jueves, 20 de febrero de 2020

MEDICINA Y ESCRITURA. “Pavillón de repouso” de Pablo Vaamonde.






           
Hay una curiosa relación entre el ejercicio clínico y la escritura. Tal parece que la mirada al paciente induce a la reflexión, a la propia mirada. El resultado, a veces, se plasma en algo que es dicho, escrito. Y, en raras ocasiones, lo escrito reverbera en quien lo lee, tal vez porque un clínico sepa tocar lo que vibra, eso que nos hace humanos, el alma, término esencial, soplo de vida, por más que se haya degradado por el uso.

            Tengo la fortuna de contar con amigos que, desde su posición de médicos, han mostrado las vicisitudes de lo singular. Alguno, como Fidel Vidal, ya ha tenido el modesto eco de quien esto escribe aquí, en este blog que, desde un principio, aunque no siempre se exprese, se refiere a esas siniestras o balsámicas aguas (quién sabe) del río Leteo. 

            Hoy recojo a otro autor amigo. Se trata de Pablo Vaamonde. Es médico de familia. Tiene una larga trayectoria clínica en una especialidad que paradójicamente es ajena a la especialización misma y al brillo aparente que ésta puede conferir. Ser médico de familia supone ser, en el mejor de los sentidos, generalista, algo cuya necesidad cada día es más urgente para todos. Necesitamos la mirada clínica como el agua. Necesitamos internistas, pediatras, geriatras, psiquiatras, psicoanalistas, fisioterapeutas, precisamos de todo aquel que no se ciña a un órgano, por importante que sea tal dedicación, sino que abra la mirada a todo tipo de acontecer biográfico, al nacimiento, la enfermedad y la muerte. Necesitamos a alguien que acompañe siempre, que palíe con cierta frecuencia y que, a veces, incluso cure, como decía Trudeau. No es fácil asumir esa vocación clínica que implica soportar día tras día tanto sufrimiento humano y muchas frustraciones e ingratitudes, sabiendo mantener esa milagrosa mezcla de distancia terapéutica y compasión realista, esa peculiar armonía de conocimiento y sensibilidad.

            ¿Por qué es soportable algo así como el ejercicio clínico cotidiano, con todas las limitaciones que supone involucrarse en la Atención Primaria, tan ignorada en nuestro medio por el poder político, por tantos gestores que no hacen más que reuniones de despacho? Hay una palabra que podría expresarlo; se trata de vocación. Alguien es vocado, impulsado, a poner lo mejor de su vida, de su saber, en la ayuda a enfermos, en absorber algo de su pathos, en compadecer auténticamente. Por qué sucede eso tiene algo de enigmático, incluso de misterioso, pero, sea como sea, se ancla en la propia biografía. Nadie se hace médico o psicoanalista como pudiera hacerse ingeniero so pena de incurrir en un gran error vital, pues ser clínico es un modo de eso, de ser, que no es poco, pues va mucho más allá del mero hacer, tener o estar. 

Hay casos en los que, seguramente sin pretenderlo, sólo aceptando la necesidad de escribir, alguien nos transmite las claves de lo que lleva a eso, a ser médico y, sobre todo, a soportarlo. En cierto modo, al Dr. Vaamonde, que ya tiene su trayectoria como escritor, esta actividad “complementaria” lo ha traicionado del más feliz modo, haciéndole responder a la pregunta. Lo hace con su último libro, “Pavillón de repouso”. Es un texto hermoso, escrito en la lengua materna, gallega, y bellamente editado por “Medulia”, con ilustraciones de Jesús Cubillo y Xosé Cobas. Como ocurre en general, la propia lengua impregna lo que se dice de un modo especialmente personal. 

He tenido el honor de redactar su prólogo, su “Limiar”. Me fue fácil hacerlo porque me bastó con ver lo esencial que todo el libro destila. Se trata de gratitud. Se agradece la vida, las oportunidades que ha dado, la familia en la que uno fue acogido y a la que ahora uno acoge. Se agradece la tierra y el buen “contagio” que los pacientes transmiten. Es incluso desde el agradecimiento que surge la crítica con la decisión política cuando ésta amenaza el ejercicio clínico, la correcta asistencia sanitaria que los pacientes merecen. Tal crítica responde a la posición ética que lo bueno de la vida, eso que tantas veces nos pasa desapercibido, exige de cada uno. Responde también así a la gratitud. 
 
No es poca cosa ser agradecido. Ya se dice y con razón que es de bien nacidos. Y uno puede dar las gracias a muchos o a pocos. Puede darlas a Dios si cree en ese Misterio. Puede darlas incluso sin objeto ni sujeto a quien referir tal agradecimiento. “Gracias a la vida, que me ha dado tanto”. Así cantaba Violeta Parra. Así lo hizo Joan Baez y así se inicia un libro cuyo título es acertado. Quien lo lea, quien entre en ese saludable pabellón de reposo, saldrá bien restablecido, lo suficiente para agradecer a la Vida lo que en ese brevísimo tiempo en la historia del mundo que es el acontecer biográfico le haya concedido.
           

jueves, 6 de febrero de 2020

El alma del águila.


Es curioso el mundo de las noticias. Hoy supimos del estudio genómico de más de 2.600 cánceres primarios abarcando 38 tipos distintos. Se trata de los resultados del Pan-Cancer Analysis of Whole Genomes recogido por Nature
  
Un gran resultado, de grande, más que de revolucionario, pero importante, a fin de cuentas, ya que el cáncer dista de ser algo comparable a un microbio, por dañino que éste sea.

El cáncer tiene mucho de aleatorio y su “solución”, a no ser que venga de un gran hallazgo empírico, parece requerir una medicina de detalle (tan mal llamada “personalizada”), iluminada por eso, por el estudio genético, y ligada a una integración de miradas, desde la genética, como la recogida en esta colección específica de Nature, a la quirúrgica, pasando por la celular, ejemplificada por los linfocitos T-CAR.

La gran ciencia, la de los grandes descubrimientos, es tan importante como la trabajosa, masiva, de acumulación de datos. Fue importante saber de la existencia de oncogenes en una época en la que algo así fue revolucionario; también lo es obtener datos y más datos sobre todo ese amplio abanico de mutaciones que pueden matarnos en forma de cáncer.

A la vez, también noticia actual, el afán científico se ocupa de reducir algo como el amor maternal a un correlato neuronal. ¿Cuántas veces se nos seguirán presentando hallazgos descriptivos (un correlato lo es) con relaciones explicativas? 

Y parece ya que ningún día, sea hoy, mañana o cualquiera, podremos prescindir de ser asombrados por la estupidez cientificista, esa que llega a medir la belleza masculina  No es nuevo referirse a la proporción áurea para decir tonterías.

Ah, el cerebro, los genes… ¿Cuándo nos hartaremos de la soteriología cotidiana? 

La información es causa y diana de todo, incluso del ser, se nos dice o sugiere insistentemente. La metáfora informativa ha cobrado una fuerza tan grande como pobreza tiene la teoría  de la consciencia centrada en ella, la teoría de la información integrada de Tononi, Koch y seguidores, una teoría que les impone recurrir a un panpsiquismo tan totalizador como absurdo, que ni Teilhard de Chardin soñó y que el propio Koch asume. De ser cierta, cabría legítimamente asociar consciencia al conjunto de eso que puede matar a uno, un cáncer. A fin de cuentas, no mata una sola célula cancerosa, sino un conjunto de ellas, algo complejo, también con su información integrada, en cierto modo como si una neoplasia fuera un neo-individuo consciente desarrollándose en el cuerpo huésped al que derrota tantas veces con la muerte de ambos, una consciencia letal.

Las imágenes cientificistas son el peor ataque que la Ciencia sufre a día de hoy. 

Hay, a la vez, otras imágenes, más realistas y misteriosas que tantos “modelos” científicos, sean de células intencionales o de rostros humanos.

Si en mi anterior entrada me referí a un potro que no se separaba de su madre muerta en una carretera, hoy muchos habremos sido tocados en lo más íntimo al saber de la visita de un águila al cementerio que aloja el cadáver de quien fue su dueño (así dicen, aunque habría que decir más bien amigo inseparable). 

El potro que no se alejaba de su madre, tantos perros que esperan pacientemente en los aledaños de hospitales a sus amigos enfermos, el águila que visita el cementerio, muestran algo físico, pero en el sentido griego. Es la Physis, lo misterioso, lo que ahí contemplamos, esa unión tan extraña como real por la que compartimos los átomos del universo, siendo nosotros tan diferentes por singulares; es eso que podemos percibir como amor. 

Amor animal, de anima, de esa alma que anima al cuerpo impregnándolo, haciéndose cuerpo. Es esa alma que no podrá reducirse jamás a una secuencia de bits ni a una imagen cerebral. Hoy, un águila nos lo ha vuelto a enseñar, aunque consideremos algo tan bello, tan misterioso, como mera anécdota. 

Esa águila nos hace partícipes de la gran posibilidad de tocar el Misterio, indicándonos a la vez que una tumba no es necesariamente signo de un término, sino muestra de que el amor es más fuerte que la muerte, aunque sea amor animal que corresponde a quien a ese animal amó.