miércoles, 28 de febrero de 2024

Nostalgia de carencias y la mirada del corazón

 


Imagen tomada por el autor

     " Si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos " (Mt. 18, 3).


    Allí y en otro momento que hoy recuerdo, fue uno de tantos “aquí y ahora”, aparentemente igual a muchos previos y probablemente a otros que vendrán, pero distinto sólo por haberlo reconocido, por ser de nuevo consciente de que hay un tiempo en que podemos parar el pensamiento habitual o la mera distracción, y un lugar cualquiera donde hacerlo, como en la adolescencia. No importa el cuándo ni el dónde, ni siquiera lo que estemos haciendo entonces, sólo que dejemos que ocurra. 


    Un instante espacio-temporal basta para contemplar la Vida, para tratar de mirar lo esencial, siendo, de paso, conscientes de que eso ocurre, por más quietud que haya, viajando, con la tierra que pisamos y todos los seres que la habitan, a algo más de cien mil kilómetros por hora en torno al sol, casi treinta kilómetros por segundo. Un instante que puede presentarse como la repetición de tantos otros de nuestra vida pasada. Y, sin embargo, cada aquí y ahora en que Somos realmente, podemos retornar del mejor modo a la frescura juvenil con el potencial deseo del buen olvido de proyectos y de logros prescindibles, y con gran receptividad pasiva a la belleza del mundo y de la Vida.  


    En una Audiencia General, habida el 11 de mayo de 2022, el Papa Francisco, decía que, en la vejez, se “es capaz de vivir una época de plenitud y de serenidad”, aclarando poco después que, “como ancianos, se pierde un poco la vista, pero la mirada interior se hace más penetrante: se ve con el corazón. Uno se vuelve capaz de ver cosas que antes se le escapaban”


    En muchas profesiones y trabajos de todo tipo, cada vez más, se da un largo proceso métrico al que, desde el colegio (hoy en día ya desde la etapa preescolar) hasta la jubilación, nos sometemos, un proceso al que solemos llamar “carrera”, con buen sentido porque corremos por buenas notas escolares, superación de exámenes, calificaciones académicas, reconocimientos bibliométricos, indicadores de empresa, índices de “calidad”, etc. Nos instalamos así durante demasiados años en una métrica curricular, que no excluye la social y económica. Hay quien no para de correr y sigue haciéndolo tras la jubilación, no necesariamente jubilosa, para lograr puestos de relevancia social. Siempre hay quien se fascina ante las nuevas versiones del “cursus honorum”.


    A la vez, decidirse por una u otra carrera, si eso es factible, supone, además del deseo inconsciente que pueda haber, elegir y descartar a una edad de inmadurez para hacerlo, optando, en el aparentemente mejor de los casos, por un enriquecimiento epistémico muy parcelado. En cualquier ámbito del conocimiento, se cede entonces necesariamente en curiosidad, o se la mantiene sin acabar de concentrarse sólo en lo que nos es exigible. Pueden bien ser tiempos de frustración en los que el afán de saber se reprime ante el proyecto curricular, y eso tiene consecuencias. La aspiración a la belleza que implica el conocimiento desprendido se ve frustrada ante la enseñanza pragmática, “reglada”, de datos. 


    ¿Y al final de todo eso, en la jubilación, qué? Hasta el propio Francisco, ya mayor pero que no se ha jubilado, recogía la pregunta que muchos nos hicimos y hacemos con la abrupta, aunque sabida, llegada de ese momento, porque ni siquiera es algo gradual, ¿Qué haré ahora que mi vida se vaciará de lo que la ha llenado durante tanto tiempo?” Parece claro que lo más sensato y difícil sea eso, acoger el vacío para despojarse del mejor modo de todo lo que lastra la mirada del alma. 


    Y vaciarse puede ser apoyado por la buena nostalgia de un tiempo, el de la adolescencia y juventud inicial, más rico en carencias y en deseos que en proyectos definidos, más abierto a la contingencia que a ninguna planificación. Eso va ligado a una nostalgia de la época en la que el pensamiento era mucho más libre por una ignorancia menos constreñida, en que el conocimiento no estaba encorsetado en “materias”, en “disciplinas, en "especialidades”. Nostalgia de músicas, películas y tiempos en los que se suplía la carencia de libros con el vuelo de la imaginación y con el aburrimiento, que siempre es fructífero. Nostalgia de soñar despiertos.


    Sucumbir a esa nostalgia parece un buen impulso para una nueva mirada, que incluya un desapego y un amor crecientes, por paradójico que esto parezca. Desde la nostalgia, se nos muestra la necesidad de contemplar de nuevo el mundo y la Vida. 


    Libres de “fines”, podemos, si no lo hicimos antes, ir más allá y renacer a lo mejor, a lo Inagotable. Es en un “aquí y ahora” que el vacío puede acoger la Vida. Es en ese elemento espacio-temporal que toda la biografía pasada es relativizada rescatando de ella los momentos de amorosa lucidez que, por serlo, fue creativa, pudiendo serlo nuevamente y mejor. 


    Refiriéndose a la eternidad, François Cheng decía que “lo es todo excepto una interminable y monótona repetición de lo mismo” y que “está hecha también de instantes únicos”. Es decir, nada que ver con una aburrida inmortalidad. La tarea más aceptable sería recrearse, también soportar miedo, tristeza y angustia si se dan, en esos instantes que ya son factibles aquí, participando sin percibirlo, sólo queriéndolo, en la danza cósmica de las estrellas.


    En su segunda carta a Timoteo, S. Pablo escribía esto: “He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe”. Eso me parece lo esencial, conservar la Fe, entendiendo por tal lo que vemos más claramente, la Vida, lo que puede abrir a uno, no sin dificultad, a un tiempo nuevo, primaveral, en el invierno de su vida.


Siempre son accesibles instantes de mirada y de comprensión, buscando siempre o recordando, si se olvidó, la gran conclusión vital.

 

    

            

 

sábado, 17 de febrero de 2024

DEPRESIÓN. 4. Perspectivas. 4.1. La mirada biológica. La "mente inflamada”.

 


 Imagen tomada de Wikimedia commons

Nada tiene sentido en Biología si no es a la luz de la evolución”. Theodosius Dobzhansky


    Ante la depresión, serio problema nosológico pues tal concepto abarca distintas presentaciones clínicas y probables diferencias etiopatogénicas, cabe contemplar tres tipos de perspectiva, la del paciente, uno por uno, la de las personas con quienes convive en un entorno familiar, laboral o social, y la de los profesionales que estudian, diagnostican y tratan su problemática clínica y relacional. 


    Si consideramos que cada depresión, más allá de su pluralidad en el modo de presentación, es una enfermedad que “se tiene” o un modo patológico de ser en general o de estar en el mundo, podría establecerse la pregunta ¿A quién corresponde la atención terapéutica a un paciente deprimido? Estamos ante una cuestión claramente diferente a la pregunta sobre quién “lleva” una hepatitis o una peritonitis. 


    El problema de la depresión incide en la mirada psíquica desde hace mucho tiempo y sigue haciéndolo actualmente. Serán psiquiatras o psicólogos clínicos quienes trabajando aislada o conjuntamente aborden ese problema del alma, evocada por el prefijo de sendas titulaciones, aunque sea específicamente el psiquiatra quien aborde posibilidades farmacológicas o de estimulación electromagnética. También son habituales los tratamientos prescritos por médicos de atención primaria o de otras especialidades. 


    Persiste una mirada tradicional que considera efectivamente la depresión como una enfermedad del alma, y no sorprende por ello que su análisis induzca a su vez la visión antropológica, filosófica e incluso religiosa. Pero… ¿Es así? Lo parece, desde luego, en el caso de las depresiones que antes se llamaban “exógenas”, provocadas por pérdidas serias. Y, sin embargo, hay quien se derrumba en el pozo del absurdo sin saber dar cuenta del porqué, aunque a la mirada de otros parezca que la vida le sonríe. La depresión es tan subjetiva como malamente objetivable y resistente a las métricas al uso.


    Si la depresión fuera un estado puramente anímico, no cabría propiamente el recurso a los actuales agentes químicos llamados antidepresivos, cuya eficacia es cada vez más cuestionada a pesar de sostener un mercado millonario. La concepción está cambiando y asistimos a una “neurologización” de algo que antes era psiquiátrico, siendo cada vez más frecuente el recurso a exploraciones de imagen, incluyendo la funcional, y a la búsqueda, poco fructífera de momento, de marcadores bioquímicos séricos o de perfiles genómicos deterministas. Podría decirse que la depresión va cediendo su condición de “pecado” del alma, para hacerse manifestación de enfermedad corporal.


    Hubo publicaciones a principios de este siglo sugiriendo una posible relación con virus Borna, que no ha sido claramente confirmada (1). Y sabemos que es habitual que uno decaiga en su ánimo tras infecciones. Pero no existe una causa infecciosa o un determinismo genético perfectamente aclarados, hasta donde llega mi escaso conocimiento, que den cuenta de una depresión endógena. Sin embargo, hay algo importante a tener en cuenta y es la elevada prevalencia de la depresión (según la OMS, se estima que un 5% de la población mundial la padece). ¿Por qué tanta gente es afectada por algo tan serio? Si se trata de algo que implica al cuerpo, habrá que tratar de dar cuenta de su causa en el contexto evolutivo.


    La alta prevalencia de una enfermedad o los grandes cambios en su incidencia tienen que ver, directa o indirectamente, con presiones selectivas. Sucede con diversas enfermedades infecciosas en las que se da un cierto equilibrio entre la letalidad que inducen y su capacidad de contagio, como ocurre con la gripe y sus variaciones estacionales. Otra situación se da cuando la enfermedad confiere alguna ventaja frente a otras, lo que explica la prevalencia africana de la anemia falciforme porque los hematíes deformados de quienes la padecen no son un buen albergue para el Plasmodium.


    ¿Qué pasa en la depresión? Se alude a un problema neuroquímico con algunos neurotransmisores involucrados, pero eso está siendo sometido cada día a más dudas y tampoco conferiría ninguna “ventaja” evolutiva aparente a la depresión, aunque haya quien la sostenga con argumentos etológicos poco convincentes, como la posición acomodaticia del deprimido en una jerarquía social.


    Si algo no es ventajoso, y la depresión, sin duda alguna, no lo es, podría ser tan frecuente por dos motivos:


            1. Por su neutralidad, que entroncaría en general en el contexto de un polimorfismo genético también neutro. Los polimorfismos son importantes en la perspectiva de selección “rápida” de haplotipos de resistencia que puedan ser necesarios en el futuro.

    

            2. Por ser secundaria a algo ventajoso de mayor calado en términos cuantitativos. Sería así un coste asociado a algo beneficioso. Esto sustentaría la hipótesis que dio nombre a un libro de aparición reciente “The Inflamed Mind” (2). Una activación de un proceso inflamatorio importante por parte de macrófagos y linfocitos podría “contagiarse” al cerebro, a través de una barrera hematoencefálica, menos hermética de lo que se pensaba, y activar a células gliales como primer paso de efectos cerebrales.


    La hipótesis inflamatoria tiene bases previas en datos mostrados por experimentos que han ido constituyendo la base de la que se ha venido en llamar “psico-neuro-endocrino-inmunología”.  También en observaciones clínicas de relación entre niveles plasmáticos de interferón (utilizado para el tratamiento de hepatitis B), o de interleuquina 6, y entrada en depresión. Se ha sugerido recientemente una posible alteración de señales dopaminérgicas como sustrato de causalidad (3).


    La perspectiva ofrecida por un plausible nexo entre procesos inflamatorios y cuadros depresivos (el libro citado acoge numerosos datos) sugiere dos aspectos interesantes, el uso de niveles séricos de moléculas asociadas con la inflamación, como la proteína C reactiva, como biomarcadores de depresión, así como una potencial base para el ensayo de fármacos antiinflamatorios para el tratamiento de cuadros depresivos.


    Al margen del interés que ofrezca esta perspectiva biologicista, se necesita un mayor nivel de progreso en estudios observacionales genéticos y de imagen cerebral, así como en investigación experimental y clínica.

            

 

Referencias:

 

1.     Bode L, Ludwig H. Borna Disease Virus Infection, a Human Mental-Health Risk Clin Microbiol Rev. 2003. 16(3): 534-545. doi: 10.1128/CMR.16.3.534-545.2003

2.     Bullmore E. The inflamed mind. A radical new approach to depression. Ed. Short Books. 2019.

3.     Paul ER, Östman L, Heilig M, Mayberg HS, Hamilton JP. Towards a multilevel model of major depression: genes, immuno-metabolic function, and cortico-striatal signaling. Translational Psychiatry (2023) 13:171; https://doi.org/10.1038/s41398-023-02466-7 

jueves, 1 de febrero de 2024

DEPRESIÓN. 3. La necesidad de entenderlo. 3.1. Johann Hari y las conexiones perdidas.

 

Imagen obtenida de Wikimedia Commons


    Sufrir depresión es algo frecuente. Y eso plantea dos grandes preguntas. Una tiene que ver con su etiopatogenia, previa a la concepción de un tratamiento más adecuado que los actuales, así como de su prevención. La otra deriva de su alta prevalencia. 

    La primera cuestión se da siempre en singular. ¿Por qué alguien concreto cae en depresión? ¿Se trata de algo ligado a un problema existencial? ¿Reside la causa en los genes, en carencias nutricionales o en agentes biológicos externos (a principios de siglo se hablaba de una posible etiología vírica), en el mal funcionamiento de circuitos cerebrales, en alteraciones en el nivel sináptico de algunos neurotransmisores como la serotonina? ¿En algo más o en todo ello? ¿Por qué ocurre y cómo resolverla? 

    Esta cuestión abarca a algo muy extraño, ¿Por qué una fracción de pacientes alternan, si no reciben el tratamiento adecuado (algo tan simple como una sal de litio puede serlo) fases depresivas con otras maníacas o hipomaníacas, en lo que se conoce como trastorno bipolar (antes llamado psicosis maníaco-depresiva)?

    Pero existe también el otro enigma, ¿Por qué la evolución ha “conservado” la depresión hasta el punto de hacerla tan prevalente? ¿Cuál es su "ventaja" adaptativa?

    En ocasiones, hay circunstancias biográficas que precipitan el hundimiento en el absurdo de una angustia sin causa aparente, pero no siempre ocurre así. Hace tiempo, se hablaba de depresión exógena o endógena (término descartado por Joanna Moncrieff) para referirse a una posible relación causal clara o a su ausencia ante la mirada clínica. El auge de los antidepresivos, y la inferencia, desde ellos y la experimentación que los permitió, de mecanismos neuroquímicos, ha borrado en gran medida esas diferencias a la hora de enfrentarse clínicamente a ese dolor del alma.

    Johann Hari es un periodista, graduado en el King’s College (Cambridge) en Ciencias Sociales y Políticas, que a los 18 años empezó a ser tratado con paroxetina en dosis crecientes. Tomó antidepresivos durante bastantes años, sin que el efecto sobre su depresión fuera claro. Se dio algo curioso en su caso; cuando él pensaba que estaba libre de depresión, su médico le hacía notar lo contrario, desde la atenta mirada clínica. Hari acabó reconociendo el fracaso terapéutico habido con los antidepresivos y tuvo la suficiente energía para afrontar el enigma de la depresión, lo cual indica que ésta no era lo suficientemente intensa. Para ello viajó, en un periplo de tres años, por muchos lugares del mundo, entrevistando a más de doscientas personas, incluyendo profesionales relevantes, que le sirvieron para inferir la importancia de los aspectos familiares y sociales a la hora de caer en depresión, sin obviar la importancia de los procesos neuroquímicos y sus bases genéticas.


    El resultado de lo aprendido lo plasmó en un libro, traducido al español como “Las conexiones perdidas”. En él muestra la importancia que el contexto social, desde el familiar hasta el laboral, tiene en la caída en depresión.

 
    La depresión es un concepto mal definido, constituyendo un problema nosológico. Pero la intuición de lo que por depresión se entiende está más o menos clara desde el punto de vista intuitivo, tanto por quienes la padecen como por los profesionales de la salud que se enfrentan a ella.  Hari la engloba en un trastorno anímico en el que la ansiedad y la depresión serían 
como versiones de una misma canción, si bien interpretadas por grupos diferentes”. Esta afirmación y la tarea realizada sugiere que en él predominaba la ansiedad. 


    Contamos con antidepresivos, pero su efecto dista de tener un alcance general, habiendo ensayos clínicos y meta-análisis con resultados contradictorios. Hari tuvo el arrojo de abrir la mirada al efecto de la relación humana sobre el equilibrio anímico. Y lo que encontró fue, por un lado, lo que suponía desde su propia experiencia, que los antidepresivos “funcionaban” en mayor o menor grado en un porcentaje de pacientes, pero no en todos ni explicaban propiamente mucho. Los mecanismos neuroquímicos, probablemente dependientes de una predisposición genética, no eran la única explicación.


    La depresión suele asociarse a una "pérdida de objeto", incluyendo en ocasiones a otra persona, y en su libro, Hari invoca la importancia de la pérdida de lo que él llama conexiones, que lo son esencialmente con los demás en el trabajo, el ocio, la relación en general. Él concreta y desarrolla varias de esas pérdidas o desconexiones, como la de un trabajo con sentido, la de otras personas, así como la pérdida de valores significativos, del respeto que cada cual merece, la desconexión de la naturaleza o la de un futuro esperanzador. Está abierto a cualquier intervención de mejora cuando esas conexiones no se dan y así, siendo ateo, admite la posibilidad de un efecto benéfico de la oración, citando el discutible estudio de Boelens. A la vez, desligado de las drogas, también contempla la ya algo antigua administración de psilocibina, con sus beneficios y sus “malos viajes”, droga que cobra actualmente un vigor renovado.


    El estudio ofrecido se basa en conversaciones con muchas personas, algunas en posiciones antagónicas con respecto al papel de los neurotransmisores (como Kirsch y Kramer), que el autor asume, aunque en un contexto mucho más dinámico que el que habitualmente rige. 

 

    Parece claro que la mejor perspectiva para salir de la depresión sería el restablecimiento de las condiciones perdidas, pero eso resulta cada vez más difícil. La soledad, por ejemplo, crece de un modo sólo en apariencia paradójico a la vez que lo hace la hiperconexión electrónica. 


    La conclusión del libro es interesante a la luz de esta afirmación: “Aprendí algo que al principio se me habría antojado imposible. Incluso si te atenaza el dolor, casi siempre vas a ser capaz de ayudar a que otra persona se sienta un poco mejor”. Lo que no indica Hari es que esa ayuda puede ser amorosa o egoísta. La ayuda real al otro es por serlo, por ser otro quien la necesita, desde el desprendimiento de uno, y no como solución a los propios problemas. Aunque el efecto en el otro sea similar, la ayuda será auténtica cuando uno considere que cuidar a los demás no es el medio para cuidarse a uno mismo, aunque esto pueda ser un efecto colateral.