viernes, 13 de diciembre de 2019

NAVIDAD 2019.




“La encarnación redime al Dios de su corporalidad no realizada y al cuerpo de los límites de su pura corporalidad, pues lo hace cuerpo resurrecto”.
(José Ángel Valente)


La Navidad se encuadra en una larga tradición cristiana, en una confianza fundamental en lo que se expresa en el evangelio de Juan, en cuya introducción se refiere a que Dios se encarna y habita en medio de nosotros. 

El cómo es eso posible, esa pregunta de María al Ángel, que tan hermosamente plasmó Fra Angelico, solo es entendible en el contexto mítico y poético. Es una narración así la que incluyeron en sus evangelios Mateo y Lucas, mucho más tarde de que Jesús fuera crucificado, y bebiendo de fuentes catequéticas previas.

Esa creencia, vigente durante dos milenios, ha entrado en cierto declive con la Ilustración y ahora casi parece residual. El mito ha sido despreciado por un logos osado y la ciencia se ha hecho religión en amplios sectores. 

No es fácil creer en Dios, y a saber qué entendemos con un término que apunta a lo inaccesible al entendimiento. Pero tampoco es fácil ser ateo. En absoluto y así, más que agnósticos, hay creyentes cientificistas, creyentes en utopías políticas, transhumanistas, mágicas… como tan bien mostró John Gray en “Siete formas de ateísmo”.

Como raro gozo de suponer que Dios ha nacido como niño o como resto de una larga tradición, la Navidad es un tiempo de celebración y nostalgias.  También de regalos acompañados de la inmersión en la belleza del mito. Un día, el de Reyes, lo increíble pero soñado se realizará para muchos niños. Ocurrirá incluso a pesar del ridículo papá Noel con sus coca-colas y renos. También a pesar de los resucitadores de desconocidos ritos solsticiales.

Es tiempo de regalos. Y yo he recibido uno adelantado de mi amigo Fidel Vidal, médico del alma y que, como decía Hölderlin, habita poéticamente esta tierra, algo que no todos sabemos hacer. En un comentario realizado en un encuentro virtual de gente de la que aprendo (Café Barbantia), me transmitió el fragmento bellísimo que encabeza esta entrada, dándome a conocer a su autor, José Ángel Valente, de quien ya tenía referencias anteriores por otro amigo. Probablemente fue algo inconsciente por su parte, pero es lo inconsciente lo que apunta a la verdad. 

Difícilmente habrá forma más bella de decir lo que significa la Navidad, que lo que ha escrito Valente. Remite al misterio de tener un cuerpo. Es la afirmación poética de una necesidad tan humana como divina, la de una trascendencia en la inmanencia, la de que Dios no solo se pueda intuir en la belleza del universo que sostiene amorosamente, no solo como motor inmóvil, estático, no solo como el que Es, sino como también como el que Será. Es decir, como un Dios viviente, y nunca de muertos sino de vivos (Mc.12,27), aunque la hermana muerte sea implícita a la vida. Y algo así solo es factible con un cuerpo, encarnándose en un niño en un momento dado de la Historia. Eso, a su vez, también poéticamente nos diviniza, nos eterniza. Es la gran posibilidad mistérica que solo la mirada poética puede percibir. 

No es la parafernalia teológica antigua o su negación absoluta lo que realmente interesa. No se trata de razonar lo no susceptible de razonamiento, aunque no por ello irracional. No importa prácticamente nada asumir o no un credo, sino abrirse al misterio amoroso inducido por la contemplación de la materia. De la inerte, que resiste el paso de eones, y de la viva que confiere valor al tiempo.

Se trata de retornar a lo bueno de toda la gran evolución espiritual humana, sin parafernalias que tanto mal causaron. Las herejías se “solucionaron” con sangre y fuego. La “homoousia” y el “filioque” fueron tremendos problemas en su tiempo. ¿A quién le importan ahora? 

Lo relevante es reconocerse en el misterio del mundo, del ser, con él y en él. Y nada es comprensible, intuible, adorable, sin un cuerpo. El electrón no es imaginable sin un cuerpo. El fotón sólo puede ser intuido en su interacción con lo corpuscular. Dios mismo necesitaría un cuerpo como nosotros y, por ello, otro que lo cobije, un cuerpo femenino, virginal porque alberga al Misterio. No es que así nos redima, sino que se redime a Sí mismo, nos dice Valente. La aporía de la theotokos choca con la razón a la vez que nos abre a la orientación desde el mito que nos enriquece espiritualmente.

Incluso si se cree en la resurrección, se hace en la de un cuerpo. San Pablo escribió que “se siembra un cuerpo natural, se resucita un cuerpo espiritual” (1 Cor. 15,44). Cuerpo siempre. 

El cerebro-centrismo que abunda en la actualidad neurobiológica no deja de ser, por avanzado que se muestre en muchos ámbitos, un reducto de la vieja escisión occidental entre cuerpo y alma ("mind-body problem"), siendo así que nada es concebible sin cuerpo, porque el alma es más inseparable de un cuerpo que éste del tiempo mismo, pareciendo así menos misteriosa la eternidad que el hecho mismo de nacer. 

Alma corporal, cuerpo animado; es lo mismo. Y, al final, si no hubiera un más allá, no sería lo importante para la vida, sino que ésta, como decía Tolstoi (recordado por M. Wiesenthal en su extensa obra sobre Rilke) fuera dotada por nosotros de un sentido tal que la muerte no pueda arrebatar. 

Feliz Navidad !!
 

lunes, 2 de diciembre de 2019

PSICOANÁLISIS. Los puros.





“De pie, oraba en su interior de esta manera: Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros”. (Lc.18,10)

El evangelio de Lucas prosigue contrastando esta expresión de agradecimiento soberbio con la humildad de quien no se atrevía a elevar los ojos por sentirse culpable y se limitaba a pedir la compasión divina.

Las parábolas de Jesús son hermosas por apuntar específicamente a lo humano y a sus limitaciones, a sus miserias. Porque ser humano parece incompatible con la inocencia animal. En realidad, salvando graves impedimentos, todos somos culpables de lo que hicimos mal, de lo que no se hizo debiendo haberse realizado, culpables porque somos libres y responsables. Quien sabe de sí propiamente algo, y el psicoanálisis facilita ese saber, jamás puede enaltecerse y mucho menos, si es creyente, haciéndolo como gratitud hipócrita ante el mismísimo Dios. 

Al contrario, la sensatez, aunque no excluya el juicio de acciones humanas, absolutamente necesario, es prudente a la hora de formular condenas a otros, especialmente si son cercanos.

Según uno de los Padres de la Iglesia, Orígenes, al fin de los tiempos todos seríamos reconciliados con Dios. Todos, incluidos los grandes asesinos de la Historia, incluida la encarnación satánica del mal. Fue mucho decir y la Iglesia condenó razonablemente este planteamiento, conocido como apokatastasis. No obstante, un cierto fundamento evangélico parece subyacer en esta idea que lleva al extremo la misericordia divina, porque Dios sería el ideal de justicia frente a tantos “justos” y “puros” que se atreven a condenar, desde su supuesta bondad, a quienes tienen al lado.

El gran valor del psicoanálisis reside en ayudar a reconocerse en lo esencial, no en lo que uno hace, no en su bondad aparente ni en logros curriculares, no en sus donaciones, en sus nobles sacrificios por otros o en su servicio a la sociedad desde su profesión, sino en la limitación radical, en aquello que le es oculto y con lo que, aunque sufra, goza en lo más íntimo de su ser. No es el quién sino el qué somos lo que nos es posible llegar a conocer algo mejor, lo suficiente para limitar nuestra tendencia a la propia alabanza y a contrastar nuestra pretendida bondad con los desvaríos biográficos de otros. Y es así que desde ese saber podemos aspirar a ser hermanos dignos de quienes, también solo en apariencia, serían peores a los ojos de tantos que se consideran puros y justos.

El psicoanálisis ayuda a saber de sí mismo y, de ese modo, hacer algo mejor con la propia vida y, así, también con la relación con los demás. Solicitado desde el síntoma, va mucho más allá, de tal modo que el valor del síntoma mismo se hace secundario. Eso lo sitúa fuera de una cura de sosiego, de una ataraxia, más allá del fármaco aunque se precise. Eso lo relaciona con las preguntas socráticas y con los tortuosos caminos míticos, religiosos y filosóficos de quienes intentaron a lo largo de los siglos tratar de saber qué somos, qué hacemos y qué debemos cambiar en el mundo y en nosotros mismos. Eso hace de él una lenta y difícil pero fecunda senda amorosa.