“Pero el dolor mayor es ese dolor árido y agudo que aparece después de que todas las lágrimas se han consumido, el dolor que cierra todos los espacios que permiten el acceso al mundo y viceversa. Así es como se presenta la depresión severa”.
(Andrew Solomon. “El demonio de la depresión. Un atlas de la enfermedad”).
Describir a posteriori lo que a uno le sucedió cuando estuvo en depresión parece un intento catártico y, a la vez, puede ser muy ilustrativo para quien no sabe lo que eso supone. Lo fenomenológico ha impregnado la Psiquiatría desde hace años y siempre precede a cualquier intento de explicación. Solomon ha escrito un extenso libro en el que, sin pudor, ha revelado todos los intentos terapéuticos, farmacológicos o alternativos, todos los estigmas y fracasos vitales que la depresión mayor puede suponer.
A veces, de un modo que parece asombroso, del pozo más oscuro uno no se conforma con salir a la superficie en la curación, y “gracias” a los medicamentos que de allí lo sacaron, va más allá, a las nubes de irrealidad que conforman la manía o la hipomanía, percibiendo que ha sido elegido por los dioses, tocado por el fuego divino, creativo, omnipotente. “Touched with Fire” es el célebre libro de una paciente que se hizo psiquiatra, Kay Redfield Jamison. A veces también, las fuerzas que se empiezan a recobrar en un tratamiento antidepresivo resultan fatales cuando propician el suicidio.
Los colores de la vida desaparecen en la depresión; sólo hay tinieblas, sólo el color asociado a la muerte, al luto, el negro. Luto por uno mismo. Churchill se refería a su “perro negro” cuando atravesaba episodios depresivos. Otros lo hicieron antes. En el contexto de la vieja medicina humoral, la depresión, la de verdad, era melancolía, μελαγχολία, bilis negra.
No hay nada que decir, no hay nada que hacer, nada que escuchar. Ni siquiera hay llanto. El tiempo se detiene, pero no para vivir el presente, sino para instalarse en una muerte en vida que no contempla pasados mejores ni percibe esperanzas futuras.
En 1956, Nathan Kline trató a pacientes deprimidos con iproniazida, un medicamento que parecía producir euforia en algunos enfermos con tuberculosis, para la que estaba indicado. Era lo que ahora se llama un IMAO. Un año antes, Roland Kuhn probó un medicamento proporcionado por Geigy y relacionado molecularmente con la clorpromazina, que había revolucionado el tratamiento de la esquizofrenia. Kuhn observó que tenía efectos antidepresivos; era la imipramina, el primer tricíclico. Después vinieron las importantes investigaciones de Julius Axelrod, y la farmacología sustentó, y parece seguir haciéndolo hasta el exceso, la hipótesis amínica de la depresión, llegándose al extremo de confundir lo anímico con lo amínico.
Al menos, algo había más allá que esperar o usar electroshocks. Unos medicamentos podían facilitar la salida del pozo de la depresión. Los efectos secundarios eran notables, especialmente con los IMAO, y había que esperar un tiempo de bastantes días para notar algún efecto terapéutico, cuando se notaba. Pero había al menos una posibilidad farmacológica de luchar contra ese “perro negro”.
Esos medicamentos y muchos más que se fueron obteniendo después se llamaron y se siguen llamando antidepresivos. No siempre resultaban eficaces y tenían frecuentes efectos secundarios que hacían que muchos pacientes los abandonaran, pero, de repente, surgió un aparente milagro; apareció el Prozac, la fluoxetina y, a partir de él, un montón de antidepresivos más que eran mucho mejor tolerados. El Prozac inundó el mercado y hubo quien le llamó la “píldora de la felicidad”.
Al final, no fue tan maravilloso en su eficacia pero, en un primer mundo difícil (el tercero no está para muchas depresiones), el mercado de los antidepresivos de nueva generación creció prodigiosamente.
¿Cómo evaluar la eficacia de un antidepresivo? Parecería que la respuesta es similar a la que se da en otros campos de la Farmacología: realizar un ensayo clínico doble ciego, en el que se contrasta si un medicamento es superior a un placebo. Pero, en el caso de la depresión, como en el del dolor, hay un problema añadido y es que, a diferencia de un parámetro bioquímico, como la glucemia, o biofísico, como la tensión arterial, la depresión no es cuantificable. El punto final es necesariamente cualitativo; alguien mejora algo, poco, mucho, gana o pierde peso, se expresa o no... Ha de recurrirse a escalas ordinales, como la de Hamilton. Claro que no es lo mismo una puntuación ordinal que resume manifestaciones muy diferentes de un cuadro clínico, que una medida cuantitativa. A la vez, como en cualquier ensayo clínico, el tamaño muestral suele ser escaso, porque el número de pacientes con el que efectuarlo lo es al requerir cierto grado de homogeneidad. Otro elemento de interferencia, que no se da en el caso del dolor, es el prolongado tiempo de respuesta que precisa la acción de un antidepresivo, cuando ocurre, y que varía individualmente. Y, por si fuera poco, uno no es deprimido como se es diabético. No se es deprimido, se está deprimido, que es distinto porque la depresión suele acabar cediendo tarde o temprano en muchos casos por sí sola, aunque lleve tiempo. Finalmente, la significación estadística que arroja un ensayo clínico con resultado positivo sólo sirve si se acompaña también de una significación clínica, algo que no suele ser muy claro con los antidepresivos.
No sorprende, por todo ello, que los ensayos clínicos con antidepresivos arrojen entre sí resultados dispares. En realidad, no sólo ocurre con estos fármacos; las divergencias entre publicaciones son frecuentes. Eso ha inducido desde hace años a un trabajo de revisiones sistemáticas y a un análisis conjunto de múltiples ensayos, lo que se conoce como meta-análisis. En febrero de 2008, la revista PLOS Medicine publicó un meta-análisis de 47 ensayos clínicos sometidos a la FDA para la aprobación de cuatro antidepresivos de nueva generación, fluoxetina, venlafaxina, nefazodona y paroxetina. Los resultados mostraron que prácticamente sólo hubo “una pequeña y clínicamente insignificante diferencia” entre fármacos y placebo en pacientes con depresión muy severa, atribuyéndose tal diferencia en estos casos a una respuesta disminuida al placebo más que una mejor respuesta al antidepresivo.
Frente a cierta idea de que los antidepresivos no valen para nada, sostenida en meta-análisis como el anterior, los medios de comunicación se hacían eco estos días de un gran meta-análisis que concluía que “los antidepresivos funcionan”. Dicho estudio se publicó en la prestigiosa revista The Lancet. En él se evaluaron 21 antidepresivos mediante revisiones sistemáticas y meta-análisis en red. Los autores utilizaron 522 ensayos clínicos realizados entre 1979 y 2016, comprendiendo 116,477 participantes (29.425 de ellos tratados con placebo). Evaluaron tanto la eficacia como la tolerancia al tratamiento. En términos de eficacia, todos los antidepresivos fueron superiores al placebo, con “odds ratios” comprendidas entre 2,13 (amitriptilina) y 1.37 (reboxetina).
¿Qué podemos concluir? Los propios autores de este último estudio señalan la necesidad de tomar con precaución los resultados, dada la corta duración de los ensayos usados, y recalcan el hecho obvio de que se han fijado sólo en efectos de conjunto sin detenerse en variables clínicas y demográficas de potencial influencia en los resultados.
Hay además algo en lo que conviene fijarse. Estamos ante una forma relativamente novedosa de meta-análisis; lo es en red, implicando comparaciones tanto directas como indirectas y siendo controvertido su uso a la hora de tomar decisiones clínicas.
Sintetizando lo anterior, podemos concluir que los antidepresivos son más adecuados que el placebo para el tratamiento de la depresión, desde una perspectiva estadística, siendo la superioridad clínica relativamente escasa.
Un cientificismo creciente está optando en los últimos años por enfoques “Big Data”, entre los que podría incluirse el meta-análisis en red. Se trata de análisis de “fuerza bruta” que implican necesariamente convertir al sujeto en individuo muestral, algo muy útil en el ámbito de la epidemiología pero que puede ser muy negativo si se aplica a la mirada singular. Tal opción puede responder a preguntas muy simples pero de consecuencias poco eficaces. Los antidepresivos llevan ya usándose muchos años y no parece necesario reforzar con análisis masivos lo que los clínicos saben por su propia experiencia. Por otro lado, es dudosa la bondad de mezclar ensayos heterogéneos en multitud de variables, como todas las que pueden influir en la depresión (biológicas y biográficas) para responder a una pregunta dicotómica que tiene poco sentido al unificar un grupo heterogéneo de fármacos.
Un estudio como el recogido en The Lancet refuerza lo que suponíamos, que los antidepresivos pueden mejorar a un porcentaje de pacientes, pero poco más puede concluirse de comparaciones indirectas entre los distintos antidepresivos.
Un buen ensayo clínico puede ser más informativo que cualquier meta-análisis si éste no tiene en cuenta todos los factores que influyen en la multitud de ensayos analizados. ¿Habrá un retorno a la amitriptilina a raíz de este estudio, por su comparativa mayor eficacia o, por el contrario, reinará la fluoxetina por su mejor tolerancia?
Es sólo en el ámbito de la relación clínica en el que pueden utilizarse con mejor o peor acierto uno o varios fármacos antidepresivos, cuyo mecanismo de acción dista, por cierto, de ser claramente conocido, y cuya respuesta depende de aspectos singulares. Es en la clínica cuando los grandes números, que tanto fascinan ahora, caen ante el saber teórico y empírico del médico en su encuentro con el dolor subjetivo, algo que nunca llega a ser propiamente medible por muchas escalas que se usen.
La fascinación por los grandes números, por las aproximaciones “Big Data”, y la difusión en grandes titulares de prensa de resultados simplistas, conducen, si decae el sentido común, a una robotización del ser humano en esta nueva oleada neomecanicista a la que asistimos.
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