus limitaciones, el psicoanálisis proporciona la alteridad profesional, en un encuentro que se produce de modo especialmente fecundo en el espacio analítico, reafirmando caso por caso el valor del descubrimiento freudiano. Será en él y desde una seria renuncia narcisista y una asunción realista de la posibilidad ética y la responsabilidad implícita a ella, que podamos hacer algo mejor con nuestra vida y nuestro mundo. 

 

IGNORANCIA Y RELIGIÓN


    Finalmente, hay algo que no podemos saber “a ciencia cierta”, pero en lo que podemos creer, no creer o limitarnos a no verlo como problema relevante. Se trata de una religación a lo Absoluto, se trata de lo que supone una religión.


    También aquí se da la situación del uno por uno, porque, incluso entre personas que comparten las mismas creencias básicas, los matices de creencia o increencia son tantos como biografías hay que las acogen.


    En el caso de la creencia, cada cual puede dar, pero, sobre todo, darse una serie de razones que la justifiquen.  Y en este caso, la ignorancia juega un gran papel. Una ignorancia pasiva es negativa porque, en la práctica, desprecia cuanto ignora. Pero la ignorancia “aprendida” es también parte de un camino religioso que responde a la elaboración de una creencia y actuación singulares, aunque compartan muchos elementos comunes con otras personas. Esa ignorancia, cultivada, aprendida, “docta”, parece necesaria para no reificar lo que se intuye como divino, lo Absoluto. La ignorancia aprendida será imprescindible para deshacerse de concepciones infantiles y aproximarse a una teología que ha de ser esencialmente humilde, negativa en lo accesorio, algo que es lo opuesto a la expresión “credo quia absurdum”. De Dios podremos decir que Dios no es…, no es… quedándonos sólo con lo manifestado, su Palabra, el Amor y la Belleza de lo que percibimos, de lo que, a veces, está a la mano. 


    La eliminación de elementos superyoicos tantas veces feroces (a la que puede contribuir curiosamente un psicoanálisis, algo fundado por un “maestro de la sospecha”), puede inducir al ateísmo o, por el contrario, facilitar que florezca la vida religiosa, no desde la seguridad que proporciona la ciencia, pero sí desde la confianza de una fe esencial. 


    La fe no estará exenta de dudas e ignorancia, pero puede ser suficiente para arrostrar las circunstancias más adversas con confianza amorosa. Los ejemplos abundan.

 

REFLEXIÓN FINAL      


    Una gran ignorancia permanece más allá de las cuestiones que plantean el mundo en que vivimos, nuestra vida, y el horizonte de la muerte. 


    Se trata de asumir la pregunta sobre por qué en un momento de la historia del mundo, cada cual ha sido convocado a él, ha sido llamado a ser, al Ser. 

 

 


lunes, 1 de abril de 2024

Ciencia y Fe.

 


Fotografía obtenida por el autor




        “Dos cosas colman el ánimo con una admiración y una veneración siempre renovadas y crecientes, cuanto más frecuente y continuadamente reflexionamos sobre ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí” I. Kant. Crítica de la razón práctica.

            

Bertrand Russell respetaba a Kant y su rechazo de las pruebas racionales de la existencia divina (la ontológica, la cosmológica y la teleológica), pero, en su obra “Por qué no soy cristiano”, nos muestra a Kant como un tanto incoherente, diciendo de él que “Era como mucha gente: en materia intelectual era escéptico, pero en materia moral creía implícitamente en las máximas que su madre le había enseñado. Eso ilustra lo que los psicoanalistas enfatizan tanto: la fuerza inmensamente mayor que tienen en nosotros las asociaciones primitivas sobre las posteriores”


Últimamente se están editando libros que parecen no sólo buscar una coherencia entre el conocimiento científico y la fe, sino incluso una demostración de la existencia de Dios a partir de la ciencia, usando dos de los argumentos racionales rechazados por Kant, el teleológico y, relacionado con él, el cosmológico.


No es algo novedoso que haya científicos que defiendan una perspectiva personal, separando ambos campos, ciencia y creencia, como hizo Stephen Gould en “Ciencia versus Religión” o Martin Gardner con su texto “Los porqués de un escriba filósofo”, que ya comenté en otra entrada de este blog. Bueno, ya decía S. Pablo que “lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, son perceptibles para la inteligencia a partir de la creación del mundo a través de sus obras” (Rom.1,20). 


Me resultó, no obstante, llamativo, encontrarme con un extenso libro cuyo título es “Dios. La Ciencia. Las Pruebas”, de MY Bolloré y O Bonnassies. Hay otro texto anterior redactado por el ya fallecido y buen divulgador científico Amir D. Aczel, “Why Science does not disprove God”. Ambas obras, hay más, persiguen resucitar dos de los argumentos rechazados por Kant. Uno es el cosmológico, por el que el Universo, surgido de la singularidad del Big Bang, “demuestra” una causa incausada, acorde con la narración del Génesis. El otro argumento es finalista, mostrando la exquisita precisión de constantes físicas y su relación, así como la extraordinariamente baja entropía del Universo inicial (resaltada también hace años por Penrose), básicas para la aparición de la vida y su evolución hasta la génesis humana. En síntesis, se recogen datos conocidos y ya muy bien desarrollados en otros libros, como los de John D. Barrow, que sustentarían lo que se conoce habitualmente como principio antrópico fuerte, enunciado inicialmente por Brandon Carter. No cabe duda de que la admirable relación de “Las constantes de la naturaleza” (así se titula uno de los libros de Barrow), aunque alguna quizá no sea tan constante a lo largo del tiempo, incita a la reflexión y puede sustentar la atención de muchas personas, entre las que me encuentro. A Barrow se le otorgó el premio de la Fundación Templeton en 2006.


El libro de Bolloré y Bonnassies resulta muy interesante por la revisión que hace del saber cosmológico, mostrando un gran trabajo de recopilación y síntesis. Es introducido por Wilson, quien, con Penzias, ganó el Premio Nobel de Física de 1978 por su descubrimiento de la radiación cósmica de fondo, uno de los pilares de la actual perspectiva del cosmos. Ese galardón lo compartieron con Kapitsa, descubridor de la superfluidez. Los autores no se contentan con la narración científica que avala sus argumentos, sino que citan como respaldo la religiosidad de muchos científicos, heterogénea y que abarca el panteísmo de Einstein (“Creo en el Dios de Spinoza…”), aunque se refiriera también al “secreto del Viejo” en su correspondencia con Max Born, la creencia plausible o incluso la mera alusión como posibilidad de un Dios creador personal por parte de Hawking o de George Smooth... También se incluye a Gödel, que, años después de demostrar la incompletitud en Matemáticas, desbaratando el sueño axiomático de Hilbert, defendía, en formalismo matemático, el viejo argumento ontológico de San Anselmo.  


Un universo con origen contrasta claramente con la idea de una alternativa de eternidad, como sugería el ya olvidado estado estacionario con creación continua de materia defendido por Fred Hoyle. Eso, un origen, nos destacan Bolloré y Bonnassies, supuso la represión de no pocos científicos en el ámbito soviético, mostrando que una narración científica puede tener efectos, incluso letales, por avalar o contradecir una religiosidad tradicional o una religiosidad atea (no sobra recordar que John Gray escribió un libro titulado “Siete tipos de ateísmo”).


Hay una posibilidad que podría desbaratar la idea de un Universo con principio en una singularidad y abocado a una muerte entrópica. Se trataría de la existencia de múltiples universos heterogéneos en sus constantes fundamentales; es decir, el nuestro sería un elemento más de todos los universos que constituyen el propuesto multiverso, coherente con la teoría del campo inflacionario (la inflación de nuestro universo daría cuenta de su homogeneidad y la isotropía de la legalidad física), si bien hay que considerar que tal hipótesis teóricamente plausible según proclaman sus defensores, no parece ofrecer, por el momento, posibilidad de verificación, considerándose así, de momento, no “falsable” en el sentido de Popper.


Es curiosa la aparición de un libro cuyos autores indican que proporciona pruebas científicas de la existencia de Dios, pero no es menos cierto que antes de éste se publicaron artículos y libros en sentido contrario y con similar afán apologético. Se habla del “nuevo ateísmo desde hace un tiempo (parece que el término apareció en la revista Wired en 2006). En esa línea claramente cientificista destacan personas como Christopher Hitchens, Daniel Dennett, Sam Harris y Richard Dawkins, que se autodenominaron “Los cuatro jinetes del Apocalipsis” en un libro conjunto con ese título y prologado por Stephen Fry. 


Hacer razonable una creencia no es demostrar una tesis o descubrir un axioma. Y Dios es, para el creyente, ante todo, creencia, confianza, esperanza … y, en el caso delas religiones del libro, revelación esencial que supone una adhesión siempre singular.


Desde mi punto de vista, el libro que he comentado tan brevemente, reverbera en mí no por una demostración que la ciencia no puede dar, sino por la belleza que la ciencia muestra y que, justo es reconocerlo, recoge ese texto, aunque incluya otros apartados mucho más alejados, alguno tan curioso como el milagro de Fátima.


Yo creo, desde el prisma cristiano, que Dios existe, como creo que la ciencia puede ser un camino personal para intuir esa existencia, pero no demostración de ella y que, en todo caso, remitiría al Ser de un modo extremadamente apofático.


La ciencia tiene su ámbito y la teología el suyo. Pueden darse fecundas relaciones entre ciencia y creencia, pero no debiera producirse una mutua invasión de campos con extrapolaciones a explicaciones indemostrables.


Ello no obsta para que personalmente me adhiera a un principio antrópico, no tanto epistémico como estético. De modo singular, no comunicable, sí que concibo al Dios estético y amoroso desde esa bellísima armonía de la legalidad física y su isotropía universal aparente, promotora y acogedora de la vida y de su evolución hacia la consciencia del mundo y de sí, también hacia el estremecimiento ante Dios. Es mirando un planeta, una flor, o ante la perspectiva del exquisito funcionamiento de una célula, que resuena en mí la expresión del Chandogya Upanishad, “tú eres eso”, esa invisible danza de partículas, atómica y por ello oculta en el vacío aparente de una semilla partida, esa participación en el Ser. Y así, desde la perspectiva estética, comparto la expresión de Sto. Tomás (cuyas pruebas de existencia divina desbarató Kant), “ex divina pulchritudine esse omnium derivatur”. Y coincido con el criterio de François Cheng cuando afirma que el Universo parece haber esperado al ser humano para ser dicho.


Pero la contemplación estética, pudiendo ser incluso extática, no bastaría si no fuera recepción amorosa que al Amor mismo impulsa.


Tampoco bastaría ese extasiarse ante la inconcebible complejidad de la vulgar hierba más próxima, sin la posibilidad de sentido propio singular, a la vez que compartido, como la hermandad que proclamaba Schiller en su “Oda a la Alegría”. No nos bastaría ni a mí ni a muchos. “Sólo Dios basta”, que decía Sta. Teresa, equivale a decir “Jesús basta”, pues en Él está la esperanza de muchos de nosotros, el sentido real de la vida en Dios.


La creencia, ya cristiana, en Dios, se ancla en la biografía del ser humano. No sólo en su pensamiento, sino también, esto no se puede negar, en lo que le es o le fue inconsciente, algo en lo que también tenía razón Russell.


El propio evangelio ya mostró el camino, en el que conviene, de vez en cuando, no sólo la actitud ética, sino también la esperanzadora y realista mirada estética, la que contempla los lirios del campo (Mt 6,28) y nos sitúa así en un mundo a cuya belleza y bondad podemos contribuir, asumiendo que quien no crea e incluso defienda apologéticamente su ateísmo, puede estar más cerca de Dios que el creyente más fervoroso.

 

 

martes, 19 de marzo de 2024

Afasia

 


Imagen tomada de Wikimedia Commons.

    Día de San José. Hoy la felicité por su santo. Como otros años. Como en otras festividades que impone el tiempo cíclico sobre el lineal y nos hacen creer perennes. Esperé la respuesta ya tristemente habitual, estereotípica. No se produjo. Al contrario, sentí cómo el teléfono transmitía el terrible esfuerzo afásico en forma de sílabas y silencios, como ruido incoherente y a la vez reconocible en su frecuencia y tono.


    Adrian Owen observó que pacientes en estado vegetativo pudieron asociar respuestas dicotómicas a imágenes de fMIR. Quizá algún día una interfaz cerebro – máquina palíe las brutales carencias que una demencia supone.


    Ante una enfermedad neurológica que bien merece muchos más recursos en investigación básica y aplicada, corremos el riesgo de "neurologizar" al paciente y negarle en la vida cotidiana su posible subjetividad, asumiendo que ni sufre ni padece. Hay quien llega a decir que una demencia es dulce porque anula el miedo a la muerte. ¿Cómo saberlo? Y, aunque fuera así, ¿valdría la pena? En la práctica, podemos fomentar un cuidado familiar o residencial crudamente crueles si dogmatizamos un mundo personal que se oscurece irreversiblemente, en el que no pueda haber chispazos luminosos de presencia de sí mismo. 


    La necesaria investigación, que atenderá a estadísticas, modelos experimentales y ensayos clínicos, y en la que se están produciendo avances,  requiere también el complemento clínico impulsado por la mirada compasiva auténtica ante cada paciente, tanto por parte de familiares como de la sociedad en su conjunto. 


    Hay quien es llevado a beber pronto y durante mucho tiempo las aguas del río del olvido. No podemos olvidar que eso ocurre aquí y ahora y que cada uno de nosotros puede beberlas lentamente en años de deterioro cognitivo, antes de morir.


    El envejecimiento poblacional urge a un establecimiento de prioridades de atención clínica más realista del que actualmente disponemos.

miércoles, 28 de febrero de 2024

Nostalgia de carencias y la mirada del corazón

 


Imagen tomada por el autor

     " Si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos " (Mt. 18, 3).


    Allí y en otro momento que hoy recuerdo, fue uno de tantos “aquí y ahora”, aparentemente igual a muchos previos y probablemente a otros que vendrán, pero distinto sólo por haberlo reconocido, por ser de nuevo consciente de que hay un tiempo en que podemos parar el pensamiento habitual o la mera distracción, y un lugar cualquiera donde hacerlo, como en la adolescencia. No importa el cuándo ni el dónde, ni siquiera lo que estemos haciendo entonces, sólo que dejemos que ocurra. 


    Un instante espacio-temporal basta para contemplar la Vida, para tratar de mirar lo esencial, siendo, de paso, conscientes de que eso ocurre, por más quietud que haya, viajando, con la tierra que pisamos y todos los seres que la habitan, a algo más de cien mil kilómetros por hora en torno al sol, casi treinta kilómetros por segundo. Un instante que puede presentarse como la repetición de tantos otros de nuestra vida pasada. Y, sin embargo, cada aquí y ahora en que Somos realmente, podemos retornar del mejor modo a la frescura juvenil con el potencial deseo del buen olvido de proyectos y de logros prescindibles, y con gran receptividad pasiva a la belleza del mundo y de la Vida.  


    En una Audiencia General, habida el 11 de mayo de 2022, el Papa Francisco, decía que, en la vejez, se “es capaz de vivir una época de plenitud y de serenidad”, aclarando poco después que, “como ancianos, se pierde un poco la vista, pero la mirada interior se hace más penetrante: se ve con el corazón. Uno se vuelve capaz de ver cosas que antes se le escapaban”


    En muchas profesiones y trabajos de todo tipo, cada vez más, se da un largo proceso métrico al que, desde el colegio (hoy en día ya desde la etapa preescolar) hasta la jubilación, nos sometemos, un proceso al que solemos llamar “carrera”, con buen sentido porque corremos por buenas notas escolares, superación de exámenes, calificaciones académicas, reconocimientos bibliométricos, indicadores de empresa, índices de “calidad”, etc. Nos instalamos así durante demasiados años en una métrica curricular, que no excluye la social y económica. Hay quien no para de correr y sigue haciéndolo tras la jubilación, no necesariamente jubilosa, para lograr puestos de relevancia social. Siempre hay quien se fascina ante las nuevas versiones del “cursus honorum”.


    A la vez, decidirse por una u otra carrera, si eso es factible, supone, además del deseo inconsciente que pueda haber, elegir y descartar a una edad de inmadurez para hacerlo, optando, en el aparentemente mejor de los casos, por un enriquecimiento epistémico muy parcelado. En cualquier ámbito del conocimiento, se cede entonces necesariamente en curiosidad, o se la mantiene sin acabar de concentrarse sólo en lo que nos es exigible. Pueden bien ser tiempos de frustración en los que el afán de saber se reprime ante el proyecto curricular, y eso tiene consecuencias. La aspiración a la belleza que implica el conocimiento desprendido se ve frustrada ante la enseñanza pragmática, “reglada”, de datos. 


    ¿Y al final de todo eso, en la jubilación, qué? Hasta el propio Francisco, ya mayor pero que no se ha jubilado, recogía la pregunta que muchos nos hicimos y hacemos con la abrupta, aunque sabida, llegada de ese momento, porque ni siquiera es algo gradual, ¿Qué haré ahora que mi vida se vaciará de lo que la ha llenado durante tanto tiempo?” Parece claro que lo más sensato y difícil sea eso, acoger el vacío para despojarse del mejor modo de todo lo que lastra la mirada del alma. 


    Y vaciarse puede ser apoyado por la buena nostalgia de un tiempo, el de la adolescencia y juventud inicial, más rico en carencias y en deseos que en proyectos definidos, más abierto a la contingencia que a ninguna planificación. Eso va ligado a una nostalgia de la época en la que el pensamiento era mucho más libre por una ignorancia menos constreñida, en que el conocimiento no estaba encorsetado en “materias”, en “disciplinas, en "especialidades”. Nostalgia de músicas, películas y tiempos en los que se suplía la carencia de libros con el vuelo de la imaginación y con el aburrimiento, que siempre es fructífero. Nostalgia de soñar despiertos.


    Sucumbir a esa nostalgia parece un buen impulso para una nueva mirada, que incluya un desapego y un amor crecientes, por paradójico que esto parezca. Desde la nostalgia, se nos muestra la necesidad de contemplar de nuevo el mundo y la Vida. 


    Libres de “fines”, podemos, si no lo hicimos antes, ir más allá y renacer a lo mejor, a lo Inagotable. Es en un “aquí y ahora” que el vacío puede acoger la Vida. Es en ese elemento espacio-temporal que toda la biografía pasada es relativizada rescatando de ella los momentos de amorosa lucidez que, por serlo, fue creativa, pudiendo serlo nuevamente y mejor. 


    Refiriéndose a la eternidad, François Cheng decía que “lo es todo excepto una interminable y monótona repetición de lo mismo” y que “está hecha también de instantes únicos”. Es decir, nada que ver con una aburrida inmortalidad. La tarea más aceptable sería recrearse, también soportar miedo, tristeza y angustia si se dan, en esos instantes que ya son factibles aquí, participando sin percibirlo, sólo queriéndolo, en la danza cósmica de las estrellas.


    En su segunda carta a Timoteo, S. Pablo escribía esto: “He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe”. Eso me parece lo esencial, conservar la Fe, entendiendo por tal lo que vemos más claramente, la Vida, lo que puede abrir a uno, no sin dificultad, a un tiempo nuevo, primaveral, en el invierno de su vida.


Siempre son accesibles instantes de mirada y de comprensión, buscando siempre o recordando, si se olvidó, la gran conclusión vital.